Lisyanet Rodríguez: Crisálida

Lisyanet Rodríguez es una suerte de hada, de personaje raro extraído de la literatura y no de la vida real. Es una hacedora de metáforas y de rizomas. Su obra, a sus anchas, goza de una doble condición: la centralización de la belleza confesada en tanto que pulsión manifiesta, de una parte; de otra, el encumbramiento de la extrañeza convertida en el espacio en el que se produce la fruición de lo inquietante.

Sus piezas se revelan como auténticas metáforas, tejidos alegóricos que no remiten precisamente a la ficción, como pudiera pensarse, sino que, por el contrario, se acercan a su propia vida a modo de biografía visual de lo que fue su infancia. Estas obras no deberían ser leídas solo, o no únicamente, como formalizaciones estéticas relatoras de un gran virtuosismo técnico. Deberían ser leídas, por el contrario, como revelaciones simbólicas de su historia personal y familiar, como el tratado enfático en el que se registran las pistas e indicios de una particular existencia, la radiografía de un presente que procura el cruce con el pasado.

En la misma medida en que yo idolatro las palabras y las invito a formar parte sustancial de mi mundo; Lisyanet Rodríguez, a su manera, convierte la ficción del arte en esencia de vida, se forja una mitología privada que habita a su voluntad y a su antojo. Los personajes que, junto a ella, pueblan ese mundo, parecen liberados de una tierra extraña, una isla tal vez: el silencio de sus espacios y su ceguera los revelan desprovistos de sus atributos y de sus prerrogativas.

Esos personajes, en apariencia, se manifiestan contra los mundos estereotipados, anuncian su felicidad al tiempo que cantan sus amarguras confusas, sus vidas oscilan entre lo fútil y lo fúnebre, entre la densidad verbal y la epifanía.

Las superficies de esta artista, así como su universo objetual tan dado a la búsqueda del detalle, revelan una vocación artesanal fuera de serie. Toda su producción está ligada a unas resoluciones estéticas que ponderan el carácter narrativo de la obra y su profundo impacto a nivel visual.

Se trata, sin lugar a dudas, de un planteamiento artístico ciertamente sofisticado que se postula como un hecho fáctico en sí mismo, un hecho que fluctúa entre lo estrictamente retiniano y un impulso conceptual que aflora más allá de la evidencia cifrada a través de lo representado. Sus piezas parecen abstracciones de sueños, láminas del subconsciente o instantáneas de una memoria que lucha por conservarse frente a la imprudencia de los desgastes y los arrebatos cíclicos.

Cada obra es un universo, un ejercicio de plena satisfacción y de goce. Se advierte un exquisito gusto por lo formal sin el abandono de motivos, digamos conceptuales o narrativos, que justifiquen esos «alardes» tecnicistas. Lisyanet Rodríguez goza de una extraordinaria habilidad para la seducción desde cualquier lugar de la paleta. Tanto en blanco y negro, como en color, las obras denotan un virtuosismo aplastante y una erosión que me resulta hasta excitante en términos sexuales.

Me interesa poco, por no decir nada, si se trata de un arte femenino o feminista. Creo, me atrevería a especular en mi deliberada intimidad crítica, que a ella misma le importa poco este asunto. Estimo que su producción sobrevuela ese debate, a ratos tan ortodoxo y convaleciente, para organizar una mirada rica y enfática en la afirmación expedita de los valores esencialmente artísticos.

Si una señal femenina resulta evidencia fáctica en el centro de este relato suyo, es que todo este imaginario está construido y articulado por una mujer que, como muchas otras, revisa su vida en una constante interrogación de su pasado y de su presente. La dimensión feminista, en tal caso, se descubre rebasada por su misma condición.

Si hay algo en sus obras que me fascina, es esa extrañeza casi sorpresiva que asalta y doblega el embeleso del mirar distraído a la gimnasia —siempre alentadora— de buscar las razones o los porqués de estas imágenes. Ello se traduce en una suerte de relato gótico o de escena cinematográfica gustosa del suspense que consigue conservar la atención en el contacto visual con la obra.

Se advierte, también, una tensión entre el impulso barroco y la dominante minimalista. Es detectable ese mecanismo en el que la imagen se aborda con meticulosidad extrema contrastada con fondos planos que enfatizan, más si cabe, el carácter barroco de las piezas. Y hablo de un barroco limpio, elegante, un barroco de la «recordación» —como diría Lezama— que alude a la metáfora, a lo grácil y lo húmedo.

