Hace tan solo unas semanas estuve en Cuba, concretamente en La Habana. De este viaje puede extraer infinitas experiencias, pero, sobre todo, sirvió para advertir lo que bien pudiera señalar como vicios peligrosos a tenor de la practica artística y del estatus de la crítica de arte en la Isla.
Descubrí, para mi sorpresa y desconcierto, una propensión a entender la crítica no como un ejercicio dador de valor, como acontecimiento legitimador o como ámbito para la consagración y el escrutinio en el epicentro mismo de la obra. En su defecto, me asaltó un pensamiento crítico —siempre audaz— pero concebido solo como enfrentamiento discursivoy diseño de endebles jerarquías, un modo, si se quiere, de hacer de la crítica un espacio de gladiadores.
Enunciados del tipo “Este es el artista”, “Esto es mejor que esto otro”, “Esto sí que vale”, “Esta es la pintura cubana y no esa otra”, “Estos son los más influyentes”, se sucedían de una manera casi escandalosa en mi diálogo con los críticos amigos, durante esos días.
Por ese camino, de un largo y dilatado etcétera, se llega, sin dudarlo, a un empobrecimiento sintomático del ejercicio crítico que achata su alcance y vulnera su perspectiva. Tanto es así que, luego de editar un libro como Lenguaje Sucio I y II Narraciones críticas sobre el arte cubano, bajo el sello de la Editorial Hypermedia, llego a la conclusión de que el pensamiento crítico cubano, en su estructura grupal, asistida por un corpus antológico de rigor, resulta bastante poderoso.
Sin embargo, si lo estudiamos en sus particularidades y en su dispersión con tendencia al tic y la moda, se advierten, de golpe, los síntomas de un verdadero cansancio y se señalan las huellas de una tremenda torpeza en el lugar de la enunciación y en el espacio de la planificación de esa voz.
La crítica ha de ser entendida como un sistema axiológico autónomo cuya proyección sobrevuele el instinto pedestre, la comparativa anodina y la jerarquía mal habida, en beneficio de la lectura reposada y amena. No quiero decir con ello, sería yo el menos apropiado para esto, que en su fragor de las ideas se deba abandonar el vértigo y el desafuero del verbo, la pasión denodada, el principio reactivo o la vertiente más subversiva.
Pero, subrayo sobre este hecho, entender su operatoria y sus mecanismos de retribución verbal sobre la obra o el hecho artístico en sí, solo y únicamente, como una interpelación que sustenta la jerarquía y el contraste frente a la persuasión y la gestación de zonas de saber, hacen entonces, que esa misma crítica, aplaudida hoy por agoreros y proletarios en erección, se convierta, de facto, en barrica de la opinión y en mercadeo fácil del juicio.
Los giros del devenir discursivo de un campo cultural, cualquiera que este sea, deberían cuidarse de esa tendencia al desconcierto y atender más a la sistematización de un frente de ideas que dé cuenta de los accidentes de su propio medio, de sus aciertos y de sus digresiones.
Esgrimir el discurso desde la actitud competitiva y no reflexiva, erosiona la voluntad crítica para celebrar, en su defecto, el escarceo tautológico. De tal suerte, me temo, el enunciado crítico se expone a una innecesaria retorización que reclama muy otras demandas y muy otras urgencias. Pareciera que el objeto y el fin de la crítica es la contestación bravucona y la desautorización permanente del otro como si esta misma no tuviera que indicar sus razones y mapear los síntomas de una escena en la que las obras de arte y sus estructuras conceptuales y narrativas (con resonancia o no en el entramado social), constituyen las protagonistas de lujo.
Entiendo la crítica de arte como facultad interpretativa por antonomasia y como un hecho estético en sí mismo que revela su estilo y su indecencia concertada. Entiendo la crítica de arte como esa visitación constante —no de todo punto de vista prudente— hacia todos los estilos, prefiguraciones discursivas y estéticas y hacia todo tipo de objetivación sin que por ello se incurra en el engañoso paradigma inclusivo y generalizador.
