Como el humo de un cigarro

Atontado por el golpe. Fin de la inconsciencia. La herida en la frente. El pájaro roto. No hay mucho dolor. Te pesan las manos, te pesa tu cuerpo. Cuello agarrotado. Miembros rígidos. La mirada vidriosa, tu mirada vidriosa. Un zumbido persistente. Niebla. La sangre en tus ojos, tu ojo sobre el suelo. La sangre en el piso, en las pestañas.

Mareo. Miedo. Figuras fugaces, borrosas. Imágenes. Clara. Clara besándote, Clara mordiéndote, poseyéndote. Un recuerdo súbito, instantánea molestia, Katy en tu mente. Tú culpable. Katy olvidada. Clara moviéndose, Clara riendo. Tú azorado, tú violado, tú seducido, tú gozando, tú viniéndote. Clara sonriendo, Clara separándose. Tú abrazándola. Clara apartándote. Clara con el pájaro de porcelana antigua. Extraño regalo, sorprendente mujer. Un mal recuerdo. 

Tú cuando niño, tú en la escuela, tú que eras amanerado y tímido, que sufriste lo indecible en silencio, tragándote las lágrimas, la rabia, el miedo. Ellos murmurando, mofándose, el sustantivo odiado, pájaro. Un pájaro en tu mente, un pájaro cruel. Ellos gritando, pájaro; y las chicas riendo, pájaro; y los chicos riendo, pájaro; y el coro creciendo, pájaro; y los maestros sonriendo, pájaro; y tú huyendo, pájaro; y la rabia inútil, pájaro; y el miedo dañino, pájaro; y la impotencia cortante, pájaro; y un sabor agrio, pájaro; y los sentimientos ahogando, pájaro, en tu boca de niño, de niño tímido, de niño pájaro. Infiel ahora, infiel primerizo, infiel con Clara, con Clara desconocida, Clara divina, Clara brillante, Clara imposible, que alabó tu ponencia, que te agarra por el pelo, te levanta la cabeza y te mira a los ojos.

Imaginabas un pájaro blanco, un pájaro de leche dulzona, olvidado en la primaria, fantasma redivivo con Clara. “No sé por qué, vi este pájaro de porcelana en casa de un anticuario y pensé en ti, lo compré para regalártelo”. Pero este es rojo, rojo chillón, pero este te mira, Clara te mira.

Su mirada. Estupor. Su mirada tan fría. El pájaro en alto. El golpe. El pájaro. Pedazos cayendo. Rápido, todo fue muy rápido.

Un chispazo. El dolor repentino y violento. La cabeza te arde. La plenitud de la conciencia. Te duele la frente. Te duelen las muñecas. Estás atado, estás amordazado. ¿Dios mío qué pasa? “¡Katy, Clara! ¿Qué pasó?”

Gritas: un ronquido apagado. Te retuerces: una contorsión grotesca. Aumenta el mareo, crece el dolor, nace el terror. El mismo local, la misma casa del primo de Katy; el mismo silencio de una playa en invierno, los mismos familiares lugares de siempre. “¡Clara! ¿Dónde está Clara?” Parálisis. 

Eres cobarde ante el sufrimiento. Por eso estudiaste medicina, por eso te gusta Katy, por eso te tiempla, te mima Katy. Katy conocida, Katy colega, Katy maternal, Katy comprensiva. “¡KATY!” 

Pero ahora no importa, ahora no está, ahora tienes que hacer algo. ¡Moverte!, tienes que moverte. ¡Avisarle!, tienes que avisarle a Clara. Pero ella te golpeó, ella te amarró. “Dios mío, ¡Clara está loca!” Los restos del pájaro, te cortan los brazos. Tienes que moverte. ¡Tienes que hacer algo! ¡Por Dios, tienes que hacer algo!

