Ayer me pinté las uñas. En la mano izquierda usé un color blanco, en la derecha un azul perlado bastante cursi. Lo interesante del hecho no reside en el hecho en sí; sino en sus consecuencias sociales y personales: la activación —consciente o no— del prejuicio del otro y de la inseguridad del yo.
Llegué a un bar al que suelo ir con frecuencia y de rápido noté el peso de las miradas. ¿Me miraban o yo, sin darme cuenta, estaba gestionando ese sentimiento de ser mirado? ¿Eran miradas prejuiciosas y acusatorias o eran simples miradas? ¿Le gustaban mis uñas o interpretaban mi gesto como una mamarrachada?
De una forma u otra, por unas razones o por otras muy distintas, lo cierto es que la curiosidad y la extrañeza flotaban en el ambiente. Pensé en mi hermano como ejemplo inequívoco de heteronormatividad y le envié una foto por WhatsApp. Al instante, me responde con una pregunta: “¿Qué mariconada es esa?”. Entonces comprendí que hasta en los gestos más simples habita la semilla del malestar. La provocación y la seducción suponen, al cabo, la mayor insubordinación.
La desobediencia, desde siempre, me ha excitado. Excitación que solo es comparable con la búsqueda azarosa del placer en la escenografía de un cuerpo ajeno. Ese mismo cuerpo que en la oscuridad, la ceguera de la intemperie o de la reclusión en los espacios alternos, no tiene rostro. Su ritmo discursivo —el de la desobediencia—, tanto como la multiplicidad de voces más o menos aireadas que la orquestan, me provocan. Al punto de que, en buena parte de mi vida, me he descubierto atrapado en un permanente ejercicio de afirmación, en una maniobra de disección, en un vagar por esas zonas en las que placer y epistemología estrechan distancias en una complicidad absoluta.
Tal vez por ello, aunque provengo de la academia y he dispensado obras monumentales para ella, no me interesa su esterilidad y su deterioro de la libido. Es muy frecuente descubrir cómo numerosas digresiones exegéticas en el campo académico, en el de la investigación teórica y la especulación crítica, dan por “hecho” lo que no es más que un “supuesto”. De ahí que estas suposiciones y falsificaciones sobre lo homosexual o lo heterosexual, amparadas en el radicalismo de un pensamiento segregacionista y gregario, construyen estereotipos restrictivos sobre la sexualidad que, terriblemente, marginan a aquellas otras formas discursivas de “hacer” homosexualidades o heterosexualidades que no se ajuntan al paradigma de lo deseado.
Se trata, por tanto, de construcciones fijas con arreglo a una fuerza ejecutiva y de intervención represiva que permite al modelo dominante asegurar su supremacía (simbólica y discursiva) por sobre el principio aleatorio y expansivo de ese esquema que democratiza las fuentes del erotismo y del deseo.
Así, pues, al menos en esta ocasión, opto por la obediencia en lugar de por la subversión furibunda, toda vez que entiendo lo cuir, en tanto que crítica holística a los modelos de sexualidad y de alteridad sexual al uso, como un desmontaje intelectual que permite discernir mejor la dinámica sociosemiótica y el universo ideológico-verbal en el que circulan las propuestas artísticas observadas en este texto. El denominador común a todas es: de una parte, la desestabilización de las representaciones contemporáneas de la alteridad sexual; de otra, la vulneración de los enunciados más recurrentes dentro del espacio de la llamada “parametrización” revolucionaria.
Desde presupuestos teóricos muy distintos entre sí y desde articulaciones ideo-estéticas muy heterogéneas, los artistas siguientes alcanzan a cuestionar y rebajar la “autoridad del campo”. El análisis de la estructura discursiva y del juego perverso de voces contenidos en estas obras invita a pensar en la inexorable necesidad del uso de esas herramientas en manos de artistas, críticos, teóricos e historiadores del arte de los llamados ámbitos culturales periféricos, laterales o poscoloniales. Todos, sin excepción, han de tomar en cuenta los aportes metodológicos de la teoría cuir y de los llamados estudios culturales en el modo cómo construyen sus objetos de estudios en el centro mismo de sus investigaciones.
