Si flota, es político. Si no es político, no flota

Por los comentarios recibidos en mi video anterior (ni uno solo, bajo cero lecturas: ya nadie lee y tampoco será leída esta columna, por eso hay que apropiarse de los youtuberismos, la nueva jerga de la autenticidad), me doy cuenta del desliz: hablé de una de las hijas del rey Felipe pero no mencioné a su hermana, la infanta Sofía.

Le resto importancia porque 1) no aspiro al rigor del tabloide, la prensa rosa, el devenir bubble gum —¿debería?, quizás sí: una de las revistas decanas del género en España se llama, precisamente, Lecturas—; 2) en realidad, yo estaba hablando de otras cosas, ahora no recuerdo cuáles; y 3) sé perfectamente que las hijas de Felipe son dos, dos literatas treintañeras: se llaman Ana Garriga y Carmen Urbita, y son especialistas en el barroco español. 

El podcast Las hijas de Felipe, ideado en Brown University durante la pandemia, tiene como eslogan “Todo lo que te pasa a ti ya le pasó a alguien en los siglos XVI y XVII”. 

Aquí el rey Felipe es Felipe II (1527-1598), pero igual pudiera ser el III o el IV, supongo. Garriga y Urbita son un ejemplo de cómo las tesis doctorales pueden ser reformateadas de manera exitosa y se pueden monetizar incluso antes de terminarlas.

En un detour que habla mucho del estado intelectual del presente, luego de cuatro temporadas, Las hijas de Felipe está a punto de convertirse en libro: un volumen que publicará en breve, creo, Blackie Books, con un título que aprovecha el latiguillo podcaster: Sabiduría de convento: cómo las monjas del siglo XVI pueden salvar tu vida del siglo XXI.

Y ese es solo el título en español porque, desde luego, el libro antes de haber sido escrito ya era un fenómeno y estaba vendido a no sé cuántos idiomas. 

El sueño de Osvaldo Lamborghini: publicar primero, escribir después.

La fórmula del éxito de Garriga y Urbita es, diría, un tanto barroca, en consonancia con su tema. Hacen fan-fiction con un archivo apolillado, le dan su puntito de autoayuda queer y lo traen a la actualidad entre susurros y suspiros, con una pedantería womansplaining que llega a ser muy adictiva (una de ellas ha reconocido en una entrevista que son proudly repipis; yo tuve que buscar el coloquialismo repipi en el diccionario, pero ya sabía que era la palabra precisa, la sonrisa perfecta).

Las hijas de Felipe es un artefacto interesantísimo, construido sobre un curioso agenciamiento del tipo universidad Ivy League / convento – filóloga hispánica / monja lesbiana. Ah, y las voces. Ufff. Las voces de Ana y Carmen. Describiendo menudencias de relicarios y de tal o más cual maderamen de El Escorial. Leyendo citas de cartas empolvadísimas. Hablando entre ellas, de sus cositas del día a día…

Se ponen a explicar algo y de pronto se aburren. Están entre la clase y la pijamada. Me gusta que se dirijan a su audiencia siempre en femenino: “Queridas amigas, queridísimas oyentes”. 

El obstetra te asigna un sexo al nacer, ellas te asignan un sexo nada más que por escuchar. Y les da igual todo, incluido tú. 

Les suda el coño, como se dice aquí.

Funciona.

Te pone a flotar.

Es un podcast que lleva el ASMR a otro nivel. Un nivel paralelo a la hipnosis erótica. Para mí, un ejemplo de ASMR del subgénero TILF, en lugar de MILF, donde la T es por teacher, pero ellas no te hacen ningún caso porque 1) son las profesoras, tú eres un alumno; 2) ni siquiera tienes edad para ser su alumno, ni ningún tipo de alumno a estas alturas de la batalla cultural; y 3) para mayor intangibilidad, ambas son gays.

Esa es más o menos la vibración que me ha saltado de los audífonos al resto del cuerpo.

Ese es más o menos el cuento que quise hacerle a un amigo escritor que me visitó hace unos días, que también pasó por Brown University y que muy probablemente se habrá cruzado en los pasillos con las doctorandas españolas. 