Clara fuma Kent. Le gusta el diseño de la cajetilla, la suavidad de su color blanco con tenues líneas doradas, las letras azules, los ribetes refulgentes, el sabor. Desde que vivía en Cuba los fumaba. De adolescente observaba el humo ascendiendo hasta el techo, dibujando formas extravagantes; le parecía que se movían con su ánimo mientras oía sus primeros discos de rock. 

No fumaba siempre Kent, eran difíciles de conseguir, pero sí tabaco rubio. Le gustaban los cigarros rubios, le producían una sensación de libertad e independencia que sentía como la música en su alma; un ligero mareo que antes le alegraba, pero cada vez más es solo aislamiento en sí misma. Ahora no piensa, contempla las volutas, siente la levedad de ser.

El ruido del cuerpo arrastrándose la trae a la realidad. Fuma hecha un ovillo en un sillón frente a él, cubierta por una sábana y moviendo displicentemente un pie que sobresale. Se incorpora despacio, está desnuda.

“¿Qué es lo real?” La pregunta vuelve a torturarla como tantas veces. “¿Por qué hacerlo ahora? ¿Por qué no hacerlo? ¿Se lo digo? ¿Vale la pena hablar?” Sus pensamientos son chispazos contritos que trepanan su cerebro, sus movimientos son lánguidos como todo su cuerpo, como sus manos que agarran el pedazo de madera en una nube de movimientos y acciones, en una ondulante suavidad que paradójicamente la ensimisma más.

La ves. Desnuda, sublime, con su pelo tan rojo. La mujer de tus sueños, de tus sueños secretos, imposibles, onanistas. El sexo que nunca tuviste, que solo anhelaste. Es bella Clara. “¡No puede ser Clara! ¡Katy!” Katy no está. Katy no vendrá. Katy cuida a los niños. Katy te espera. Katy no sabe. Katy se esfumó de tu vida.

Acaricia la tranca. La tranca fina, redonda en sus puntas. La tranca de la puerta, la que siempre ponías por el pedido de Katy. Viene hacia ti y no ves su elegancia, no ves su belleza, no la ves deseable. Ves su mirada, su fría mirada; ves su cigarro y su cuerpo desnudo. No hay odio en su rostro, hay humo en la habitación. 

La escena es irreal. Te vuelve sin esfuerzo. Sientes el calor de sus manos, sus manos de cirujana, sus manos de artista, sus manos preciosas, acariciando tu frente, agarrando tu cuerpo, cogiendo la tranca, apretando la tranca que se levanta y tienes que estar soñando y no puede ser cierto y el descenso violento.

Estás sin aire. Los pórticos de la asfixia. No puedes gritar. El dolor te sacude. El dolor es tirano. La sangre en la boca. El segundo golpe. Lo ves venir, lo ves llegar, lo tratas de eludir.

El canto de la tranca.

El pánico es total. El pánico supera todo, todo lo vivido, todo lo soñado, todo lo temido. Te orinas. Casi no apesta.

La ves. Lo sientes. La ves y suplicas. Aprieta la tranca, la levanta de nuevo. No se apura. Te deja asimilarlo, te deja gozarlo, absorberlo, vivirlo en profundidad. Apunta a tu sexo. Sólida, rápida, eficiente. La carne se pliega. La mente no resiste. Oscuridad.

De nuevo conciencia. Dolor. Oleadas de dolor en tu cuerpo.

Náuseas. Náuseas interminables. Espanto. Carne luchando. Vértigo. Arqueadas. Un vómito. Proviene del alma. De esa alma tuya, bondadosa y mediocre, pero tuya y querida; de tu estómago, golpeado y revuelto, pero tuyo y querido; de tu cuerpo, lacerado e inmundo, pero tuyo y querido; de tus testículos, despachurrados y estériles, pero tuyos y queridos; de tu dolor, totalitario y ubicuo, pero tuyo y odiado. 

