Mierda de mercado navideño



Un tenderete tras otro a lo largo de la avenida, que va subiendo con mucha calma hacia los pinares y las malezas del monte Vedat (que no Nuevo Vedat, aquella otra maleza que dejé en La Habana). 

Caseticas con cierta pinta de bohío. Un surco. Por algo a estos suburbios inundables les llaman la Huerta Sur.

El polvo soporífero de Albacete te sopla ya en la nuca. El glamur de Alicante todavía está un poco lejos.

En realidad, la palabra aquí es “mercadillo”, pero “mercado” huele todavía a como a futuro y a entrepreneurship. Por aquí anda el aura que se le perdió a Walter Benjamin.

Y hablando de auras. 

Tiñosas jóvenes.

Posadas en los bancos, en bandadas de cuatro o de cinco. Aparentan la misma edad: las últimas plumas de la adolescencia. Todas morenas y con outfits similares, uñas de cincuenta centímetros, el pelo lacio o queratinado, tan largo y oscuro y brilloso como las pestañas. 

Indistinguibles, como cuervos. 

Alguna que otra gitana.

Paso distraídamente frente a la oferta de quesos y embutidos home-made, “orgánicos” pero de verdad, sin mis maliciosas comillas. Jabones artesanales, bávaros o venecianos o con aromas mozárabes, que nada tienen que envidiarle al de las bubbles de Sidney Sweeney.

Ungüentos aromáticos, manualidades místicas, velas espirituales…

Mantas de lana que, a juzgar por el precio, deben haber sido tejidas por las propias cabras rapadas, criadas en libertad y con total respeto por sus pronombres elegidos.

En el Mercadona o en el chino de enfrente puedes adquirir productos muy similares a un precio muy inferior, pero sin el valor agregado de la costra navideña casera, comunitaria, con los tuyos.

¿Quiénes son los tuyos?

¿De dónde han venido?

A lo que voy con todo esto: un tenderete lo ocupaba una escritora de mediana edad que trapicheaba ejemplares de sus libros, pósters con sus portadas, marcapáginas y flyers autopromocionales. Las ilustraciones recordaban vagamente la estética de El pequeño príncipe, retocado con cosas de duendes navideños. 

Al verla, recordé a la autora de un libro sobre el poder de los cristales con la que me crucé el año pasado, en la feria del libro de Sant Jordi. 

A pocos metros de allí, lo recuerdo bien, Abraham Jiménez Enoa estaba firmando su libro de crónicas, publicadas por Libros del KO.

La mujer de los cristales era la que tenía una cola delante. Invitaba a la gente a sentarse a una mesa, en una silla ubicada frente a ella: les tomaba de las manos, miraba fijo a sus ojos y les hablaba de su alma o su energía, con una sonrisa en la que brillaba el rouge de la sabiduría.

Era como una Marina Abramović, pero sin dramas.

Después podías comprar su libro, o no. No era obligatorio. Nadie sería dañado por un KO de infortunio personal, mucho menos político (y menos aún se les induciría a pensar que ambas cosas son en el fondo lo mismo). Era una fiesta —Sant Jordi es en abril, pero ella había insertado allí su micronavidad, su nicho— donde el libro era un accesorio más: un globo.

Igual que ella, la escritora del tenderete también era una emprendedora, una empresaria de sí misma. La diferencia era la estación del año: en la celebración prenavideña, insertaba una microferia del libro. 

Mi negocio es la escritura todoterreno, decía su actitud. ¿Cuál es el género ahora? ¿La Navidad? Pues cojan Navidad. 

Ambas mujeres seguramente escribían sus propios libros. Con o sin ayuda de la IA, da igual. Se ocupaban ellas mismas. Eran sus propias negras.

No, no quiero decir que eran mujeres negras. Si lo fueran, apuesto a que no hubieran podido estar allí donde yo las vi. Eran blanquísimas las dos.

Lo que quiero decir es que no eran unas negreras, porque no encargaban la escritura de sus libros a unas negras, o a otras negras que no fueran ellas.

En este sentido: más negrísimas imposible, ambas.

Si esto que acabo de escribir te suena vagamente racista (si eres un lector cubano o, lo que es más o menos lo mismo, un lector formado en algún campus universitario de Estados Unidos), lee la entrada de la Wikipedia que dice: “Negro (Artista)”.