Él no ha querido que ponga su nombre real, así que lo llamaré Orlando. No sé por qué estábamos hablando de los distintos tipos de contenidos (ASMR y similares) que provocan adicción en las redes sociales. En realidad, lo que yo quería discutir era la utilidad de un concepto del que Ana Garriga y Carmen Urbita echan mano todo el tiempo en su podcast: el “anacronismo estratégico”.

Orlando, por su parte, y con un éxito más modesto (poco más allá del mero planteamiento, del brote polemista psicótico) ha jugado alguna vez con una estrategia que se imbrica y se complementa con el anacronismo: el ahistoricismo. 

Recuerdo vagamente haberle escuchado hablar o haber leído en algún texto o post suyo sobre el “sionismo cubano”. Él no lo recuerda, o lo niega (ahora lo niega todo, igual que yo), pero era eso mismo, creo: el sionismo cubano, la diáspora que reclama una tierra a la que volver, un estado-refugio para los cubanos sin Cuba. Ahistoricismo estratégico.

O la incoherencia histórica como estrategia.

¿Estrategia para qué? 

Para nada, en principio. Para pensar algo. Aprender a pensar con palabras antes que con ideas, proponía Susan Sontag en sus diarios.

Estaba casi seguro de que alguien había hablado ya de los cubanos como los judíos del Caribe o algo así, por el tema del exilio y la dispersión post-1959 y demás, así que me fui a Google y luego a la IA de Google, Gemini, para no pecar de ingenuo (igual lo voy a ser). 

No saqué nada en claro. Al parecer hay sintagmas que machacan los algoritmos, o que instituyen a la fuerza sus propios algoritmos.

En Madres, hijos y rabinos. Sexo, transmisión e identidad en el judaísmo (Libros del Asteroide, 2024), Delphine Horvilleur escribe:

En el motor de búsqueda, “judío” sigue siendo una de las palabras que más a menudo se añaden a los nombres de las celebridades que centran la búsqueda; es tan frecuente que llega a parecer obsesivo. ¿Qué nos revela este seguimiento constante del judío oculto? Alimentado por una sospecha de invisibilidad o camuflaje, suele llevar aparejado un discurso complotista en la línea de nos lo ocultan todo, no nos cuentan nada, en el que ese ellos judío es ya demasiado invisible, ya demasiado ostentoso, fantaseado como el miembro de un club súper exclusivo de fronteras herméticas o todo lo contrario, como una presencia difusa y no identificable.

La conspiración judía, el control mundial, los clubes Bilderberg de toda la vida. Es en el discurso complotista donde tal vez confluyen lo judío y lo cubano, lejos de la poesía. Sólo que en lados opuestos de la pantalla: son los cubanos quienes develan la trama acechante, que por supuesto siempre trata sobre el comunismo. Así como el estereotipo asocia a los judíos con banqueros, los cubanos se consideran los dueños del patrón oro del comunismo.

Reescribo entonces la frase que acabo de citar:

En el motor de búsqueda de sus cabezas trocadas a golpes de IA, ‘comunista’ sigue siendo una de las palabras que más a menudo se añaden a los nombres de las celebridades; tan frecuente es que llega a parecer obsesivo. ¿Qué nos revela este seguimiento constante del comunista oculto?

Para no pocos cubanos, por ejemplo, el actual gobierno de España es comunista. O al menos, cada día da un paso más en esa dirección. Para no pocos cubanos, el Partido Demócrata de los Estados Unidos quiere implantar el comunismo. La socialdemocracia, por no decir ya el concepto mismo de democracia liberal, apesta a comunismo. Incluso el capitalismo, nueve de cada diez veces, es comunismo destilado en una u otra graduación. 

Por ello hay que apoyar enardecida e incondicionalmente, de la manera más comunista posible, a todo proyecto o personaje político que se proclame anticomunista o que desenmascare el complot comunista dondequiera que se encuentre.

Porque comunista puede ser cualquiera, y el comunismo es todo y nada a la vez, pixelado en desvaídas constelaciones: agenda 2030, agenda LGBTQ+, agenda globalista, propaganda woke, nuevo orden mundial… 

La pandemia pasada y la pandemia que viene. Asoma su cabeza de hidra por todas partes. El comunismo es el pulpo que los comunistas dibujaban para representar el imperialismo malvado contra el que combatía el comunismo. Y los cubanos son los que saben cómo es la cosa. Lo perciben. Lo detectan. De hecho, sería en esa perspicacia, en ese olfato de perro pavloviano, donde único se conserva la cubanía, si es que aún existe esa glándula.