Surge incontenible, amargo y espeso, se incrusta en la mordaza, te atraganta, embarra y retorna al estómago. Viene de nuevo, te ahoga, sobre el dolor y la sangre y el espanto y la tranca que cae, la tranca martillo, la tranca que miras, que busca tus dientes, que apunta a tu boca, tu boca sensual, que no se resiste, que traga la tranca, que se hunde muy dócil, con crujido de dientes, de lengua, de carne. 

Tu boca abierta grotescamente, ya no más sensual, ya no más compañera correcta de tu rostro manso, de tu pelo cuidado, de tu expresión satisfecha, de tus ojos tranquilos siempre, enrojecidos ahora, expectantes, vivos como nunca ahora cuando la miran arrodillarse y tomarte por el pelo y mirarte a su vez y sonreír mientras viene el desmayo, neblinoso y laxo, gris, como el humo de un cigarro.

Hay frío y Clara tirita. Se sacude oyendo el bramido del viento y del mar cercano. Enciende otro Kent y suspira mirando el cuerpo desmayado a sus pies. Ese hombrecito que conoció hace dos días en un congreso estúpido, entre médicos necios y ponencias idiotas. 

El cuerpo que desea vivir y ella mata, pensando con cierta tristeza que no pasa nada, absolutamente nada, y esa nada es el único absoluto, el único valor hallado en su vida. El cuerpo de un mentecato que le tocó por compañero de asiento y le contó su sosa vida de médico satisfecho, ufano de su primer congreso internacional, que no sabía cómo estar a su lado y se sonrojaba ante sus halagos, incrédulo de su atención, probablemente homosexual reprimido y mal amante cierto. 

Le habló de Katy, la esposa industriosa, de sus hijos y planes. Sin embargo, le gustó su boca y sintió la tentación, aunque en el fondo era igual. Se aburría, él le contó de la casa en la playa y ella se le insinuó con delicadeza para no asustarlo.

El viento amainó. Fuma. El humo la rodea y eso le gusta. Se vuelve y camina lentamente. Regresa con un estuche de instrumentos de cirugía en una mano y el cigarro en la otra.

El escalpelo brilla en la luz. Extrae un par de pinzas y otros pequeños objetos. Limpios, muy limpios. El primer corte en la rodilla derecha, buscando el tendón, no produce reacción alguna. Corta un poco a ciegas por la sangre. No tiene cauterizador, pero su corte es preciso y la sangre es detenida con pinzas y algodones. 

Actúa con escrupulosidad, veloz. El tendón es un poco pálido para su gusto, piensa que armoniza con el resto del cuerpo y se sonríe. Hace un torniquete con una liga en el muslo y, sin moverse apenas, repite la operación en la otra rodilla. 

Desde que era alumna no picaba rodillas, pero sus conocimientos de anatomía son profundos. Fue la mejor estudiante y se sabe cirujana por esencia. A veces baja a la morgue y hace ella misma autopsias a pobres diablos sin familia, deteniéndose en cada nervio con la curiosidad de un médico renacentista.

Pasa a los brazos. El corte a la altura del antebrazo es exacto, pero el cuerpo se mueve y la línea se quiebra. El cuerpo palpita, es la nada que quebró su línea y ella es muy quisquillosa con los cortes. Tiene fama de no dejar cicatrices en sus operaciones. 

Lo mira. Apaga el cigarro en su frente. Le agarra el pelo, le levanta la cabeza y golpea con precisión en la base del occipital. El cuerpo queda inmóvil. La marca le recuerda el adorno de las hindúes, el tercer ojo, el centro de la visión astral. Opera. Las extremidades están desconectadas. Pica con el bisturí las ligaduras superfluas. Pero el cuerpo vive, se sacude de nuevo, no quiere morir. Clara lo sabe. Fuma y observa sus contorsiones.

La sangre gotea de sus manos y mancha el cigarro. Extraña sus guantes. El cuerpo palpita, pero no revive. Tendrá que reanimarlo.