A estas alturas de mi vida no podría concebir la existencia sin metáforas, sin esa necesaria recurrencia al tropo que me alivia y me distancia de lo mediocre y de lo pedestre. Cuando miro las obras de esta artista hallo en ellas ese alivio no sin cierta cuota de perturbación. Y eso, sencillamente, me seduce de una manera poco habitual.

Estas reacciones mías, valga subrayar, no responden tan solo a la cadencia liberada y liberadora de mis especulaciones hormonales (también intelectuales). Tanto es así que la propia artista señala: «Mi creación gira en torno a criaturas en las que abundan las malformaciones, mutaciones, y apéndices fusionados entre sí.

En contraste con estas deformaciones, mi esfuerzo más primario es iluminar su delicadeza. Mirando de cerca los miembros doblados, los cuerpos combinados y las expresiones de las escenas, mi instinto es protector. Una respuesta, si se quiere, a la luz de su vulnerabilidad, pues creo comprender su origen.

Me interesa crear imágenes híbridas, separadas del tiempo, el lugar y el contexto. Crear sensaciones ambiguas entre la fascinación, la empatía, y el rechazo».

De ahí, tal vez, ese particular magnetismo que atraviesa su imaginario y lo convierte en aliado de la recordación. Lisyanet Rodríguez, que pertenece a una generación de acento epigonal con cierta recurrencia citacionista, ha logrado algo que es esencial para la consolidación y permanencia de una obra: la fundación de un estilo propio basado en la postulación de una voz personal y única.

Ella ha conseguido generar, per se, una poética. Y nada de ello viene dado por la grandilocuencia de las búsquedas antropológicas o los pseudoconceptualismos, de modo que a ratos resultan estridentes caricaturas de la banalidad (y de la vanidad).

Ese hallazgo, en ella, se produce, precisamente, por medio de una indagación en los pasajes de su propia vida. No de balde, afirma: «las historias y la inspiración que hay detrás de mis pinturas se derivan de las emociones y experiencias de mi vida, lo que resulta en narrativa expandida de la misma.

El solitario y desolado paisaje de los fondos me sirve como exploración de lo sagrado, es un reflejo que simboliza todas las cosas, frágiles, y eternas. Como solía hacer de niña, preparo los mejores vestidos intentando provocar un auténtico espectáculo…».

Lo cierto es que lo consigue. Su obra es un espectáculo en sí mismo, recuerda el amaneramiento barroco de cierto énfasis freudiano y sustantiva un gusto por lo operístico y lo teatral. «Mi proceso creativo —nos dice la artista— resulta de una manipulación de los accesorios que decido utilizar para dramatizar los elementos de cada obra. Construyo y reconstruyo escenas en mi afán por confrontar los mundos que desde siempre han sido más intrigantes para mí».

El conjunto que se organiza en torno a Dressed up focaliza sobre tres indicadores que advierto esenciales a la hora de comprender el sentido, primero y último, de esta propuesta: el principio irrecusable de la ficción; la mirada hacia la espesura de eras y de seres imaginarios y la indiscutible interrogación a su propia hoja de vida.

De esa tríada nace un repertorio de obras que perpetúan el lugar de la belleza frente a las tiranías conceptuales o las erosiones provocadas por el uso y abuso de los recursos de lo escatológico y de lo abyecto.

Lisyanet Rodríguez crea mundos allí donde otros generan abismos, confía en la utopía frente a la maquinaria predatoria del escepticismo instrumental, engendra el relato de la elocuencia en lugar de la estridencia y del ruido, procura la búsqueda y el hallazgo de lo sublime frente a la evidencia de sus ruinas. Su obra quedará, para la historia del arte cubano, como un ejemplo de clarividencia, lucidez y honestidad.

Todas las historias no son más que reacciones del sujeto a su tiempo. Quizás por ello la obra de esta artista es una historia en sí misma. No hablo de esa historia que tanto sedujo al sujeto moderno, hablo de la narración introspectiva, del viaje profundo hacia los ámbitos escorados de lo ontológico, hablo de texto que es solo legible desde la transparencia horizontal de un yo dialogando con el mundo y con las fuentes de su origen.

Estas láminas proponen un discurrir de la vida que se escapa, la ralentizan y la fijan. Estas láminas, insisto, se convierten en el nervio interno y la sangre dadora de una nueva condición.

Hágase la voluntad de lectura, allí donde la luz lo mismo ciega que ilumina.


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