En 1995, Jacques Derrida publicó Mal d’Archive. Une Impression Freudienne, un libro en que el filósofo francés disertó sobre la naturaleza del archivo. Derrida propuso una nueva visión que conminaba a pensar el archivo, no como simple repositorio para el pasado, sino como un espacio no siempre físico, conectado al poder y al control. El libro se tradujo al español como Mal de archivo. La versión en inglés, en cambio, tenía un título más sugerente, Archive Fever (fiebre de archivo). Así he querido titular esta columna que gentilmente me ha propuesto Hypermedia Magazine.
Durante años me he dedicado a investigar sobre Cuba. Como un monje de clausura he pasado horas incontables en archivos y bibliotecas. El resultado de ese esfuerzo intelectual ha sido publicado en varios libros y artículos. De un archivo siempre sobreviven restos, remnants, que se quedaron fuera. Hypermedia me ha animado a manosearlos nuevamente y darles una nueva vida. Aquí, voy a compartir algunos de esos restos que forman parte de mis búsquedas e itinerarios.
Empezamos…
Dicen que la década de 1920 fue una suerte de belle époque de la cultura cubana republicana, por los espacios y debates que se generaron. En el campo de la prensa y el diseño, por ejemplo, periódicos como La Semana, las revistas Social y Carteles revolucionaron la esfera pública. Las flappers y las pinups de Conrado Walter Massaguer le daban a estas publicaciones toques de vanguardia y futuridad.
Los magazines se convirtieron de alguna manera en las plataformas del proyecto nacionalista, civilizatorio y modernizador de los intelectuales cubanos. Allí circulaban los principales debates científicos y estéticos. Al tiempo que criticaban la injerencia estadounidense en la Isla y las prácticas extranjerizantes de pepillitos y garzonas, se fustigaba el provincianismo moralizador de la clase política.
En mi libro Del otro lado del espejo (2006), explicaba que la campaña higiénica que se lanzó en 1928 contra el pepillismo y el garzonismo estaba orientada a criticar a través de la moda, configuraciones de género y estilos de vida que se consideraban poco viriles y antinacionales. Los pepillos eran representados como unos holgazanes, degenerados que contrastaban con el ideal del hombre sano y trabajador al que aspiraba la nueva sociedad. Hay que tomar en cuenta que la homosexualidad estaba a punto de convertirse en una categoría científica y política. Es posible que esos debates hayan llegado a Cuba a través de México, porque en 1924, una campaña similar se había lanzado contra los fifís y las pelonas desde el periódico El Universal Gráfico.
Portada del periódico La Semana del 4 de julio de 1928.
La cruzada que inició Sergio Carbó en La Semana fue replicada por el propio Massaguer, Mariblanca Sabas Alomá y Emilio Roig de Leuchsenring en Carteles. Los pepillitos fueron ridiculizados hasta en la sección de música de la publicación, a cargo de Esteban Peña Morell. El compositor compartía con los lectores las partituras de las piezas musicales que más sonaban en la calle y en el teatro. En noviembre de 1928, publicó “Los inconfundibles”, un son sobre los pepillitos, que estaba muy de moda. Gracias a la colaboración de la colega y amiga Eliana Rivero, los lectores podrán tener una idea de cómo sonaba. No dejen de escucharlo.
Partitura y letra de “Los inconfundibles”, publicada en Carteles el 25 de noviembre de 1928.
En Carteles se hablaba, entre otras cosas, de sufragismo femenino y del derecho de las prostitutas a un trato digno. “Esas también son cubanas”, se aclaraba. En una ocasión se propuso, incluso, boicotear las tiendas Ten-Cents, por el trato que recibían las trabajadoras en esos establecimientos.
En la revista también se conversaba de literatura, de teatro y de cine. Varios editoriales ridiculizaron a los inspectores de la “Comisión Revisadora de Películas Cinematográficas”, creada para restaurar la moral, las “buenas costumbres” y proteger a la infancia y a la juventud. Los inspectores llegaban a los teatros y cines y ponían multas o censuraban películas que atentaran contra el “pudor” público. Las escenas de besos o desnudos eran consideradas escandalosas. A pesar de los esfuerzos, el gobierno no pudo impedir que La Habana se convirtiera en un gran estudio de filmación para el cine porno, sobre ese archivo habrá que hablar en otro momento.
Caricatura de Walter Conrado Massaguer en la que se critica y ridiculiza a los inspectores de La Habana, empeñados en censurar el desnudo en el teatro. Carteles, julio de 1924.
Entonces, el cabaret y el charleston estaban de moda. El cine se popularizaba y en La Habana se abrieron algunas salas. El Marcot, ubicado en el Paseo de Martí entre Trocadero y Colón, era el “más chic” de la ciudad. El Fausto, manejado por la compañía Caribbean Films, se promocionaba como un “cine elegante al aire libre, con películas americanas y europeas”. El Rialto, emplazado entre las calles Neptuno y Consulado, era “un nuevo cine de lujo para familias”. Además, estaban el Miramar Garden (Paseo de Martí y Avenida de la República), el Maxim (Paseo de Martí y Ánimas), entre otros.
Sin embargo, el teatro seguía siendo la principal atracción para las clases medias. Se decía que el Alhambra, uno de los más concurridos y populares, era un “termómetro” de la sociedad. Dirigido por Regino López y Federico Villoch, el Alhambra fue conocido por sus sainetes políticos y espectáculos costumbristas de crítica social. Por esas tablas y escenarios pasaron Emilia Benito, Blanquita Becerra, Adolfo Otero, Consuelo Portela (La Chelito), Amalia Sorg, Gustavo Robreño, Agustín Rodríguez, Manuel Mas, Sergio Acebal, entre otros.
