Llega un grupo de balseros y la periodista pregunta cuántos días pasaron en el mar. Ocho. Fueron ocho en total, le dicen. Los recogió un escampavía en un cayo cualquiera, no importa el nombre. La ley los ampara: pies secos, pies mojados. Tienen derecho a permanecer en los Estados Unidos y un año después solicitar la residencia permanente. Huyen de la tiranía castrista y la reportera trata de probarlo con una pregunta simple: ¿Qué los llevó a salir de Cuba? Algunos miran con aburrimiento, no dan muestras de entender. El que parece más joven se adelanta. En mi caso, yo espero cumplir mi sueño, tener una vida mejor, ayudar a mis padres. Sí, pero, ¿por qué saliste? ¿En busca de libertad?
Hace menos de un mes devolvieron a cuatro cubanos que se refugiaron en un faro. Es decir, eran como veinte, pero solo repatriaron a cuatro. El resto fue capaz de demostrar un miedo creíble a la represión si regresaban a la Isla. La pregunta no es a qué le temen, sino a qué no le temen los que fueron deportados. Uno de ellos escribió una carta y la echó al mar dentro de una botella. Como en la canción de Police, I hope that someone gets my message in a bottle. Llegó a manos de un fiscal, no importa cómo. S.O.S. errante evita deportación de cubanos. Salió en la prensa.
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—No se van en serio —nos mira directo a los ojos y hace una especie de mueca—. En mi época no podías ni escribirle a la familia, porque le creabas un problema. ¿Qué tiempo hace que llegaron de Cuba?
Tengo ganas de preguntarle si trabaja en Inmigración, pero no hay que ponerse pesado. Solo queríamos probar el pastelón de pollo, como nos recomendó Rodolfo. Exquisito, el pastelón de pollo. Pedí uno completo para llevarlo a casa.
El anciano nos vio entrar, acercarnos al mostrador, aspirar el aroma de los pasteles y luego buscar una mesa.
—Se ve que llegaron hace poco.
—Cinco años —le digo. Exagero a propósito.
—¿Cómo dejaron aquello?
—¿Aquello?
—La Habana, que si está muy jodida.
—Muy jodida.
—A mi familia le expropiaron un central.
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Me invitan a una galería de arte y me encuentro con un viejo periodista cubano. Me presenta a sus amigos, un par de artistas que han traído sus obras. Reproducciones de cuadros famosos, instalación, acuarelas. Puedes encontrar cualquier cosa. La galería no es una galería, sino la casa de alguien convertida en galería. Tiene un portal (no todas las casas en la Pequeña Habana tienen portal), sala, comedor, dos o tres cuartos, baño… La dueña de la casa (es decir, la dueña de la galería) se ha replegado a una de las habitaciones posteriores. La cocina sobrevive, por supuesto. Puedes pedir lo que desees: sodas, vinos, chocolates. Tal vez alguien prepare cenas, desayunos, cuando la galería deja de funcionar como galería y se convierte en casa (cual Cenicienta de la plástica).
Estuvimos mirando las pinturas, el periodista y yo. Conversando de los viejos tiempos (en realidad sus tiempos son más viejos que los míos, pero la distancia lo equipara todo). ¿Te acuerdas de Fulano? Zutano viene de visita. Coño, avísame, quiero verlo. Luego hablamos de Castro. Los cubanos siempre hablamos de Castro (cuando estamos en Miami). Lo hacemos en voz alta, no nos importa. En La Habana hacíamos lo mismo de Fidel, pero en voz baja. ¿Se morirá algún día? El viejo periodista no lo sabe. Yo tampoco.
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Una ex trovadora que ahora también es periodista aprovecha su programa de televisión para promover los viernes culturales. La gente dice que en esta ciudad no hay adónde ir, pero solo les interesa la playa. Se lamenta. Llega el fin de semana y se van a las playas. En Europa todos viven en la calle. En Miami no salen de sus casas. Compran grandes televisores y juegos de video. No se apartan de la pantalla o de la barbacoa en el patio y la cerveza. ¿Por qué no se dan un salto por la Pequeña Habana? Hay que defender lo que es de uno. Nos quitaron a Cuba, dice. Nos quitarán la Pequeña Habana si Brickell continúa creciendo.
Los viernes culturales se hacen con enorme esfuerzo, vienen muchos extranjeros. Hace poco un emprendedor abrió un bar/galería. O una galería/bar, no estoy seguro. La ex trovadora que ahora también es periodista dice que aquello tiene un estilo muy francés, que la pasó muy bien e invita a todos los televidentes a que asistan a la inauguración de su propia sala. El próximo viernes cultural (o el otro).
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Este amigo tiene una peña X y la promociona en Facebook (como todo el mundo). El amigo va a cantar unos boleros, recitar un monólogo. Era un actor conocido en Cuba. No tan conocido, pero cantaba en las peñas Y o Z y lo invitaban a la televisión de vez en cuando. Quiere grabar un disco. Traje los arreglos, me comenta. Solo tengo que cuadrar lo del estudio y conseguir un par de músicos. Tal vez un pianista. El amigo escoge una fecha ideal para la peña. Un viernes cultural, se sobreentiende. Calle ocho, nueve de la noche. La gente sale a dar una vuelta. A cualquiera le vendría bien escuchar un par de boleros. No estoy tan seguro. Se lo digo. Nos cansamos de esperar y terminamos bebiendo cervezas, pero no en el bar/galería (o galería/bar), donde los precios sobrepasan la holgura de nuestros modestos bolsillos. Eres un ave de mal agüero, Leo, la próxima vez no te aviso. Mi amigo ni siquiera está molesto.
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Es que ustedes van a los lugares equivocados. (El viejo tiene la mirada extraña.) La verdadera cultura del exilio está en el Versailles. Aquí se reunían los conspiradores en los años sesenta (después comprobé que el dato era inexacto, porque el restaurante abrió sus puertas en 1971). Aquí hacían sus peñas, trazaban planes, diseñaban estrategias para desembarcar en Cuba. Hay una placa conmemorativa, miren. Aquí vienen los periodistas cada vez que muere Castro. ¿Probaron el pastelón de pollo? La gente se aglomera junto a la ventana, piden cafés, cigarros. El mejor cortadito de Miami, lo hacen con leche evaporada. Las croquetas. La cultura cubana es un almuerzo aplazado al que siempre le faltan comensales. En el Hurón Azul o en el Versailles. A veces sacan la aplanadora, sobre todo cuando vienen artistas indeseables. Rompen montones de discos y auguran un final apocalíptico para la dictadura.
No hay mucho de cultural en ello, le digo. ¿O sí?
Oh, sí. Es parte de nuestra idiosincrasia. Los cubanos somos unos protestones, je. Pero aquí es mejor, ¿verdad?
Aquí es mejor. Viejo desagradable, ¿será de Inmigración? A ver, ¿cuándo vinieron ustedes? En la UNEAC no tendrían ni para pagarse una cerveza.
Soy, me pienso y hablo como homosexual negro
A los 15 años supe que, desde el punto de vista político, ser homosexual negro era considerado un pecado nefando. Comprendí que, como homosexual negro, estaba condenado a una doble soledad, y que si decidía vivir como tal en una sociedad tan homofóbica, era preciso negociar mi entrada al mundo del homosexual blanco.