Música. Quiere oír música. Brahms. La cuarta sinfonía de Brahms. ¿La traería? Sí, la trajo. El volumen alto, el ruido del mar escamoteado de su primacía, los primeros acordes. Otro cigarro, este impoluto, y la música llenándolo todo, bella, flotando en la habitación con resonancias desconocidas a la casa.

Mira el cuerpo, está a punto de caer en shock: sudoración, palidez, taquicardia, hipotensión. Se acaricia el pelo, se embarra de sangre, pero no le molesta; se estira, se estremece por el frío. Suspira. Busca una jeringuilla y tres ámpulas que prepara diestramente. Tararea los primeros compases del segundo movimiento y se arrodilla. Debía inyectar en la subclavia pero no tiene catéter. La femoral sirve igual.

La música se desenvuelve con la belleza de Brahms. Las formas de un encanto indiscutible para Clara. Adora el romanticismo de Brahms, la pasión alemana constreñida en una estructura perfecta, esa hondura de los sonidos que todavía la relaja, la transporta a un ensueño.

Observa el cuerpo. El regreso de la conciencia. Los músculos se contraen, los ojos se abren. Lo vuelve sin mucho esfuerzo. Toma la tranca. Busca el lado más fino. Le separa las piernas. Empuja. El esfínter cede sin apenas resistencia, la música es bella y cargada.

Lo logras intuir, la puedes sentir, al principio entra fácil, las contorsiones inútiles, menearse dañino, retorcerse inevitable, el dolor ilimitado, la tranca posesión. Horror, vives el horror. 

La sangre en tu interior, la tranca violando, los músculos crispados, las extremidades flácidas, la música que oyes, que increíblemente oyes por primera y última vez; el orine bajo tu cuerpo, los ojos desorbitados, los detalles de la habitación, la habitación familiar, conocida, inofensiva; el grito apagado, la mordaza que ahoga, las vísceras resistiéndose; Clara empujando, Clara mirando, Clara jadeando, el intestino un harapo; Clara que no puedes ver, que no quieres ver, que no te importa ver; acariciándose el pubis, metiéndose un dedo en la vagina, abriendo la boca, mordiéndose los labios, meneando la tranca; y las sacudidas imparables, la tranca que penetra, la sangre que brota; y Clara moviéndose, Clara lasciva, Clara que se viene, Clara que empuja, que empuja muy duro; tú que eres un aullido, apagado aullido de agonía, Clara que aúlla también, Clara gozando, la tranca que encuentra resistencia y sortea el obstáculo; los cuerpos moviéndose, los gritos comunes, la música de fondo, el frío olvidado, su boca abierta, sus gemidos sensuales, su orgasmo potente, la relajación post orgásmica, los últimos empujones, la tranca que se inmoviliza; el dedo cansado, la vagina satisfecha, el dedo húmedo, la piel sudada, la piel viscosa, la mano suave, cosquilleando las nalgas, los hombros, el cuerpo violado, la carne complacida.

Clara continúa jadeando un rato. Se para asqueada y va al baño. Baja el volumen de la música y el viento de nuevo se oye contrapunteándose con el bramido del mar.

El agua está helada. Grita y salta como una niña; maldice y se frota con fuerza hasta que el frío se marcha y el agua deja de agredirla.

El baño es largo, meticuloso. Siempre se baña cuidadosamente después de operar. Sobre todo, cuando la intervención fue fascinante, cuando le sedujo el cuerpo, el cerebro abierto, las conexiones de la mente, y no las reparó, no fue la más brillante, la hacedora de prodigios, la profesora admirada; fue perfecta en el daño, cuidadosa en el corte, exquisita en el detalle.

Recuerda los casos fallidos, las muertes intencionales. Una tarde de diciembre, tarde nórdica, hermosa y nostálgica. La mujer joven, bella en su inconsciencia, bella como una estatua perfecta. La familia llorando, confiada en su talento. “Sálvela, doctora. Por favor, sálvela”. 

