Vicenta Ve

Noche oscura y tenebrosa,
Préstame tu claridad
Para seguirle los pasos
A una ingrata que se va
.

Chst… chst…, la piedra de la fosforera chasquea entre mis dedos. Destello azul-naranja, una candela. Olor a salvia quemada llenando mi cuartico con un hilo sinuoso de humo leve. 

Enciendo también una vela. Me perfumo la sien y la nuca, las raíces del pelo. Refresco la copa de agua. Miro a toda mi gente en el altar. Luz ámbar sobre blanco y negro. 

Abro la cajita de cuero que me encontré en esa calle de Lavapiés. No de las que bajan hacia la plaza, si no de las otras, las que cruzan. Agarro el pañuelo rojo donde viven mis cartas.

Desenvuelvo el pañuelo sobre la cama. Pienso en el día por delante. Intento concentrarme en esa imagen de algo que tiene solo unas horas de nacido. Barajo las cartas. Las corto en tres montoncitos una, dos, tres veces. Un poco ritual, un poco TOC. 

Sigo pensando en el día. Las corto una última vez. Sigo pensando. Escojo una. Sale mi número, el tres. La Emperatriz.

Tengo muy buena mano con las cartas, pero aún no sé el significado de todas de memoria. Googleo: ‘la emperatriz carta del tarot’.

La Emperatriz es un arquetipo del poder femenino. Ella es acuosa, difícil de entender, misteriosa, fértil y sexual. Ella augura una necesidad de estar en contacto con nuestro lado femenino, para escuchar a nuestra intuición y dar prioridad a nuestras emociones y pasiones.
Las cuantiosas granadas que decoran su larga túnica representan la fertilidad. Está rodeada de un frondoso y bello bosque de pinos, con un arroyo que lo recorre, señalando la fuerte conexión espiritual y emocional que La Emperatriz tiene con la vida y con la madre tierra.
Delante de ella hay un campo de trigo pleno, abundante, que indica prosperidad y la promesa de una cosecha fecunda.

Me paso por Facebook. Todavía lo hago para enterarme de lo que ocurre en Cuba por boca de la gente y, sobre todo, para quemar. Mi cora de hater pasiva se hincha con cada bretecito, con cada videíto de la actriz cubana de turno en Katapulk, con cada tiradera.

Veo mi foto en el story de mi madre. Todos los días una foto mía. Me conmueve esta rutina suya. Dos lagrimones pesados caen sobre el tablet. Se deslizan hacia abajo, dejando dos estrías pixeladas sobre la pantalla. La distancia es una cosa demasiado heavy.

Lleno de corazones el story de mi madre y sigo de largo. Trato de existir lo mejor que puedo fuera del mundo virtual. Y el día pasa.

Miro la hora en mi cell: 7:02 PM. He llegado antes pensando que llegaría tarde. Toca esperar. Siempre me toca esperar, es así. Hay un calor de agosto aunque es apenas principios de mayo. 

La calle Argumosa bien pudiera ser un círculo de fuego del infierno. Suerte de terraza a la sombra. Suerte de cava barata y fría. 

Mientras espero, organizo la noche con Juls en el chat de WhatsApp. Dónde nos veremos. A qué hora. Hay que llegar unos minutos antes si no queremos coger la película empezada.

Tac, tac…, me vuelvo para mirar de dónde viene el sonido. La descubro entonces doblando la esquina. Recorriendo con su bastón todas las texturas de la acera.

—¡Hola! ¡Estoy aquí! —le digo, para que pueda seguir mi voz y llegar hasta nuestra mesa.

En la medida en que se acerca puedo percibir su luz. De nuevo su luz. Tiene los párpados maquillados con una sombra azul eléctrico y detalles blanco perla. Un manchón de cielo en sus párpados. Los labios rojos rojos. Un poco de la sombra azul eléctrico se ha esparcido hasta su mejilla. Le digo.

—Imagínate, claro —sus palabras envueltas por una risa como de gorrioncito.

