Apología del silencio

Yo debía inaugurar este espacio escribiendo sobre cultura miamense. Una crónica en que relatara nuestro viaje desde Kendall hasta la Pequeña Habana, en plena noche de sábado, para asistir a la presentación de varios libros: un poemario, una novela y lo que fuera el resto… I. R. al volante y yo en el asiento del pasajero, como en una película americana de los 70 (no lo digo por el auto). Ni I.R. ni yo conocíamos de antemano el lugar: era una especie de estudio fotográfico, en una céntrica esquina de Coral Way… Pero no. Mejor dejo esa historia para más adelante; cuando no tenga nada que escribir o cuando los demonios se hayan aplacado lo suficiente (suelen ponerse molestos y no es bueno provocarlos cuando están de mal talante).

La crónica de que hablo iba a resultar muy fácil. Demasiado fácil. Pero podría tener efectos secundarios. Tal vez me diera por usar una metáfora y decir que Miami es un páramo cultural o algo por el estilo. Uno no debe dejarse arrastrar; poner en blanco y negro lo primero que se le ocurra. Las cosas pueden salirse de control y luego no hay retroceso posible: Lo dijiste, Leo, no trates de tapar el sol con un dedo. Ya me ha mordido ese bicho. Además, siempre se puede soslayar lo que falta para enfocarse en lo que sobra: es una vieja técnica aprendida en Cuba.

Lo que no falta en Miami (no voy a cometer el pecado de decir que sobra) es un ansia irrefrenable de encontrar culpables. Denunciarlos. Enviarles cartas abiertas. Exponerlos en la picota pública. Parece un acertijo pero definir a los culpables es bastante simple: pueden ser intelectuales, artistas, escritores que por alguna incomprensible razón (para su inquisidor de turno) han decidido permanecer contra viento y marea en la Isla. Eso los convierte en cómplices y sobre ellos descenderá la furia exiliar, presta al regaño. El tono de la reprimenda varía según el grado de reconocimiento que el increpado pueda concitar más allá de círculos nacionales (en el Consejo Nacional de Artes Plásticas o la Unión de Escritores).

Nada tan cotidiano como encontrar artículos en los medios de Miami donde el autor da rienda suelta a una insatisfacción que, por lo reiterada, se va tornando genética. Debe ser algo relacionado con la evolución: quien no se adapta, perece. Son periodistas evolutivos. Lo que no evoluciona es el tema. ¿Viene un escritor a presentar un libro? Revisemos su hoja, oh, firmó una carta avalada por la UNEAC, merece que le halemos las orejas. ¿Viene un trovador? ¿No fue aquel que golpeó a una activista durante un acto de repudio? Repudiémosle ahora. Verdad que fue palabra contra palabra, pero nadie va a creer la de un oficialista, ¿o sí? Ah, pero si el escritor ganó un premio en España, si sus libros se venden en Barnes & Noble junto a los de Pérez-Reverte o Javier Marías, entonces la cosa es grave… A ver, ¿por qué lo invitan a eventos y a impartir conferencias en Estados Unidos? ¿Por qué no llevan mejor a un exiliado?

El interés que genera la obra de un creador cubano cuando vive dentro de la Isla suele levantar ronchas en determinados ámbitos de la emigración. Es un hecho. Algunos respetados articulistas llegan al colmo de afirmar que la literatura cubana (como el cine o la música) viajó sin pasaporte de vuelta y vive allende las fronteras insulares. Ellos tal vez cerraron las puertas de la biblioteca tras las muertes de Lezama o Virgilio (en Cuba) y de Severo Sarduy o Cabrera Infante (fuera de ella). Ignoran, a propósito, lo que ocurrió después. Lo que ocurre ahora mismo les importa un pito. ¿Será buena estrategia disfrazar la mediocridad con el siempre oportuno traje de los principios? Qué conveniente ahogar el talento con turbias mordazas ideológicas (de diferente material, por cierto, pero a la misma medida de las que sujetan lenguas en La Habana).

Hay quienes desde la comodidad de un condominio en Miami, con aire acondicionado e Internet de banda ancha, reprenden con dureza a sus colegas de la Isla por la falta de compromiso, por la ambigüedad de sus declaraciones. Sin mencionarlo de manera expresa, alguien alude a aquel narrador cubano con cierta notoriedad internacional; le reprocha que prefiera hablar sobre Paul Auster antes que sobre la dolorosa situación de su patria. ¿Qué molesta en realidad? ¿El éxito editorial o la respuesta escurridiza?

Se ha repetido demasiadas veces que el intelectual tiene una suerte de obligación moral vinculada a los destinos de la nación. No es cierto. Nietzsche o Marx no pueden responder por las aberraciones políticas que otros engendraron. Un tratado de filosofía no es un libelo. Un escritor, un artista, se debe a su propia obra. Expresar la opinión es un derecho inalienable y no hay argumento ético capaz de convencerme de que debe ejercitarse o no. Mucho más cuando quienes exigen, ni siquiera esbozaron en su oportunidad el gesto de rebeldía por el que ahora claman.

Hay en cierta narrativa cubana contemporánea (otro día voy a hablar de poesía) una suerte de voz oblicua, de silencio alternativo; una manera de tejer y destejer el texto, como capas de una imagen digital. Escritura subliminal; sentidos que se superponen. Desde los presupuestos del arte (nunca del panfleto). La historia de décadas habrá que consultarla en libros, antes que en periódicos y portales world wide web. Están por ahí, solo hay que echarles una ojeada. Muchos de esos libros —sin importar a quien disguste— fueron publicados en Cuba. Sus autores estaban allí (cuando despertó el dinosaurio). No se enteraron de la realidad en reportes de prensa independiente. A ellos, ¿les diremos qué decir y cuándo?

Entender a un compositor es tan sencillo como escuchar su música. A un escritor se le descifra en sus novelas, en sus cuentos, tanto como a un periodista en sus artículos. Dentro de un siglo o dos, si el planeta no perece como resultado de los fanatismos (políticos y religiosos), el calentamiento global o la invasión extraterrestre, créanme, nadie recordará silencios, incomprensiones, rencillas personales.

Solo perduran las palabras.

Si están bien escritas.