Muchas de estas exploraciones analíticas, al margen de suponer una reivindicación de las minorías sexuales y/o culturales de énfasis periférico, advierten de una tremenda trabazón ideológica a la hora de acreditar el valor de estos signos estéticos en el trazado polisémico de las historiografías nacionales latinoamericanas, tan propensas ellas a la multiplicación excesiva de los prescindibles e inviables.
Latinoamérica se escribe siempre desde la exclusión y manipulación interesada de sus fuentes. El resultado es una fábula ejemplar y ejemplarizante en la que abundan, sobre un diseño binómico y cartesiano repelente, los personajes “buenos” y “malos”. Todo se reduce a esa construcción de esquemas e intenciones (in)verosímiles que sustentan ese nuevo modelo social de la presunta emancipación y de la conquista del bien común.
El estudio de la otredad, del tipo que sea, no ha de contentarse con su predisposición retórica y autocomplaciente o con la de ser, per se, el producto del discurso del otro. Situación esta que se corrobora en buena parte de la literatura que se aproxima al tema desde la consumación —no siempre confesada— del prejuicio desfavorable sobre un esquema ideológico que ha de ser examinado con toda sospecha y exceso de suspicacia. Mi experiencia española —más de veinte años viviendo en España—, me llevan a pensar en la escandalosa instrumentalización de esos discursos de la otredad que, por defecto, solo buscan resarcir el poder del amo: amplificar su dominio y evidenciar —más si cabe— su dimensión paternalista.
Una desfachatez concertada si tenemos en cuenta que es siempre el amo, el dominante, el hegemónico quien, en un falso alarde de democracia y horizontalidad, usurpa la voz de esos otros tantas veces silenciados y exiliados del campo dialógico. Se produce así una especie de retorno del desamparado que necesita, según esa perspectiva paternalista, ser salvado por el centro, por el poder, por el discurso hegemónico que le dibuja un rostro y una identidad falsificada. Representaciones que a todas luces responden a esas mismas fantasías constructivas del yo y del otro en virtud del enfrentamiento y no de la reconciliación.
Esta ha sido la maniobra de los discursos nacionalistas latinoamericanos y de sus revoluciones más escandalosas, como es el caso de la cubana. Ella, por sí sola, devino paradigma de regulación, control y vigilancia de la conducta sexual y de la imposición de modelos higiénicos. Todo en detrimento de esas subjetividades entendidas como subversivas y contrarias a la virtud y a la moral del nuevo Estado.
Eduardo Hernández Santos – Galería.
Conflictividad y contexto
El espacio de la Revolución, sus trazados ideológicos y narrativos orientados a la construcción de lo nacional, reveló como una trama de simbologías y relatos en extremo compleja respecto del cuerpo, del deseo y del impulso sexual. Se consumó así el diseño de unos apartados y dispositivos institucionales muy específicos encargados —entonces— de domesticar la propia materia del cuerpo y de doblegar sus impulsos más subversivos y desobedientes.
La idea de lo nacional, de un cuerpo nacional y de un sexo oficial, no fue sino una de esas castradoras y deformantes fantasías del proyecto “humanista” de Fidel Castro que supuso un clarísimo retorno, sin precedentes, a la ideología y a la política de los rechazados. La exclusión social, por causas sexuales o de pensamiento alterno al modelo dominante, devino paradigma de operaciones higienistas excluyentes y silenciadoras propensas a abortar —en una especie de exilio forzado de la putrefacción y la escoria— todo aquello que, en principio, resultase abyecto al modelo de Hombre Nuevo. Este no es sino la gran masturbación de la retórica revolucionaria de ese momento. Modelo que debía ser, antes que nada, revolucionario y heterosexual, monógamo y reproductivo.
La heroica del cuerpo masculino haciendo el mundo, sepulta las relaciones amplificadas del deseo en libertad y dicta el control absoluto sobre el sospechoso ejercicio épico de la hombría. Ese enunciado, por fuerza, se convirtió en la tiranía retórica de la nueva sociedad revolucionaria donde no podían existir intersticios para la desobediencia y la falta de higiene asociadas a un tipo de intimidad juzgada como negación de esos ideales emancipatorios.