Entiendo la crítica como un acto de honestidad lapidaria desde el que he sido capaz de sepultar mi orgullo, mi posición personal y mi ideología, para ceder espacio a la reflexión y la urgencia de decir siempre lo que pienso. Decirlo —claro—en consonancia con la propia naturaleza de la obra y no haciendo uso de ésta como recurso digresivo o como justificación moldeable de un argumento preliminar.
Entiendo la crítica de arte como esa correlación narrativa (y reflexiva) respecto de la propia reflexividad que propone (y excede) la obra en su diálogo con un horizonte de insinuaciones y de provocaciones muchas.
Entiendo la crítica de arte como un ejercicio de construcción/aportación al sentido o los sentidos de la obra en su articulación de formas y de contenidos.
Entiendo la crítica de arte como un hacer intelectual que sitúa problemáticas y advierta de la intensidad, espesor y hondura de las mismas.
Entiendo la crítica como arquitectura cómplice y no como subsidiaria interesada del fenómeno en cuestión.
Una institución tan sólida como lo es la crítica de arte, con un legado en extremo solvente, no debe, no puede, no le está permitido disponerse al azar de lo concurrente sin causa ni a la exigencia de una moda que solo sabe de comparaciones estériles, de listas mediocres que señalan a los más o a los menos influyentes, de tentativas de generalización de signos o de señas que, por norma, abandonan la lectura de la obra como razón primera de este discurso para hacerse con el dibujo del mapa, depreciando al territorio.
Ese tipo de negociaciones no hacen sino ceder espacio a la evanescencia y la incredulidad de un modelo de gestión del valor que apunta a la ruina y al disenso.
La escritura crítica debería, por fuerza, desatender la inmediatez, la contingencia que resulta de los dilemas cotidianos para visionar, con suficiente distancia, aquello que el tiempo abrazará como valor y como signo. Mientras que el periodismo cultural recupera lo inmediato como argumento de su discurso; la crítica de arte, por el contrario, se sitúa por encima de esa inmediatez.
Ella debe (y tiene) que generar un texto resistente —o no— a los embates del tiempo. A ella le compete la salvaguarda de una estructura de valor y de rigor. Cuando la crítica redunda en ello, cuando su credo se cumple en medio de un sistema de reverberación reflexiva y transitiva, es, entonces, que alcanza su máximo valor como discurso de la incitación.
La pertinencia del discurso crítico no estriba, precisamente, en la domesticidad demostrativa; sino, al contrario, en su legibilidad para el diagnóstico y en su destreza para discernir, para apostillar, para calibrar el paisaje de las obras de arte en su resonancia contextual y antropológica.
La hipérbole, la sustantivación con arreglo al comentario oportunista (que no oportuno), la digresión de acento o pretensión sociológica como recurso epatante, la señalización de eventos que existen solo en el ámbito de la especulación, no son sino, las señales inequívocas de un discurso cada vez más susceptible al escarnio y a la simplificación.
El actual cambio de dirección de la crítica en Cuba (o el cambio, al menos, en la gestión de ese pensamiento crítico), da pie a innumerables conjeturas y fabulaciones. El nuevo rumbo acusa un mayor interés por el discurso general y no por la aproximación puntual a las poéticas, una mayor vocación expansiva que contrasta con la idoneidad del modelo reflexivo y una necesidad de figuración desmedida que convierte al crítico en una suerte de dandi, al cabo, sin oficio ni beneficio.
Lo significativo de este panorama no es tanto qué tipo de crítica genera, sino las razones de esos modelos críticos al uso: su “rentabilidad” y su “eficacia”. Habría, por tanto, y en palabras de Lupe Álvarez, “someter a un escrutinio severo los marcos desde dónde se articulan esos discursos”.
Habría que examinar esas operatorias paradójicas, esos devaneos intestinos y hormonales para alcanzar, si acaso, cierta claridad respecto de los mismos. La crítica de arte en Cuba se está convirtiendo en una suerte de falsificación mitológica, una especie de universo autorreferencial que habla más del crítico que de los sistemas de reflexividad de las obras y de sus horizontes enfáticos. Una crítica que soporta el ego más que el logos. Esa crítica, sospecho, nace, per se, con su fecha de caducidad.
Bohemian Rhapsody
Suset Sánchez y Rubens Riol escriben sobre el libro más reciente de Andrés Isaac Santana.