Textualidad del desmayo

Hace unos días se estrenó en Cannes Die, My Love, de la directora escocesa Lynne Ramsay. Adaptación al cine de la novela Matate, amor, de la escritora argentina Ariana Harwicz.

El título de la película no se acerca a esa nota de la periferia sur del castellano donde nace el texto. Kill Yourself, Love quizás hubiera sido más apropiado.

Pero ni así.

Matate, amor no es lo mismo que Mátate, amor. Son dos imperativos suicidas diferentes.

Digamos que el matate es un mátate menos apresurado y, por tanto, más letal. El desplazamiento en la acentuación crea como un efecto psicopático.

De todas formas, ya da igual, porque Die, My Love es el título con el que la novela se tradujo al inglés y con el que fue finalista del Booker Prize y llegó (¿pero de qué manera llegó?) hasta lectores como Martin Scorsese, quien compró los derechos para producirla. En la cadena de acontecimientos resumidos en esta oración hay como mínimo cuatro traducciones. Y, cuando te vienes a dar cuenta, ya Jennifer Lawrence está gateando sobre el pasto, como se puede ver en el clip promocional de la película.

La actriz en cuatro patas (no la he visto y tal vez no la vea nunca en pie en pantalla en Die, My Love, pero ya puedo adivinar el rollo de su locura) no debería impedirnos retroceder en el tiempo, que no es como tal un retroceso sino, ante todo, una operación sobre el lenguaje.

Como dijo Kundera: la lucha del lector contra los festivales de cine es la lucha de la memoria contra el olvido.

Ariana Harwicz publicó por primera vez Matate, amor en 2012, en Lengua de Trapo, una editorial que para entonces ya no era ni la sombra de lo que una vez fue (a principios de siglo, concretamente) y estaba a punto de cambiar de dueño y de perfil, con un pie en la intrascendencia.

En 2012, una jovencísima Jennifer Lawrence protagonizaba The Hunger Games, el taquillazo young adult que en 2013 puso su nombre en la lista de Times de las 100 personas más influyentes del mundo.

En 2013, Harwicz publicó Tan intertextual que te desmayás, un libro escrito en colaboración con Sol Pérez y que podemos leer gracias al contrabando suicida de otra editorial independiente española: Ediciones Contrabando, un sello muy de nicho y con un catálogo agudo, un catálogo que es una lista de interesantísimos fracasos.

O deslumbrantes desmayos.

“Matate, editor, publicá este librito”, habrán dicho Ariana y Sol, loras bonaerenses, hipnotismo de femmes de lettres fatales.

Por supuesto que, así como matate no es lo mismo que mátate, tampoco el desmayo de desmayas es el mismo desmayo de desmayás. La diferencia es sutil pero aplastante. Son desvanecimientos de sentido no superponibles. Hay, otra vez, como cierto delay.

Aquí la acentuación trabaja en un vector perpendicular al kill yourself. El desmayo en desmayás no deja de ser intempestivo, vocaliza brusquedad, pero es si acaso una brusquedad guionizada desde la página y precedida por el ilusionismo del consentimiento.

El consentimiento, en lectoescritura, es violar y que te violen.

¿Los sesos? ¿Las sinapsis “literarias”? ¿Las comillas que acabo de poner?

El desmayo, en desmayás, es un desmayo a lo ASMR.

La escritura hecha rumor, el arrurrú de lo inaprensible.

Tan intertextual que te desmayás (en lo adelante: TIQTD) es un libro hecho con retazos de conversaciones entre dos amigas. Ariana Harwicz se fue Francia (y allí sigue, vive en el campo, aunque quizás lo correcto sería decir que vive en campo enemigo, pero esa es otra columna), Sol Pérez se quedó en Argentina y la distancia hizo el resto: hizo texto. TIQTD es una curaduría de mensajes, da igual si de correo electrónico o de WhatsApp.

En 2013, por cierto, justo cuando salía a la luz (es un decir) TIQTD, WhatsApp estaba incorporando la función de mensajes de voz. Al año siguiente detonó el boom del podcasting.

Es de perogrullo figurar el cambio climático entre una y otra variable: la tecnología y una nueva forma de producción y consumo cultural, etc., etc. ChatGPT te lo hace solo. No voy por ahí. Lo que sostengo es que, en aquel contexto, Ariana y Sol (A. y S. en el libro) contrabandearon con una contracorriente.

La primera impresión es: TIQTD, hoy en día, más de una década después, sería un podcast más. Adaptación al podcast urgente. ¿Qué otra cosa?

Pero luego salta esta inquietud: tendría que ser, en todo caso, un podcast hablado en una lengua que no comprendemos del todo y que tiende al ruido zumbón y placentero de una estática.

Lo incomunicable.

Porque A. y S. se despachan aquí en una lengua privada, casi secreta, un dialecto que saca gasolina de ese fichero de claves íntimas que surgen en la complicidad sostenida a lo largo del tiempo. TIQTD intertextualiza con los sobreentendidos de un chat. Y a nosotros, lectores, nos agregaron tarde, cuando ya les han puesto nombre a todas las cosas.

A y S. hablan de teatro, de cine, de libros… Se nota que han compartido (fatigado, diría Borges) espacios académicos y circuitos artísticos. Son jóvenes, sarcásticas, deliciosamente pedantes. También hablan (y mucho) del deseo, del amor, de hombres. Pero todo queda envuelto en una bruma de autorreferencialidad. Una especie de niebla mental literárida que se la juega entre el trance y el fade out.