El Alhambra era un teatro para hombres solos. Sin embargo, a mediados de los años veinte ya el “déshabille” de la Chelito buscándose la pulga, no producía en el público los mismos efectos erógenos de una década atrás cuando era la estrella del Molino Rojo. Algunos intelectuales comentaron que las producciones del Alhambra y otros teatros locales eran demasiado provincianas, aburridas y mediocres. Pero en diciembre de 1924 cambió la historia, cuando llegó a La Habana una compañía del teatro Bataclán de París. Dicen que después de las funciones del Bataclán en el Teatro Nacional, el Alhambra se calentó y rompió definitivamente con los esquemas y las barreras del pudor.
A diferencia del Alhambra que se desplomó en 1935, el Bataclán de París ha sobrevivido hasta hoy. Situado en el bulevar Voltaire, fue diseñado en 1864 por el arquitecto Charles Duval y por mucho tiempo se dedicó a la representación de vodeviles, revistas de variedades y conciertos. En la década de los sesenta del siglo XX, se convirtió en un escenario para el rock and roll. Recientemente, el lugar vivió momentos trágicos. El 13 de noviembre del 2015, durante la presentación de la banda Eagles of Death Metal, radicales islámicos entraron con armas automáticas Kalashnikov y abrieron fuego contra los asistentes.
Así anunciaba la revista Social en diciembre de 1924, la presencia del Bataclán de París en La Habana.
Página de la revista Carteles de enero de 1925, en la que se reseñaba la presencia de la compañía del Bataclán de París en La Habana.
Al frente de la compañía que fue a La Habana a fines de 1924 estaba madame Rasimi, una francesa con experiencia en producciones pomposas y costosas. En los espectáculos participaron también artistas nacionales, entre ellas, Tessie Moreno que acaparó no pocos titulares. El Bataclán de París fue anunciado por todo lo alto por las principales publicaciones. Carteles le dio amplia cobertura. En la sección de música se publicó la partitura y la letra de “Ose Anna”, uno de los éxitos de la compañía que el lector también puede escuchar aquí.
Los espectáculos causaron gran escándalo entre sectores moralistas. El desnudo, un código artístico y estético que madame Rasimi utilizaba con total naturalidad, incomodó a unos cuantos. En la columna de opinión “Habladurías” de Carteles, Emilio Roig de Leuchsenring que firmaba con el seudónimo “El curioso parlanchín”, tuvo que salir a defender los streap-tease de las bailarinas. “—¡Qué indecente! Se necesita ser una mujer muy descarada para exhibirse así en público!, comentó una dama en una función. ¡—No señora, lo que se necesita tener es muy bellas formas!”, le contestó Roig de Leuchsenring.
De acuerdo con el periodista, la belleza y la juventud de las actrices y bailarinas del Bataclán, contrastaban enormemente con el “grosero desnudo de ancianas y obesas artistas de algún teatro para hombres solos”. En lo que parece una crítica al Alhambra, Roig de Leuchsenring aprovechó para disertar sobre el desnudo que asoció con lo “bello”. Esa noción terminó por imponerse en el campo cultural cubano como un valor normativo. Como se sabe, el canon de belleza estaba asociado a cuerpos blancos y estilizados. Los “negritos” en el teatro bufo, por ejemplo, eran representados por actores blancos a través de lo que se conoce como blackface, muy criticado recientemente porque se considera racista y decadente.
Caricatura de Gustavo Botet publicada en Carteles en enero de 1925.
Para los intelectuales cubanos de la década de 1920, el desnudo estaba relacionado a prácticas cosmopolitas y civilizatorias. En las modelos y actrices se depositaron muchas de las fantasías nacionalistas. Así, el cuerpo se convirtió en un sitio de imaginación y de gestión de la modernidad. La naturalización del desnudo en la esfera pública estaba orientado, explicaban, a la creación de una mentalidad “sana” y no morbosa ni perversa.
Foto de Joaquín Blez Marcé publicada en Carteles en julio de 1927.
De ahí que no resulta extraño que Carteles y Social promovieran el desnudo en el mundo de las artes visuales, como la pintura y la fotografía, aunque con una visión paternalista y masculina, también blanca. En las páginas interiores eran usuales los desnudos femeninos de Joaquín Blez Marcé (Blez) o Aladar Hajdú (Rembrandt). En ocasiones, las fotos de Blez se utilizaban para la publicidad de gaseosas. “Maltina ‘Tívoli’: Vigor, Nutrición y Belleza”, se lee al pie de una de las imágenes. Los desnudos también se utilizaron en la industria del tabaco. La fábrica “Trinidad & Hermanos”, se hizo famosa con sus álbumes de colección de postales eróticas.
Compañías como el Bataclán de París o la de Ziegfeld Follies de Broadway que también estuvo en La Habana por esos años, sirvieron para crear una nueva escena con otra velocidad, con otro tempo. También para modelar un nuevo tipo de espectador que estuviera familiarizado con el cuerpo y los discursos científicos de la sexualidad, que ya circulaban con cierta fluidez, al menos en los predios de la ciudad letrada. El Bataclán de París tuvo tanto éxito, que la compañía siguió presentándose en Cuba por algunos años. Esta historia tiene una saga muy interesante y sorprendente. Sobre eso hablaré en la próxima entrega.