A inicios del siglo XX, entre los negros y mestizos libres de New Orleans, surge the brown paper bag test. Según este test, todos aquellos que su color de piel fuera más oscuro que una bolsa de papel cartucho eran considerados de menor valor, con menos privilegios. Se quedaban fuera del pary, just like that.
En mi historia personal, el hecho de ser “color cartucho” ha supuesto un gran privilegio. Al mismo tiempo es una fukin maldición. Entrar en esa bolsa me ha ubicado en una posición de indefinición. Una suerte de inopia racial.
Hace un par de semanas me llamaron a una audición muy dura para un protagónico en una serie. Me emocioné toda porque era una producción grande en la cual el personaje, una chica afrocaribeña, padecía en cierta medida los mismos males que yo he sufrido en mi trayectoria como actriz mestiza. Esa inopia, esa indefinición en la que no eres ni negra, ni blanca, ni nada y que descoloca a la mayoría de directores de casting.
Sé que la partí en esa prueba. “La mejor”, según la directora. Pero decidieron no escogerme para el papel porque no era “lo suficientemente negra”. Una vez más la validez de mi piel siendo determinada por personas blancas, no caribeñas, ajenas.
Fue muy doloroso para mí. Muy decepcionante sobre todo, porque pude darme cuenta de que estaban reproduciendo con su decisión de no elegirme lo que intentaban cuestionar con su serie.
¡Repinga!
Del dolor pasé a la rabia. Esa rabia late hoy en cada nervio de mi cuerpa mestiza. Esa rabia habita, es, cada una de estas madafaka letras.
Desde que salí de Cuba siento que no he dejado de moverme ni un minuto. El hecho de haber vivido los últimos siete años en dos monstruos, como NY y ahora Madrid, me han hecho consciente de quién soy, de mi identidad, sobre todo, de cómo soy percibida.
Cuando, por ejemplo, sin abrir la boca, me preguntan de dónde soy. Cuando, sin pedir permiso, se sienten en la necesidad, casi compulsión, de tocarme, de tocar mi pelo. Y lo hacen.
“Yo no soy su poodle, señora”. Eso, nonstop, en cualquier pary de la ciudad.
La persistencia de esa sensación, cuando tienen la súbita necesidad de usar mi imagen sin retribución alguna porque piensan que es suficiente pago el hecho de ser considerada exótica. Una palabra so fucked up, que me revuelve el estómago de solo escucharla.
Pienso en la moderna aquella en el bar donde a veces trabajo:
—¿Te puedo hacer una foto usando mi mochila? ¿Te importaría? Es para promover mi marca de mochilas. Solo será un segundo. ¡Tu pelo es taaaan guaaaayyy!
—Sí. Sí me importaría —le digo, mientras recojo sus vasos sucios.
“Yo cobro por eso. De eso intento vivir”. Pienso decirle, pero me niego a invertir más saliva en ella.
“¿Cómo se atreve?”, leo en su rostro.
Al irme a vivir a New York en 2014, comencé un camino de autorreconocimiento. Cada vez que me llamaban a un casting para un personaje latinx me hacían ver que no entraba en esa caja tampoco. “You don’t look Latina”, decían los directores de casting. “Oh, but I fukin am Latina. America is not the US, nor the perception you have of us. Más pabajo de México vive gente, beibi”.
Es que de alguna manera esperaban que les llegara Selena y entonces aparecía yo, con mi afro, con mis rasgos mestizos y eso era ya un explote de confusión para ellos. Fue ahí cuando comencé a cuestionarme el modo en que soy percibida. Esa confusión que es el ser Caribe se manifiesta en mi persona de una forma brutal.
“Buscamos mujeres mulatas, pero que no tengan rasgos muy exagerados”. Cuando me llegó la convocatoria al casting de publi, casi tiro el cell por la ventana. Pero hice la siguiente mejor cosa: le escribí a mi agente por WhatsApp.
Hola. Por principios no quiero formar parte de ese casting.
Hola, guapa. Pero por qué? Porque son una compañía eléctrica?
La fukin ceguera.
Quiero escribir:
En cambio escribo:
No. Es solo que me parece racista.
Esa vez conseguí una disculpa de la directora de casting. Baby steps.
Cada vez que me siento a ver alguna serie en español, echo de menos verme, vernos. Y cuando tengo la suerte de dar con un material en el que hay algún personaje racializado, se me hace tan ajeno todo. Como si estuvieran hablando de otra gente. Casi siempre los conflictos son tan llanos. Como si no amáramos, como si no gozáramos, como si nuestra vida no pudiera ser más que sobrevivir, luchar. Sin más matices.
De minorías hablan, cuando deberían hablar de diversidad. Desde la diversidad. La representatividad empieza detrás de cámara. Empieza desde la soledad de la guionista. Solo cuando se nos dé espacio para escribir nuestras realidades, cuando estemos en el room no solo pa’ cubrir una cuota y tengamos voz y voto reales, estaremos más cerca de tener historias que conecten a un nivel profundo y auténtico, cojone’.
Estoy rabiosa, sí. Me sale espuma por la boca. Y por los dedos, hijoeputa fuego. Let’s burn esta pinga to the ground!
Pero asesino toda esta rabia en el agua hirviendo del té. Veo cómo flotan algunas de sus extremidades, sus órganos disolviéndose por el ácido del limón que insisto en meter cada mañana en la taza. Uno de esos gestos cotidianos.
Miro la hora en mi cell. Seis para las 11:00. En media hora tengo que estar en un plató del sur de Madrid para, una vez más, ser evaluada, juzgada.
Ensayo mi sonrisa comercial. Esa en la que no enseño todos y cada uno de mis dientes, como una loca. He perfeccionado el arte de la media sonrisa. La sequedad de esta ciudad hace que se me cuartee el labio inferior. Limpio con mi lengua la finísima línea roja. Un sabor a hierro inunda cada rincón de mi boca.
© Imagen de portada: Claudia Muñiz.
No es solo el mar quien nos devora
El avión esperando por mí en tierra y mi mente ya en Miami. En la llegada, la frase temida: “Me acojo a la Ley de Ajuste Cubano” pitando duro en mi cabeza, volviendo mantequilla derretida todas mis coyunturas.