Estoy caricaturizando, pero es que el patrón oro del comunismo tira mucho para el cómic y el cartoon. Mejor no lo puedo hacer.

El comunismo es más de los campus universitarios de Providence y alrededores que de los verdaderos regímenes comunistas contrastados por el fact-checking. Los países más o menos objetivamente comunistas son apenas un puñado y en conteo regresivo, pero el horror nacido en Providence, es decir, en la cabeza del Lovecraft de turno, es algo tentacular y no euclidiano, una condena de dimensiones astrales. 

El comunismo también es sexo, transmisión e identidad. Escribe Delphine Horvilleur en Madres, hijos y rabinos:

Todos y cada uno de nosotros nos sentimos tentados alguna vez de contarnos nuestra propia historia como una ruptura radical con la herencia, pero las sombras del pasado nos habitan y atrapan siempre a quien se niega a ver aquello que lo creó. Somos los hijos de la Mesopotamia idólatra y los hijos del Egipto estrecho. Para dejarlos, debemos aceptar nuestro parentesco con ellos. Así es como dan comienzo todas las travesías y todos los éxodos, esos momentos en los que por fin se oye un: ¡Ve, ve! Cada generación oye el suyo, eco del formulado para la anterior. Todas las llamadas son tartamudeos.

Puedo leer en ese tartamudeo otro llamado a la errancia, pero ahora desde el corazón de la diáspora cubana (prensa “del corazón”, se le llama también al género rosa) en su pellejo o su despellejamiento judaico. 

Cuando ya el sionismo conspiranoico-compulsivo de los errantes, fruto del trauma de la Nación —trauma travestido en Génesis—, empiece a dar sus frutos en alguna tierra prometida que ningún Dios prometió, la tierra de los cubanos sin comunismo cubano (ya todo comunismo es cubano), la nueva Utopía —pero a nivel de paja mental, entiéndase: no hay tierra ni estado para nadie más, y los cubanos no son tan importantes (yo creo que los judíos tampoco, por cierto, ni siquiera estoy seguro de que existan; el significante “judío” tal vez solo designa algo que ya se perdió en un océano de genealogías, pero esto sería otro ahistoricismo y otro contenido que no voy a escribir)— donde cada cubano libre sea capaz de tirar la primera piedra, y tirarla bien, entonces es cuando se escucha un: ¡Ve, ve!

Voy, voy.

¿Adónde?

Hacia arriba, propongo. Flotando. La tercera dimensión del planisferio. Del laberinto de las fronteras uno se escapa por el aire. Como los polizones de la misma isla de corcho de Piñera y Arenas, que se escondían en el tren de aterrizaje de un avión para llegar a ese otro país. Ese acto, pero sin avión y más allá de la muerte. 

“Más allá de la nación está el pueblo y más allá del pueblo empieza aquel país sin nombre, anterior a los nombres pero de donde surge toda posibilidad de nombrar”, escribe Juan Cárdenas en La ligereza (Periférica, 2024).

“La ligereza” es el primer ensayo de los cuatro que conforman este volumen muy breve que yo pongo al lado del también muy breve y muy reciente El ruido de una época (Gatopardo, 2023), de Ariana Harwicz.

“Si flota, es político. Si no es político, no flota, por mucho que hable de política o por mucho que trate de ilustrar alguna de las doctrinas de moda. Esto último es lo que le sucede a buena parte de la literatura feminista, queer, ecologista o antirracista que se escribe hoy”, expone Juan Cárdenas, con ecos del siempre subestimado y comunista y hombre bueno de Santiago de las Vegas, Italo Calvino. “Exponer una doctrina de moda bajo las fórmulas muertas de la modernidad no es hacer política, mucho menos arte. En nuestros tiempos casi nada de lo que se considera militante es capaz de flotar”.