El racismo empieza ya en el título de la página web.

Más abajo, uno de los acápites habla de los negros africanos.

Los negros africanos, por pura coincidencia, son africanos negros.

La referencia es de la BBC, recientemente caída en desgracia. Dice la Wokepedia

“Un número de escritores del África oriental subsistían a principios del s. XXI trabajando de negros para estudiantes occidentales en los Estados Unidos e Inglaterra, quienes presentaban a sus profesores el trabajo de los negros como propio”.

Lo cual me lleva a pensar en la responsabilidad que tienen los negros en la radicalización de cierto pensamiento blanco.

Lo cual me lleva a pensar, también, en mis recientes experiencias dentro de la negritud.

Hasta hace pocos días, yo trabajé como negro al servicio de una autodenominada “editorial para emprendedores”. Los blancos que publicaban allí eran como las dos blancas de las que he hablado aquí, pero con emprendimientos y negocios en otro estado de la materia y en diferente estado de expansión. 

En cualquier caso, se podría trazar un continuo racial entre unos y otras, por más que las segundas aún escribieran sus libros como las negras que eran.

Los blancos y blancas que acudían a esta editorial eran profesores de yoga o meditación, vendedoras de cosméticos o suplementos nutricionales, sexólogas que destacaban la importancia del deporte, educadores especializados en adolescentes sin rumbo, mecánicos de vehículos eléctricos e híbridos, lideresas de empoderamiento femenino y coaches de toda laya. 

En fin. El caso es que, en algún punto de sus carreras, a todos se les ocurría la idea de escribir un libro, o un manual. 

Añadir otro soporte. 

Abrir una puerta más, para que entraran más clientes.

Y por ahí, de rebote y como gasto añadido, también entraba yo.

Bienvenido al mercado de esclavos del copywriting, Jorge Enrique Lage

Bienvenido a la cadena de montaje de los caracteres con espacios.

Y recuerdo que en la primera reunión que tuvimos vía Zoom con la editorial negrera, se nos pidió, a mí y a los otros negros (entre ellos había una negra medio china que en ese momento estaba en Cuba, y una negra cubana radicada en México: los lazos de la raza son no binarios y posnacionales), que por favor no usáramos ChatGPT, a menos que fuera para resolver algún bache demasiado técnico en la redacción.

Nos demandaban “una voz humana” y “lo más parecida posible a la voz del autor”. Voz que nos llegaba en forma de grabaciones, escaletas con imágenes, borradores o esquemas escritos.

Desde ese momento empecé a reflexionar sobre ese curioso bucle: si nos pedían que no usáramos la IA para escribir, era seguramente porque los autores, los clientes, los blancos: 1) ya lo habían intentado por su cuenta y no les cuadraba el resultado, o 2) como todos ya estaban escribiendo sus libros así, había que diferenciarse. 

Lucha tu nicho.

Quiero algo más que texto: quiero que me engañes. 

Por favor, no me digas que no existe Santa Claus.

Por mi parte, nunca se me pasó por la cabeza usar ChatGPT.

Hasta que empecé a usarlo.

Terminé usando ChatGPT a full.

Es que, si no lo hago, no puedo entregar los capítulos a tiempo, me decía a mí mismo al principio, para justificarme.

Mentira.

No tardé en darme cuenta de que el problema no era el tiempo o la velocidad de la forma: el problema estaba en el contenido.

Aquel contenido variopinto que me encargaban redactar, sencillamente no había manera humana de redactarlo. 

No se puede escribir, con inteligencia natural, o desde una inteligencia más o menos “literaria”, una mierda que te llega preformateada con un pensamiento que ya es 100% IA, un pensamiento moldeado y modelado, cual castillo de arena, por el más modélico de los modelos de lenguaje.

Un artículo publicado en The New York Times hace un par de semanas, titulado “Why does AI write like… that?”, definía certeramente el tono de la escritura generada por la IA: 

Always slightly wide-eyed, overeager, insipid but also on the verge of some kind of hysteria”, i.e., según una traducción IA: “Siempre con los ojos un poco desorbitados, demasiado ansioso, insípido, pero también al borde de una especie de histeria”.

