Humor nómada

Nunca creí que iba acordarme de estas cosas, pero cuando estaba en la Secundaria era normal que te captaran para algo. Estabas expuesto al peligro de los Camilitos, si tus padres consideraban que un estricto régimen disciplinario era lo ideal para enderezarte. Podían ofrecerte una Escuela de Pesca o algo por el estilo —se llamaba “Andrés González Lines”— y hasta recuerdo el caso de un compañero de aula que hizo pruebas de aptitud para especializarse en la construcción de baterías (me refiero al instrumento de percusión, por supuesto).

Sin embargo, la amenaza mayor era el Pedagógico. No hablo de los Institutos Superiores que se crearon en La Habana y otras capitales de provincia (“Félix Varela”, “Enrique José Varona”, etc.) Yo digo el Destacamento. El Destacamento Pedagógico “Manuel Ascunce Domenech”. Te lo proponían durante el décimo grado (sobre todo si eras un estudiante de bajo rendimiento) y si aceptabas te entregaban una camiseta (un t-shirt, diríamos ahora) con la imagen del mártir alfabetizador en el pecho. Algunos se sentían orgullosos.

No fui la excepción. Yo era de lo peorcito en la “José Martí”. Llevaba arrastre de Matemáticas (cuando en Cuba se podía llevar arrastres) y mis profesores daban por hecho que un alumno tan malo no vacilaría en dar el paso al frente. Contra todos los pronósticos, dije que no. Enviaron a todo el que pudieron para tratar de convencerme. Pero mi respuesta era definitiva: no quería ser maestro. Punto.

De los que se fueron, nadie sabe.

Años más tarde, casi todos los flamantes miembros del Destacamento (los que yo conozco) abandonaron una profesión por la que jamás sintieron vocación alguna. Muchos de ellos continuaron estudios y se licenciaron en algo. Luego emigraron y los que permanecen en Cuba se dedican a la cría de cerdos, a conducir un bicitaxi o a revender lo primero que les caiga en la mano.

De los que se fueron, nadie sabe.

Entonces sintonizo un programa de televisión en Miami y el conductor conversa con aquel humorista llegado de la Isla. El tipo viene cada cierto tiempo (como va siendo habitual), hace un dinerito por la izquierda y luego regresa. Lo normal. Pero esta vez el viejo amigo ha preparado un contrato. Le muestra una y otra vez el documento, colocado al descuido en un extremo de la mesa.

Me vas a buscar un problema, repite una y otra vez el humorista. Ambos ríen. Mira que si me quedo, una parte de la familia me mata. Si no me quedo, me mata la otra parte. Esta vez sueltan la carcajada.

El humorista menciona el tamaño de los churrascos que ha comido durante las últimas semanas. Cuenta que anduvo por Texas, que se presenta en un centro nocturno de Hialeah y da el teléfono para que la gente reserve. No se lo pierdan, caballero. Finalmente anuncia que se marcha. Me deprime decirlo, pero regreso a Cuba.

Tal vez sentí lo mismo la mañana en que rechacé el Destacamento. Deprimirse puede ser la cosa más natural del mundo.

Cada vez viene más gente y se queda menos gente.

El fenómeno, en tanto reiterativo, se torna interesante. Cada vez viene más gente y se queda menos gente. Me refiero a los artistas, no a los cubanos sin talento para entretener a sus semejantes. Algunos consiguen visas por hasta cinco años, al calor de un esquema de intercambio cultural que fluye en un solo sentido, pero fluye.

En el caso de los humoristas, se ha vuelto cotidiano. No voy a hacerles el comercial y mencionarlos por sus nombres y apellidos, pero su omnipresencia es un hecho en la deficitaria programación televisiva de la Ciudad del Sol.

Las viejas generaciones de emigrados palidecen de espanto. No pueden ni sonreír con el sketch del pan y la libreta de abastecimiento. Pero quienes llegaron en las últimas décadas se sienten muy a gusto. En las pantallas de sus televisores recuperan a la Cuba que dejaron atrás y hasta pueden costearse la salida perfecta: platos suculentos y chistes cubanísimos en cualquier restaurante de esquina.

Para el humorista itinerante es casi el paraíso. Viaje cada seis meses. Estancia de un par de ellos en Miami y una retribución que allí no alcanzaría ni para pagar la renta, pero en La Habana…

Otro asunto es la disquisición estética (incluso política). Los resortes que disparan la risa en un teatro habanero pueden no funcionar en el Trail o Casa Panza. Las estrellas de cierto programa estelar de la Televisión Cubana pasan sin pena ni gloria por los escenarios miamenses.

No basta con sugerir: hay que provocar. Nada de sutilezas: flecha directa al corazón del régimen.

El motivo es obvio. En la llamada capital del exilio hace falta algo más que un chiste inteligente para arrancar el aplauso. No basta con sugerir: hay que provocar. Nada de sutilezas: flecha directa al corazón del régimen. Deshojar la margarita en público: me quedo, no me quedo.

La estrategia funcionó durante meses para un afamado comediante en un espacio feliz (de cuyos nombres —el show y el personaje— no tengo ganas de acordarme). Pero tanto da el cántaro a la fuente hasta que se rompe. En algún momento —y por alguna razón desconocida— se esfumó del mapa continental y reapareció en la Isla, donde ni siquiera sé si recuperó el horario estelar que ostentaba en la parrilla de Cubavisión. Entre sus mayores “atrevimientos” estuvo el de enviar a Cuba una réplica de la Estatua de la Libertad, para decorar la sede del Comité Municipal del Partido Comunista en un apartado pueblito de provincia (aplausos atronadores).

Tengo pendiente la tarea de averiguar qué ocurrió con el humorista tras su retorno a suelo patrio. Tal vez nada. Puede que aterrice en Miami dentro de dos semanas y reedite el lamentable espectáculo de arrancar pétalos con fingida incertidumbre ante las cámaras.

¿Habrá nuevos ofrecimientos?

¿Dará un paso al frente para ingresar en el Destacamento?