Tal y como señala el lúcido y brillante escritor argentino Santiago Esteso Martínez, en su excelente ensayo “El sexo de la nación”:
“En las apelaciones de los líderes abundan las referencias, por un lado, a la moral o la integridad física y espiritual de la nación, la ‘decencia’ que debe revestir y regular (contra cualquier enemigo) las maneras de la patria, engalanada de fiesta ante la ocasión de unos tiempos históricos que la convertirán, de una vez y para siempre, en justa, libre y soberana; y por el otro, alusiones —anticipación de chismes, habladurías— a las costumbres privadas de los ciudadanos. Para los que lideran estos procesos, la nación, a través del Estado que la organiza, será eso que estaba llamada a ser solo en la medida en que los individuos que la conforman se comporten en su intimidad y en sus prácticas sociales con honradez y rectitud —desquiciante superposición entre el imperio de la justicia y el ejercicio virtuoso de la hombría, entre la decencia doméstica y la heroicidad pública […] marcando la peligrosidad de unas prácticas que, a partir de entonces, habrá que vigilar de cerca en tanto que identificarán siempre, blanco preciso, la línea enemiga”.[1]
El discurso de la patria y de la nación que, en principio, se suponían democratizadores y libertadores de las tiranías del pasado, condujeron de facto a la emergencia de un sistema opresor que rendía culto a los ideales de probeta y a los falsos héroes. El cuerpo y el sexo se convirtieron así en escenarios de enconadas luchas encargadas de editar las páginas más tristes de todo ese proceso de persecución demencial.
Vigilar y castigar lo que se advertía como una desobediencia respecto de la norma heterosexual, supuso un esfuerzo disciplinador de las conciencias y de las subjetividades tránsfugas señaladas como amenaza. El nuevo discurso higienista y salvífico necesitaba, como nunca antes, de esa otredad maldita, de esa alteridad sexual a la que perseguir, maldecir y castigar. Solo así, por dialéctica sociológica y por contraste, podría redefinirse y proyectarse en el espejo de su conquista y de su autoridad resarcida en el ascenso incesante de su falo.
Y ese, precisamente, fue uno de sus errores narcisistas más radicales que advirtieron de su vulnerabilidad como sistema represivo y dictatorial. Toda vez que, como bien lo aseguró en su momento Michel Foucault, la persecución y represión del deseo no hacen sino amplificar, multiplicar e intensificar esa necesidad. El miedo y el castigo generan, de por sí, una circulación infinita de las fantasías múltiples del deseo.
Rocío García – Galería.
Puede que, consciente de ello o como resultado del accidente, se arreciaron las políticas represivas que condujeron a la creación/fundación de cuanta institución disciplinaria se creyó de utilidad en el proceso de domesticación, repliegue y regulación del impulso sexual disidente. El Estado y sus mecanismos reactivos se ocuparon vehementemente de hacer cumplir los preceptos de la moral revolucionaria. Por lo que resultó peligrosa y excesiva su regulación y vigilancia absoluta de todos aquellos ámbitos vinculados con el sexo, el deseo y la fantasía de los sujetos a los que, con facilidad extrema, se les podía reprender por medio de la cárcel bajo el supuesto axiomático de un “diversionismo ideológico” que no se sabía exactamente qué quería decir aquello.
Se impone así la parametrización de la conducta con el objetivo de castigar con severidad toda forma discursiva de propagación de la homosexualidad. El (o los) sujeto(s) homosexual(es), se convierte(n) en el objeto de una persecución feroz en tanto centro de atención de la línea de fuego enemiga.
Uno de los pasajes más sórdidos de esa escalofriante odisea de descalificaciones, escarnio, humillación y dolor, fue la creación de las UMAP (Unidades Militares de Apoyo a la Producción) a principio de los años 60. Eufemismo tremendo para enmascarar una clara tipología de campo de concentración y de exterminio, disponibles para la reducción de todo aquello que se suponía sinónimo de lacra, escoria, lumpen, vulgaridad, infección e inmoralidad frente al modelo higienista y biologicista del Estado cubano.