No cuesta nada relacionar este particular tono con eso que aquí en España se conoce como “cuñadismo”. 

Mi propuesta es entenderlo como una variante amansada de cuñadismo, donde el filo de la histeria no se decanta por la pendiente del conflicto, sino por el plano de la celebración.

Llamémoslo así: navideñismo.

Ahora bien, ¿el navideñismo sería una característica del texto generado por IA, o el texto generado por la IA es una consecuencia del navideñismo?

El huevo o la gallina.

¿Y si lo que está haciendo la IA con la escritura no es más que traducir a un lenguaje estándar el intelecto humano promedio, con todos sus instintos básicos y supuestas inspiraciones? 

¿Y si la operación de escribir, para la IA, no fuera otra cosa que calibrar la divisa que mejor circula en el mercado actual de las ideas y los sentimientos humanos?

Así empezó la cosa en Sumeria hace como cinco milenios, creo. 

La contabilidad cuneiforme: un registro de transacciones que ya estaban teniendo lugar y en donde había que poner cierto orden. Unas pocas rayas algorítmicas, cabezas de ganado, sacos de cereal y puntos no suspensivos: legibilidad contante y sonante.

Quizás lo que tanto asquea de la IA es su franqueza de lengua franca.

La pregunta que lanza The New York Times omite otra pregunta, quizás más importante. Alguien podría responder a ese artículo con otro titulado, por ejemplo: “What the hell are we thinking for the AI to write like… that?”.

Título provisional, se me acaba de ocurrir.

A finales de septiembre —leemos en el artículo citado de The New York Times—, Starbucks cerró una serie de locales en varios estados norteamericanos y en todos colgaron la misma nota: 

We know this may be hard to hear —because this isn’t just any store. It’s your coffeehouse, a place woven into your daily rhythm, where memories were made, and where meaningful connections with our partners grew over the years.

Traduzco la conclusión del autor:

“Creo que sé exactamente quién escribió esa nota y tú también lo sabes. Cada día, una gran empresa, un cargo público o un familiar lejano te dirá algo con este tono característico. Así es como suena el mundo hoy en día. Así es como todas las cosas han decidido hablar. Mezcla de metáforas y sinceridad vacía. Un tono impersonal y afectado. Estamos desenterrando el eco de la soledad. Estamos revelando los trazos del arrepentimiento. Decimos palabras que significan significado”.

Muy bien, pero…

Volvamos un momento a la nota. Leámosla otra vez.

Es un texto cualquiera entre muchos otros textos que llevan muchas décadas reescribiéndose, publicándose, archivándose…

Antes de ChatGPT y compañIA, ya estaba Starbucks, y antes de Starbucks ya había cafeterIAs sin nombre que, por una u otra razón, cerraban el negocio y le encargaban a alguien, más anónimo aún, escribir un mensaje de despedida a los clientes, quién sabe si con una pluma de ganso, un bote de tinta y un prompt: breve, memorioso, emotivo.

Da igual quién sea ese redactor. Creo que sé exactamente la clase de mierda que se le iba a ocurrir en primer lugar. 

Y tú también lo sabes.






Coletilla de Hypermedia Magazine al texto de Jorge Enrique Lage (incluida sin la autorización del autor.)

What the hell are we thinking for the AI to write like… that?
Una réplica periodística al artículo de The New York Times sobre el estilo de escritura de la IA.

El pasado 3 de diciembre, The New York Times publicó un artículo que se ha convertido en el último clavo en el ataúd retórico de la imaginación: “Why Does A.I. Write Like … That?” —un ensayo que se burla, con tono de queja estética, de cómo “suena” la escritura generada por modelos de lenguaje. 

La pieza se ha viralizado, no tanto por lo que explica, sino por lo que ejemplifica: cómo los medios pueden criticar la inteligencia artificial desde un petate de clichés literarios que, irónicamente, suenan bastante similares a lo que critican.



El espejo siniestrado de nuestras propias limitaciones

La tesis del artículo original es familiar: la escritura de IA tiene “tics” —estructuras como “no es X, es Y”, metáforas difusas, uso obsesivo de guiones largos y palabras como delvetapestryliminal o whisper— que la hacen reconocible al instante y emocionalmente irritante para un lector habituado a textos “auténticos” humanos. En otras palabras: la IA escribe mal porque suena a IA.

