Si algo me fascina del trabajo de Jeine Roque es, precisamente, su condición de relato y esa capacidad de hacer del “apunte” la obra total. En su caso, el dibujo deja de ser un retozo lineal para convertirse en un ensayo de interpelaciones y de contrastes, donde el objeto último no es tan solo la representación hedonista de una escena, sino la formulación de un comentario crítico en el que reina, a sus anchas, la ironía.
Quienes me conocen saben de mi adicción confesada por el dibujo y sus malabares infinitos. Advierto en él los rasgos de un lenguaje monumental que es la base de todo el sistema. El dibujo es pura pulsión sexual, es carnalidad, es músculo, es materia, es arquitectura, es —a tenor de la gramática de Roque— escenario barroco y digresión carnavalesca.
El dibujo permite la inmediatez, la búsqueda afanosa de lo urgente y necesario, pero también es consumación orgiástica, revelación del acontecimiento, provocación retiniana, seducción por el hallazgo y epifanía de superficie. El dibujo permite (y admite) el ensayo especular y el diagnóstico circunstancial: celebra y maldice, sentencia y advierte.
La generación de la subjetividad lateral y del complot, llegó para quedarse. De ahí ese número inconmensurable de artistas que no conciben la representación sin atender al carácter narrativo de la misma. Para estos hacedores de relatos, como lo es Roque, la obra de arte, su núcleo ideo-sintáctico, se entiende y se presume como locus narrativo en el que poder ponderar y calibrar los propios accidentes de la vida. Es por ello, como no podría ser de otra manera, que se arrecian los mecanismos tropológicos y se rinde culto a la metáfora y a la alegoría como las reinas del nuevo escenario. Bastaría una rápida observación a su perfil de Instagram para señalar un cuerpo de obras tremendamente atractivo, en el que prevalece la intención discursiva en un trato directo con el carácter seductor de las superficies.
Todo en Jeine Roque es intencional, premeditado, pensado. Al margen de esa libertad sin agravios que dispensa el dibujo y sus espacios de realización, su obra articula una particular mirada hacia la vida misma con atención —casi exclusiva— sobre aquellos temas que nos tocan más de cerca. Entiéndase, en este sentido, esas narraciones que tienen que ver con el viaje, las migraciones, las diferencias sociales, la conflictividad de lo político y el sentido paradojal de la existencia misma.
No quiero decir con ello que las obras establezcan, en una instancia palmaria, un diálogo director con sus circunstancias más inmediatas. Eso sería, en cualquier caso, menester del periodismo y no del arte. Las piezas de Roque deberían ser leídas como una suerte de intersección en el tiempo presente, una especie de diagnóstico retorizado de su misma condición de exiliado y de sujeto migrante, un ámbito de subjetividad y un sitio para la enunciación de la poesía. En ellas la ironía y la parodia reclaman una atención preferencial. Todas las superficies se descubren atravesadas por la necesidad de establecer un comentario, en términos críticos, acerca del mundo, de la vida, de la realidad que se advierte más allá de los límites del dibujo en cuestión.
Afirma el artista que su trabajo es sobre “la vida diaria, busca establecer un comentario social y a veces toca temas políticos. Mi objetivo es crear una historia con ironía mientras seduzco con la dimensión estética de cada pieza”.
Cierto es que tal afirmación queda verificada y admite su rastreo expedito en la hechura textual y morfológica de cada una de las obras que he observado a propósito de este texto. Seguramente nadie entraría en contradicción con esta idea si se escruta con pericia y audacia analítica el subtexto que habita en el epicentro de sus representaciones. Un texto en el que abundan los sistemas de signos y las alegorías ensayadas.
Las obras de Jeine Roque se revelan como auténticos palimpsestos de símbolos y de sentidos. Su apariencia es siempre tramposa: esconden algo más que se le niega a la evidencia del ojo. Tejen una sofisticada trama y una urdimbre en la que los elementos del vocabulario visual van construyendo desvíos retóricos y asociaciones aleatorias en beneficio de un relato personalísimo, empeñado en el sentido reproductor y testimonial, no de la inmediatez, sino de lo trascendente.
Hay una intención de pesquisa y una voluntad de indagación —de acento barroco— que me seduce en demasía. El discurso se organiza, parece, sobre la arquitectura de ciertas contradicciones y de no pocas paradojas. Lo que alimenta, entretanto, esa sensación de extrañeza, de atemporalidad y de desconcierto que se experimenta en el acceso frontal a las obras. Puede que las asociaciones, a ratos, se perciban contrastantes y divergentes, pero, al término de esa relación apasionada, todas remiten con fuerza a una misma coyuntura sociocultural e ideoestética. Ello, si bien contextualiza su poética, en modo alguno reduce el alcance lectivo de la propuesta, por lo que la interpretación se abre a un espectro mayor de interlocutores.
La dimensión teatral y escenográfica resulta otra señal de identidad de este rico repertorio. En época de exceso de vanidad, exuberancia del ego y escamoteo de la futilidad, la obra de Jeine Roque potencia la idea de teatro, de puesta en escena, de carnaval de la disyunción y de la emancipación. Su rareza resulta en extremo alentadora, estructura un orden visible (e invisible) donde rubrica la acción superior en detrimento de la experiencia mediocre y elemental. Todas ellas, en su conjunto enfático y en tanto que cuerpo discursivo, emulan la naturaleza del exvoto. Es como si, de repente, funcionaran como un relicario desde el que poder excomulgar el dolor y afianzar el principio de la piedad.
Qué decir de la pena que pesa en el corazón de todo el que se fue, que decir del amor hacia lo dejado, qué decir del odio lacerante y perturbador, qué decir del llanto que se quedó tatuado en la mejilla de la gitana tropical. Qué decir, qué decir de todo ello.
La obra de Jeine Roque se revela como el ejercicio pertinente y necesario de un ajuste de cuestas entre el sujeto, su medio y el insondable umbral de sus afectos. Me quedo aquí, en silencio, hurgando en la doblez de sus superficies. Se agota mi vino, la lágrima no se seca, pero las líneas de su dibujo me atraviesan sin clemencia ni perdón.
Galería
Jeine Roque – Galería.
Juan Antonio Rodríguez: las voces del agua
La crítica tradicional se apresuraría a etiquetar a este artista dentro de un contexto de referencias. Pero como yo no pertenezco a esa escuela del prospecto y de la fórmula rancia, no ensayaré la pesquisa de ese horizonte referencial en la obra de Juan Antonio Rodríguez, artista cubano residente en Florida.