En consecuencia, acaso el ejemplo más paradigmático de ese procedimiento explícitamente violento lo constituyen las conclusiones (políticas y jurídicas) del I Congreso de Educación y Cultura de La Habana en 1971. Afirma Santiago Esteso que fue:
“Un evento revolucionario que demandó, con ansiedad ciertamente patética, el control, junto a cualquier asomo de ‘diversionismo ideológico’ (falso inconformismo, pelos largos, pantalones anchos, colores indecorosos, etc.), de los focos de propagación del homosexualismo, letal enfermedad que amenazaba al organismo de la nación y a su nuevo Estado cuyo aparato fue limpiado de homosexuales a través de las célebres ‘parametrizaciones’”.[2]
Como extensión de ese accionar institucionalizado, insiste Esteso, “el obrero no solo continuó castigando a su hijo maricón, sino que contó con la inestimable colaboración de las fuerzas policiales y de sus vecinos, organizados en Comités de Defensa de la Revolución (CDR), alerta detrás de puertas y tabiques”.[3]
En nombre de esa “sana convivencia social” que rechazó de golpe cualquier perspectiva cubista del sujeto, se vulneraron todos los principios de libertad y de democracia mediante la instrumentalización de unos estrictos códigos de medidas disciplinarias que servirían para corregir las fallas de los individuos o la carencia de resortes morales acorde a las máximas ideológicas del modelo dominante.
No resulta difícil advertir así los signos de segregación, exclusión y marginación de este arduo proceso discursivo de construcción de lo nacional como un ejercicio de cosificación y de falseamiento de la realidad que funda sus bases narrativas y programáticas en una mitología reduccionista del sujeto, de sus hábitos y de sus prácticas sexuales. Se crea de este modo una relación de opacidad y un oscurecimiento entre los modelos y su puesta en escena. Esa hipertrofia sociológica ha demandado, con el tiempo, de una mirada cuir capaz de desentumecer esos axiomas y hacer inteligible sus funciones y perfiles más lapsos y menos radicales
José Ángel Nazabal – Galería.
La mirada cuir en la obra
El funcionamiento del discurso político-nacionalista sobre la rentabilidad que le ofrecían las oposiciones binarias y excluyente sirve de base a la mirada cuir para atentar y desautorizar la eficacia y el rendimiento semiótico-discusivo de esos procedimientos censores.
Mientras que el discurso nacional, no solo en Cuba sino en el resto del espacio cultural latinoamericano, advertía a la(s) homosexualidad(es) como algo ajeno y profundamente dañino a tenor de la refundación del paradigma de una masculinidad heroica que resulta emblema de la patria y del territorio conquistado, la mirada cuir de los artistas latinoamericanos, por el contrario, subvierte tales criterios y amplifica el coro de voces laterales (homosexuales, bisexuales, lésbicas, travestidas, andróginas o cualesquiera que estas sean), a favor de una reivindicación no solo de la diferencia sexual, sino también de sus posibilidades y dimensiones políticas.
¿Qué impide a los sujetos cuir participar en la construcción del discurso nacional si son muchos, como se sabe, los aportes de estos a ese proyecto nacionalista? La exclusión utilitaria se escuda en el principio reproductor. Latinoamérica ha necesitado siempre producir, postularse como un territorio fértil en términos de economía y de discurso. A tales efectos, la homosexualidad, en el contexto de las fantasías nacionales aglutinadas en el deber ser de una ideología maltrecha, se entendió como una auténtica degeneración y una desviación de todas las virtudes humanas.
Un silenciamiento de la propia dimensión ontológica del sujeto que trae implícito un carácter demoníaco y pervertido, toda vez que anula el instinto genésico y clausura los esfuerzos empleados en perpetuar la especie. Consideraciones estas que se organizan sobre un fraudulento conocimiento de la(s) homosexualidad(es) y de todas aquellas tendencias y prácticas sexuales ajenas al canon de la heterosexualidad obligatoria.
La Revolución cubana, sujeta a esa falacia hermenéutica, entendió que los homosexuales y los capitalistas eran sus peores enemigos: con los segundos no era posible el diálogo; a los primeros había que exterminarlos. El cuerpo homosexual era proyección distorsionada, supuración abyecta y fétida de ese otro cuerpo que pretexta una masculinidad hiperbólica y heroica, epítome de la animalización del humanismo revolucionario. Su “ofrecimiento anal” suponía, más que nada, degeneración y negación, arbitrariedad y debilidad, deslealtad y cobardía, enfermedad e infección.