Los instrumentos, el cuerpo sedado, respirando suave, los tubos de la boca, el equipo tenso, profesional, esperando sus órdenes. Tentación. Saber que no importa, que de todos modos morirá algún día, que no tiene sentido, que no pasa nada. 

La fascinación por la vida, o por la muerte, es lo mismo; la muchacha pálida, parecida a ella de adolescente. El cráneo fracturado, el coágulo en el cerebro, su precisión fenomenal, el corte equivocado, el corte que nadie nota, que ella realiza con idéntica parsimonia a sus grandes milagros. 

El paro, el desfibrilador, los saltos, la inyección en el corazón. El tiempo prudencial, la anestesióloga tocándola, la mirada comprensiva. Ella insistiendo en coser, el hilo entrando en la piel, esmerado, concienzudo. 

El apretón de manos, sus colegas serios, la familia desolada, el agua cayendo sobre su cuerpo, el frío en la calle y la gente leve y apurada, moviéndose en el tráfico de esa ciudad que amó aun antes de conocerla, que mira por el cristal de su auto mientras la música la envuelve y la niebla emboza las calles, confundiendo las gentes y los detalles en una melancólica asociación de colores y recuerdos que observa fumando, como si todo fuera vaho y vacío, como si el mundo existiera danzando sin propósito, bello y etéreo, como el humo de un cigarro.

Se viste deprisa, pero se maquilla meticulosamente. Va al auto y regresa con un tanque de combustible. Retira la tranca del cuerpo con cuidado para no ensuciarse. Va al baño y la limpia en la ducha. La coloca en su lugar. Abre la llave del gas y espera un rato hasta que el olor le molesta. Riega la gasolina por la habitación, especialmente sobre el cuerpo. 

Afuera, entre el frío y la inmensidad, respira profundamente y deja un sendero de gasolina de unos veinte metros; luego regresa y coloca el tanque entre las piernas abiertas. Tose, mira con detenimiento buscando posibles olvidos. Toma el disco, lo guarda, lo saca de nuevo y lo pone. Tararea un poco hasta que comienza a carraspear fuertemente y siente ardor en los ojos que le empiezan a llorar.

Avanza el auto hasta la carretera. La música se oye lejana, majestuosa. Piensa que es perfecta para la noche, como si una y otra estuviesen unidas por alguna red de misteriosas armonías. 

Tiembla de nuevo, se reprocha a sí misma por no haber dejado encendida la calefacción del auto. Desciende del auto, enciende un cigarro, aspira profundo, camina hasta el rastro de gasolina, se agacha y lo prende. Mira la llama correr hacia la casa y regresa al auto. 

La carretera está desierta. Hay neblina. El resplandor rojizo se va alejando en el retrovisor y desaparece al tomar una curva. Fuma tarareando a Brahms.

En el avión está con la misma ropa. Se reclina cómodamente y sueña. Piensa en imágenes vaporosas. ¿Por qué le gustan tanto los Kent? 

A su lado un hombre le sonríe. Responde a su sonrisa. Se siente tan lejos, tan lejos de todo. ¿Lo habría hecho si fuese más inteligente, si su boca no hubiese sido tan zonza? 

Probablemente sí, ella no es tan remilgada. En el fondo no importa gran cosa. 

Cierra los ojos y se adormece, debe terminar su trabajo al llegar. Tal vez la premien, tal vez se mate, tal vez ambas cosas; pero ya no piensa, flota en sí misma, vacía y leve, como el humo de un cigarro.




jhan-asher-poeta-poemas

Jhan Asher

Jhan Asher

“Pertenezco a la generación de los que no se equivocan, menudos ‘comepingas’”.






Print Friendly, PDF & Email
Sin comentarios aún

Deja una respuesta

Su dirección de correo electrónico no será publicada.