En cierta medida, tanto Harwicz como Cárdenas coinciden en un diagnóstico. La argentina escribe sobre la coaptación de la sintaxis literaria a manos de la corrección política en el mercado editorial (pero es un mercado atravesado por fisuras, filtraciones); el colombiano, en otro de los ensayos, postula las dos “jergas de autenticidad” que controlan el presente: el habla neorústica y la lengua neoliberal Ivy League

Ambos libritos admiten ser leídos, quizás, como vástagos millenials de Literatura de izquierda de Damián Tabarovsky. Obviamente, la cosa nunca ha sido de izquierda vs. derecha, ni de extremos, sino todo lo contrario. Como bien dice Cárdenas: 

Quizá las dos jergas de la autenticidad (la neoliberal Ivy League y la neorústica) comparten una sola metafísica y por eso se entreveran con semejante facilidad. Basta un empujoncito para que una retórica se deslice en la otra.

El último ensayo incluido en La ligereza se titula “Parábola del no retorno”. Ahí, el escritor colombiano recuerda cuando tenía treinta años y era becario en Madrid. 

Una tarde de primavera, paseando por los jardines de un pabellón, se topa con un viejecillo risueño de boina azul. Es el escritor que imparte el taller de poesía al que asistirá el joven Cárdenas al día siguiente. Ambos se estrechan la mano y se ponen a conversar.

Hablan, por supuesto, de la literatura de sus respectivos países; pero, recuerda Cárdenas: “lo hacíamos sin ninguna convicción, sin especial apasionamiento”. Y luego relata:

“Ustedes pareciera que no tienen relato”, aventuró el anciano queriendo decir que Colombia es un significante demasiado cargado de semantomas y, por eso mismo, vacío. ¿Semantomas?, preguntaba yo, intrigado con el palabro. Y el viejo me decía que era como un significado hinchado, inflamado, un hematoma semántico, producto de un golpe o de muchos golpes en el cuerpo del significante… “Pero Cuba también está preñada de semantomas”, decía él, “sólo que nos hemos condenado de otra manera, con la mitología de unos orígenes. Vivimos atrapados en ese ámbar arcano, igual que mosquitos prehistóricos”.

El viejo le habla a continuación del libro que ha acabado de escribir, porque los escritores, a cierta edad, también vivimos atrapados en el ámbar de ese tipo de charlas y recuerdos:

Buena parte del material proviene de los sueños en los que, como bien sabes, uno va ensamblando partes de lugares distintos, la avenida de una ciudad que desemboca en el teatro de otra ciudad, trozos de París con trozos de New York, la escalinata del Capitolio de La Habana, a cuyas faldas discurre una calle del centro de Caracas. Tú me entiendes… Y cómo no iba a entenderlo, si por esa misma época yo registraba en mi diario varios fenómenos semejantes: el jirón limeño que culmina no en la Plaza de Armas, sino en el parque gélido de una desolada ciudad de la pradera canadiense, el río de oro lisboeta rodeado de chabolas de Medellín. Si te sucede eso, decía el viejo, si tus lugares de referencia ya se entremezclaron de ese modo, ya no vas a poder regresar. De eso no se vuelve nunca. 

A pesar de que Juan Cárdenas sí había vuelto antes a su país, y después seguirá volviendo, le da la razón al escritor cubano, que murió dos años después de aquella conversación. No se olvidará del semantoma. No se olvidará de un libro llamado Vilis.

“Lorenzo García Vega, mucho gusto”, se presentó el viejo, y a mí me admiró que hubiera pronunciado su nombre sin ninguna solemnidad, no como quien saca un trofeo y lo pone encima de la mesa, sino con la picardía de quien desconfía de la capacidad del lenguaje para nombrar el mundo. Dijo su nombre como quien hace visible una alegoría del vacío constitutivo del acto de decir: Lorenzo García Vega, es decir, nada, nadie.

El mes pasado hubiera cumplido cien años otro poeta, el argentino Joaquín Giannuzzi. Poco antes de su fallecimiento, en enero de 2004, se publicó su último libro, titulado ¿Hay alguien ahí? (mi respuesta: no, no hay nadie). 

Discutiendo las tensiones políticas fijadas en el primer ensayo del libro: nación, pueblo, país sin nombre, posibilidad de nombrar, discapacidad del lenguaje para dar coherencia al mundo o a una historia, Juan Cárdenas cita estos versos:

El estado perfecto se desmorona en mi habitación
y no era esto la solución que yo esperaba
en el mito de la historia coherente.
Vomito por la ventana hacia el campo social…

Después de vomitar, nos recuerda el autor de La ligereza, uno se siente mucho más ligero. 





© Imagen de portada: Judit y Holofernes, por Caravaggio.







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