La sodomización —y vulneración— que ella propone del cuerpo masculino responsable de construir el futuro de la nación, se lee como la más alta traición al legado épico de la narración socialista.
De ahí que la mirada cuir en la obra de cinco artistas cubanos (Eduardo Hernández Santos, Rocío García, René Peña, José Ángel Nazabal y Nonardo Perea), disfruta de su empoderamiento y del instinto subversivo e irreverente que supone el reconocimiento de un horizonte ontológico de ascendencia nacional, a todas luces amplificado. Mientras que el poder y el dominio de la heterosexualidad obligatoria y excluyente niega la polivalencia y la diversidad de los modelos cuir y de alteridad sexual; los artistas aquí referidos, a la inversa, desautorizan la supremacía de los enunciados excluyentes perfilando una ontología mucho más profunda y ambiciosa del ser nacional que, de modo paradójico, subraya los ideales de un modelo social realmente humanista.
Es decir, lejos de contravenir la ideología humanista del modelo, son ellos, en cambio, los que la ejercen con altos grados de derechos y de licencias persuasivas. Son estos cuerpos los que, por paradójica ironía, materializan las concesiones liberadoras y libertarias que frustró la Revolución en sus intentos iniciales.
Las narrativas de estos cinco artistas sostienen, con mayor elocuencia y contestación política, que no existen categorías naturales, sino que —contrariamente— existen construcciones sociales dispensadas por los discursos dominantes esforzados en socializar y probar su rendimiento sociosemiótico extensivo. Esfuerzo que busca entorpecer el grado de legibilidad de la exclusión y dar como hecho natural lo que no es más que una falacia resultado de operaciones ideológicamente interesadas.
Tiempo es de señalar que no existe una única teoría cuir. A diferencia de ello, son muchos los anclajes teóricos cuir que se manejan según la diversidad de autores y a tenor de los diferentes contextos académicos en los que estos enunciados, basados en una radical crítica de la representación, cobran inusitada fuerza en los ámbitos de las humanidades y en el de las ciencias sociales.
En cualquier caso y pese a la diversidad de posiciones y a la abundante cosecha de enfoques epistemológicos en este sentido, El género en disputa (Butler, 1990) se sigue considerando el libro maestro de toda esta disertación teórica. Sin duda tuvo un carácter fundacional dentro del marco conceptual y metodológico de este tipo de aproximaciones expandidas a las tradicionales —y dictatoriales— categorías de género y de sexo.
Butler, tal cual enfatizan los cinco artistas cubanos en sus prefiguraciones estéticas y narrativas, advierte como nadie de la terrible tiranía que suponen, para la comprensión y ensanchamiento de la vida y la libertad del sujeto, este tipo de construcciones constantemente escenificadas con el afán de hacerlas pasar por naturales. Su posición, incluso, va mucho más lejos que la tradicional crítica feminista, al cuestionar los propios dominios de la biología y evaluarlos como resultado de procesos de mediación cultural basados en los principios de construcción artificiosa y en los mecanismos de persuasión ideológicos. La idea de que no es posible corroborar hasta qué punto la construcción cultural del género se asienta sobre la dicotomía de dos sexos biológicos, una vez que solo tenemos acceso a sus construcciones autorizadas por el discurso de la cultura, resulta de una radicalidad y militancia fuera de serie.
Según su punto de vista, la idea del género precede siempre a la del sexo y no la inversa como se solía afirmar. En su opinión, los modelos culturales fundan primero una idea del género a la que luego, por fuerza, habrá de cotejar el orden material y físico. En este caso el sexo resulta la materia de conexión con esa idea previamente construida. Su ya célebre afirmación: “el género es un tipo de personificación que pasa por real”, es de tal grado de elocuencia y de demostratividad que se convierte en tesis o punto de partida para el resto de los estudios y digresiones epistemológicas en este campo concreto.