Ese argumento tiene la misma solidez que decir que la música pop es mala simplemente porque suena a música pop. Identificar patrones repetitivos en cualquier producto cultural es trivial; interpretarlos como “defecto moral” o “amenaza ontológica” es otra cosa. 

Este tipo de crítica se apoya más en sensaciones gustativas personales que en un análisis profundo de mecanismos lingüísticos, culturales o económicos.



¿Es el estilo “IA” un hecho o una construcción social?

Lo que el artículo del Times ignora —y aquí reside la falla analítica— es que lo que se percibe como estilo IA es tanto un efecto de los datos como de los usos sociales de la tecnología. 

Los modelos aprenden patrones estadísticos de enormes corpus textuales: periodismo, blogs, manuales, publicaciones científicas —todo mezclado, sin criterio de género ni calidad— y luego devuelven respuestas que son, literalmente, un promedio ponderado de esa mezcla.

Pero una cosa es que ciertos giros sean predecibles por razones técnicas, y otra muy distinta es afirmar que —porque ciertos patrones están presentes— la IA carece de valor comunicativo. 

La escritura humana también repite fórmulas y modas estilísticas (piénsese en el pastiche posmoderno de la literatura de autoayuda o en los memes narrativos que dominan las redes). Lo que cambia con la IA es la escala, no la esencia del fenómeno.



La realidad detrás de la “voz IA”

Los críticos han señalado que los patrones detectados —la tendencia a ciertas construcciones— no son un destino inmutable de la IA, sino artefactos de entrenamiento y optimización. Es decir, estos modelos siguen aprendiendo de su propio output, en un bucle que refuerza ciertos hábitos lingüísticos si no se corrige activamente.

Además, estudios recientes muestran que la escritura generada por IA no es inherentemente monolítica; depende del entrenamiento, la curaduría de datos, las instrucciones de estilo y la finetunificación. 

Un modelo bien ajustado puede producir texto que no solo evita esos tics, sino que se acerca a estilos humanos específicos. Esto socava la idea de que existe una única “voz IA”: hay tantas voces como contextos y como datos de entrenamiento



¿El problema es la IA o nuestra percepción de la IA?

Una crítica válida, aunque casi siempre olvidada en estas discusiones, es cómo la exposición repetida a cierto tipo de texto genera una especie de paranoia interpretativa: empezamos a marcar rasgos como “antihumanos” simplemente porque son frecuentes o nos resultan extraños. 

Hoy, el uso de un guion largo o una metáfora puede llevar a acusaciones automáticas de “esto suena a IA”, cuando en realidad muchos escritores humanos los usaron durante siglos

Este fenómeno se parece más a una histeria cultural que a una discusión técnica seria: una mezcla de nostalgia por formas consideradas “auténticas” y una ansiedad comprensible por el desplazamiento tecnológico. Pero confundir ansiedad con análisis no hace un argumento más sólido.



El verdadero reto no es estilístico sino institucional

Quizá lo más curioso —o alarmante— es que un medio de comunicación tan influyente como The New York Times critique el estilo de la IA mientras la misma organización integra herramientas automatizadas en su flujo editorial (aunque con limitaciones explícitas en el uso de IA para redactar artículos).

Esto revela una contradicción: se celebra la innovación útil para ampliar el alcance o mejorar la eficiencia, pero se demoniza la innovación cuando entra en competencia —o se parece demasiado— al trabajo tradicional de periodistas y narradores. 

La crítica estética se convierte así en un camuflaje de disputa laboral y de legitimación profesional.



¿Qué vamos a hacer con la escritura, entonces?

Si la pregunta es retórica —¿por qué escribe la IA como escribe?— la respuesta técnica es clara: porque refleja y refuerza patrones estadísticos de lenguaje sin vivencia ni intención propia. 

Pero si la pregunta es ética o cultural —¿debemos permitir que esto cambie cómo escribimos, pensamos y nos comunicamos?— entonces entramos en terreno más profundo y más interesante.

La discusión no debería ser si la IA “suena mal”, sino cómo influye en la educación, en la comprensión lectora, en la confianza en la comunicación escrita y en la economía de la atención. 

La IA no va a dejar de producir texto; lo que sí debemos decidir es cómo y para qué la usamos.