Le quito la sombra azul eléctrico de la mejilla. Miro su cara. La miro fijo como no haría con nadie. Me aprovecho de su ceguera para ser la persona impropia que casi nunca soy. 

Hablamos como si nos conociéramos de siempre. Con cada palabra, con cada nueva curva en la conversación, reafirmo que he tomado la decisión correcta al incluirla en el proyecto. ¿Será ella La Emperatriz?

No quiero despedirme, pero hay una película a la que asistir. 

Vicenta B. —le digo.

—¿Vicenta ve? —demasiada perfección esta mujer. 

Me despido y salgo corriendo a encontrarme con Juls. Cogemos el metro en Embajadores hasta Moncloa. Llegamos al cine con el tiempo justo para tomarnos una caña con Lechuga y el corrillo cubano que espera afuera. 

Entramos a la sala. Se apaga todo. Se enciende una vela en la pantalla. Las manos de una mujer negra la encienden. También ponen agua a sus muertos. Hacen una tirada de cartas en una consulta. La simetría de este día me resulta sobrecogedora.

El filme avanza lento, como un país que va hacia ninguna parte. Que da vueltas en círculo, sobreviviendo. Un país de calles vacías, donde los hijos se largan o se dan candela. Donde solo quedan viejos al final de la fiesta. Un país de salones enormes llenos de fantasmas que Vicenta ya no consigue ver. Con lo cual la soledad se multiplica, insoportable, por el infinito.

“Cuídate”, se le dice al hijo. A todos los hijos. Y a esperar una llamada desde Austin o Fort Lauderdale o South Beach. Pero esa llamada no es un hijo. Esa llamada, cuando termina, solo hace el silencio de la casa más denso.

Una muchacha mestiza en una crisis perrísima dice :“Miro para allá, miro para acá y siento que no hay nada para mí”. Y yo siento que el alma se me parte en mil millones de pedazos que quedan regados por ahí, quién sabe dónde. 

Una muchacha mestiza en crisis se da candela porque nada la motiva. En un país en el que nada te motiva, tienes dos opciones: el fuego o el exilio.

Todo esto para llegar a ella, finalmente: La Emperatriz, sus ojos. 

Hay algo en la mirada de Linet/Vicenta que no logro descifrar. Esa mirada, buscando una cosa que no está. Una cosa que se le ha ido a inicio de película. Un pedacito de ella por ahí haciendo una vida, o casi. Y ella, Linet/Vicenta, lo busca en una isla sin horizontes. ¿O es ella misma la isla, y lo que se le ha perdido entre sus propios horizontes es algo tan inasible como la fe? 

La película se me revela como un bolón de preguntas que rebotan contra una pared y vuelven sin respuesta clara. 

“¿Por qué los jóvenes hacen estas cosas?”, diría Vicenta. ¿Por qué una muchacha se daría candela?, me pregunto y lo primero que me llega es el abuso de poder. El abuso institucionalizado y mínimamente penado en un país macho. 

Quizá ese abuelo que finge estar postrado tiene la respuesta. Quizá ese abuelo no es solo abuelo, sino también padre y violador de la muchacha. Solo puedo intuir el horror.

Al salir de la sala, me encuentro con mis roomies. Uno de ellos dice: “Vicenta eres tú. Es Claudia”. Y sí, soy yo. Somos todas. Vicenta es una isla seca de llanto.

Ya en casa caigo en la cuenta de que acabo de ver una película sin catarsis. Que habla de la crisis de fe de todo un país. Una película todo el tiempo al borde de las lágrimas. Y es que en Cuba no hay catarsis posible. A cualquier asomo de catarsis, la respuesta es palo, tonfa, presidio.

Abro la sesión de notas del tablet. Intento escribir todo esto, pero el fondo negro me abruma, me entristece demasiado. 

Cierro la sesión de notas. Hoy, por primera vez en esta columna, voy a escribir en Word. Hoy necesito luz, toda la luz.




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Ray Veiro

Lo que yo hago solo puede hablar desde mi postura y desde esta me pregunto ¿cuál es el papel de las mujeres blancas y /o mestizas dentro de la lucha decolonial?