Las exhumaciones de Fidel Castro. Necrofilia y necropolítica

Muerto, Fidel Castro está muerto, pero la propaganda oficial no parece haberse enterado. Han pasado algunos años del deceso; sin embargo, aún circulan en los medios y lenguajes públicos los mensajes vacíos que se utilizaron en su entierro: “Yo soy Fidel”, “Esta calle es de Fidel” o Viva Fidel”. Castro es una suerte de muerto-vivo que las autoridades exhuman en cada crisis de legitimidad. El cuerpo del muerto es el capital simbólico y político de un régimen que se ha debilitado profundamente. En ocasiones, es un espectro que acompaña las acciones violentas organizadas por la Seguridad del Estado contra miembros de la sociedad civil. Las turbas visten pulóveres con su imagen o entonan consignas con su nombre.  

En su cuenta de Twitter, Miguel Díaz-Canel utiliza constantemente fragmentos de discursos del occiso, como si fueran salmos religiosos. Castro es quien habla desde ultratumba; el actual presidente no tiene voz propia, por eso se posiciona desde la continuidad y la inercia. Las exhumaciones del dictador recuerdan ciertas liturgias ortodoxas. En algunas regiones de Grecia, por ejemplo, los religiosos exhuman con frecuencia a sus muertos más notables, los desentierran, lavan sus huesos y los vuelven a enterrar con una ceremonia.

Mientras se empeña en mantener vivo a un muerto y se gastan millones de dólares en propaganda, el régimen cubano ejerce lo que Achille Mbembe ha llamado “necropoder” o “necropolítica”. Esa noción está orientada a explicar los modos en que un tipo específico de poder somete a los individuos a tales condiciones de vida que terminan por convertirse en zombies (living dead)[1]. Aunque uno de los escenarios que Mbembe utiliza para desarrollar su argumento es Palestina, Cuba también encajaría en el análisis. Cuando la política se considera una forma de guerra, advierte el estudioso, inmediatamente surge una pregunta: ¿Qué lugar se le da a la vida, a la muerte y al cuerpo humano en ese poder?[2]

La política del cuerpo muerto no es nueva en Cuba. La Revolución fue también un proyecto necrofílico. Desde 1959, a la mayoría de las instituciones y calles del país les fue asignado el nombre de un mártir. De este modo se construía una nueva tradición, que rompía simbólicamente con el pasado republicano, y se imponía lo que Elizabeth Freeman ha llamado “crononormatividad”. Se trata de una estrategia ideológica encaminada a que el tiempo se use como dispositivo de control, para organizar cuerpos humanos.[3]


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Esta técnica fue muy común en los regímenes comunistas que, como se sabe, tenían aspiraciones ingenieriles. Sus comisarios aseguraban que era posible fundir el hombre nuevo, cambiar el cauce de los ríos y hasta acelerar el tiempo histórico. Los “saltos adelante” de Mao Zedong y sus cien millones de toneladas de acero en China, y los diez millones de toneladas de azúcar de Fidel Castro, para llegar por decreto al futuro luminoso, son solo un par de ejemplos.

El control del tiempo nacional también se produjo través del nombramiento de los años. Para los cubanos, 1959 fue el “Año de la Liberación”; 1960, el “Año de la Reforma Agraria”; 1961, el “Año de la Educación”, y así sucesivamente hasta la actualidad. En ese proceso se produjo también la eliminación de los días festivos (holidays) tradicionales, como Semana Santa o Navidades. Esas festividades fueron reemplazadas poco a poco por celebraciones alegóricas a la Revolución.

La cronormatividad también está conectada al derribo y el levantamiento de estatuas. Estas figuras son espacios simbólicos de entierros y exhumación. Lo explico. En 1959, el gobierno revolucionario decretó una cruzada contra las estatuas presidenciales en todo el país. El único monumento que no pudieron derribar fue el de José Miguel Gómez: era demasiado grande. Cuando no quedó una estatua con cabeza, se construyeron otras, asociadas a la ideología y épica revolucionaria. De este modo, los cuerpos de bronce o concreto de ciertos muertos resucitaban y cobraban vida en el espacio político.

Consciente quizás de la catástrofe de su legado: un país empobrecido y como salido de una posguerra, Fidel Castro ordenó, antes de morir en noviembre de 2016, que no se erigieran estatuas ni monumentos con su imagen. Se anticipó a la iconoclastia posrevolucionaria, a los vándalos que, como en Ucrania u otros sitios de Europa del Este, derribaron las estatuas de Lenin, Stalin y otros monumentos comunistas.

El derribo de esas estructuras en aquellos países tuvo un carácter de ejecución pública. Una vez que estos cuerpos de bronce fueron desmembrados, los camiones los paseaban por las ciudades para enterrarlos para siempre. En Mongolia, cuenta Katherine Verdery, había una inmensa estatua de Stalin que fue destruida, y los pobladores del lugar vaciaban jarros de leche donde estaba el pedestal. Creían que con ese ritual alejaban el espíritu maligno del dictador, para que no regresara jamás.[4]

En Cuba existen otros espacios para las exhumaciones de Fidel Castro; uno de ellos es la necrotrova. Se trata de un género cuyo principal exponente es el cantautor Raúl Torres, y está orientado a la construcción de ficciones que no tienen otro fin que controlar los afectos y las emociones de la gente. La necrotrova está asociada a la inmortalidad del muerto-vivo, que se representa por lo general como un padre o un abuelo, para que pueda conectar con las nuevas generaciones.

Recientemente, Torres hizo nuevamente el ridículo con una canción que trató de responder al fenómeno global “Patria y Vida”. Hace algún tiempo, el crítico Gilberto Padilla le dio un buen consejo al también autor de “Candil de Nieve”, pero Torres no lo escuchó.

Raúl, tienes que parar. Fidel Castro se fue, está muerto, muerto.




Notas:
[1] Para desarrollar su idea sobre la “necropolítica”, Mbembe parte de categoría de “biopoder” cuya función es separar a los deben vivir y los que deben morir.
[2] Achille Mbembe, Necropolitics, Duke University Press, Durham, 2019, p.66.
[3] Elizabeth Freeman: Time Binds: Queer Temporalities, Queer Histories, Duke University Press Durham and London, 2010, p. 3.
[4] Katherine Verdery: The Political Lives of Dead Bodies, Columbia University Press, New York, 2000, p. 232.




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