Y hacia allí te empuja.

Y tú quieres deslizarte por ese agujero, porque alguna vez en tu vida has escrito. O, a pesar de todo, te sigue interesando escribir.

Al final del libro hay un glosario. Pero es un glosario que, con el fin de “aclarar” giros, expresiones, recursos, lo que hace es introducir nuevos giros, expresiones y recursos. Otros coloquialismos, sin un coloquio que nos sirva de patrón. Para descifrar un dialecto, generamos otro al cuadrado. Se necesita un segundo glosario para entender el primer glosario.

Y así sucesivamente.

TIQTD, en poco más de un centenar de páginas, celebra la hiperplasia de un centenar de códigos.

Hay más puzles que páginas.

En la solapa izquierda del volumen hay una foto de S. y en la derecha una foto de A. Me miran a los ojos, se están riendo.

En la contraportada se lee que ambas autoras:

“Se miran a los ojos y, sin leer ninguna obra, ven la historia que la otra quiere contar y aún no es, las ya contadas y sus lecturas que las atraviesan. Son dos personajes/textos que con su mirada oblicua sobre los hombres y su abismarse en la escritura se dedican a morder la realidad con los feroces colmillos de la teoría. ¿Cuál es su secreto? ¿Por qué se ríen? ¿Desde qué extraño sitio nos contemplan? ¿Qué febril vida reclaman? ¿Qué dicen esas dos?”.

Puedo intentar responder a algunas de esas preguntas (cortesía de la escritora chilena Isabel Mellado, quien firma la nota). Diría, por ejemplo, que se ríen del lector. Al menos, estoy seguro de que se rieron de mí. Par de humillatrices…

A. y S. nos contemplan no desde el cuarto propio de Virginia Woolf, sino desde el laboratorio de una lengua propia, intransferible, inimitable, reserva de mutaciones, que solo puede surgir de la colaboración.

No son Virginias, son vírgenes marcianas.

(Hacia la mitad de TIQTD irrumpe un folio vacío, que sugiere una performance de silencio y fecha el diálogo en la era de los jueguitos del hambre de la primera Jennifer Lawrence, pura inmadurez. En la página siguiente dice A.: “¿Escuchás?”, y S. le responde: “Nos quedamos solas. Se murió Bradbury”.)

No se puede hablar del suicidio, porque YouTube me desmonetiza esta columna que padece pussy envy y tiene envidia de videopodcast. Hablemos entonces de vírgenes desmayadas. Mejor así.

Quizás hoy nos sugerirían cambiarle el título a un libro como The Virgin Suicides, de Jeffrey Eugenides. 

El desmayo es una suspensión del yo. A eso hay que aspirar en la escritura, aunque se hable en primera persona: un habla colectiva, un habla en modo de escucha dialógica.

Un nosotros.

Un nosotras.

Leíamos en The Virgin Suicides:

We felt the imprisonment of being a girl, the way it made your mind active and dreamy, and how you ended up knowing which colors went together. We knew that the girls were our twins, that we all existed in space like animals with identical skins, and that they knew everything about us though we couldn’t fathom them at all. We knew, finally, that the girls were really women in disguise, that they understood love and even death, and that our job was merely to create the noise that seemed to fascinate them.[1]

Propongo releer esta cita cambiando el sustantivo girl/girls, por escritora/escritoras.

No cualquier escritora, desde luego.

Y tampoco necesitan escribir nada: la mayoría son personajes/textos. Con eso, basta.

A cada rato pienso que ellas siguen ahí, en el campo literario, en el campo donde gatea Jennifer Lawrence, en un campo enemigo, hablando de sus cosas y leyendo (más que escribiendo). Y eso me da cierta esperanza.

Me recuerda la importancia del ruido en este mapa.

El sonido.

Crear un sonido que las fascine.

Crear un sonido que las desmaye.

Liberarlas del encierro of being a writer.

Pero este sonido es, por definición, inaudible.

Los audiolibros son una falacia: reductio ad podcast.

En un mundo ideal habría menos podcasts (un universo, por otra parte, donde todos los productos que valen la pena son femeninos hasta la médula, da igual el género que hable del otro lado) y más libros en la estela de Tan intertextual que te desmayás.

Todavía no termino de escribir la frase anterior y ya empiezo a elucubrar que se me escapa algo y estoy equivocado.

Me lo confirma César Aira. Leo en Haikus:

Estás equivocado: no se trata de decirlo una vez más, sino de decirlo siempre, como el pájaro que vuelve todos los años a cantar a la misma rama, y no importa que no sea el mismo pájaro. Al final, me vas a oír. Pero yo sé que no me vas a oír nunca.

Pájaras lectoras.

Cruzo los dedos: yo sé que no me van a leer nunca.





Nota:
[1] Sentíamos la encerrona de ser niñas, la forma en que esto torna activa y soñadora tu mente, hasta terminar sabiendo qué colores pegan bien entre sí. Sabíamos que las niñas eran nuestras gemelas, que todas existíamos en el espacio como animales de piel idéntica, y que ellas lo sabían todo sobre nosotras, aunque nosotras no pudiéramos comprenderlas a ellas en absoluto. Supimos, en definitiva, que las niñas eran realmente mujeres disfrazadas, que entendían el amor e incluso la muerte, y que nuestro papel era tan solo crear el ruido que tanto parecía fascinarlas. (Traducción para Hypermedia Magazine de Orlando Luis Pardo Lazo.)






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