La consideración de que el discurso de la sexualidad contemporánea se articula sobre la base de un diálogo entre dos géneros (masculino y femenino) y dos sexos (macho y hembra), ayuda a corroborar la ideología del poder falocentrista que se asegura a sí mismo la sostenibilidad discursiva. Arbitraje malicioso y excluyente que es solo posible imponiendo y reforzando esa imagen desquiciada y reduccionista acerca de la real dimensión ontológica de la alteridad sexual y de la sostenibilidad de una escritura cuir del sexo, el género y la vida misma.
Asumir la vida en el marco operacional de esa matriz-opresiva de sexo/género, señala una estrechez escandalosa. Por una parte, refuerza el estado de heterosexualidad obligatoria y dominante; por otra, nos hace inteligibles a los ojos de quienes solo operan en el horizonte de un pensamiento reduccionista sujeto a la celebración de la antinomia excluyente. Es frente a este esquema de objetos sociales cognoscibles, categorizables y manipulables, que la ideología de lo cuir revienta esas nomenclaturas y pervierte la matriz en función de un paisaje muchos más rico en calidad discursiva y en cantidad de subjetividades. Muchas de ellas travestidas bajo el signo de la insubordinación y la desobediencia en tanto figuras tránsfugas del sistema, de la norma, de todo lo dado en forma de prospecto o de receta estéril.
Nonardo Perea – Galería.
Sabido es que la desviación respecto de ese canon de obligatoriedad heterosexual y dictatorial, diseñado sobre la estructura ficticia de esas presuntas identidades naturales, supone abrazar la ilegibilidad dentro del arbitrario marco del cuerpo civil y de los aparatos legislativos de la identidad social. Todo sujeto, lo saben bien estos artistas desestabilizadores del dogma, es un personaje público. A todos ellos les acompaña un papel en la dramaturgia social en la que cada acto supone una performance escenificada con arreglo a unos parámetros del valor y la virtud traducidos en emblemas higienistas. Los sistemas jurídicos y las plataformas retóricas que reproducen la inteligibilidad como meta del discurso cartesiano femenino/masculino anulan la posibilidad de la desviación del canon y aminoran los efectos subversivos de las posiciones carnavalescas y travestidas que desean sepultar el paradigma de esa legibilidad construida.
No son sino los artistas contemporáneos los que producen —al margen de ese modelo segregacionista— un cuerpo de subjetividades laterales capaces de desautorizar, por su naturaleza rara, divertida e interpelante, los enunciados rectores que justifican los comportamientos sociales y comunitarios más recurrentes dentro de lo aceptado y lo aceptable. El arte robustece sus premisas críticas y sus argumentos sustantivos para rebajar la autoridad y competencia de ese esquema opresor. Estos cinco artistas están gestionando lo que a la sociedad civil cubana le resulta imposible.
Mientras que el régimen patriarcal y machista celebra la sanidad y el principio higiénico del modelo que hace coincidir sexo y género en correspondencia casi matemática y científica con la matriz esbozada por el poder, los artistas cuir, bajo el signo de la insubordinación y del placer, reescriben esas estructuras de coincidencias y ensayan otros formar de producir (i)legalidad dentro del campo de esa misma matriz hegemónica.
Se supone que los hombres y mujeres debemos comportarnos según lo que la escenificación de esa matriz demanda y exige. Actuar de un modo u otro, lo sabemos, pone en juego nuestra propia integridad en un sistema represivo y castigador. Hablo de un miedo culturalmente construido y producido frente al que estos artistas postulan sus ensayos y escrituras abiertamente contestatarias. No se trata en sus casos de abandonar el papel, tras bastidores, para ser uno mismo, sino de abandonar el papel asignado y reventar su abecedario en la escena pública, en el territorio visible de la obra de arte. Se trata, por tanto, de multiplicar la realidad misma advirtiendo de la espesura de sus dominios y el elevado grado de diversidad de voces que habitan en el cuerpo social.
El artista cuir deviene cuir, escenificando la ficción que su propia indumentaria desmiente: no puede llorar a la sombra del canon, sino que debe subvertir su ideología y sus fronteras taxativas. Debe, como consecuencia lógica de ello, destruir el disfraz. De ahí, si se quiere, la necesidad de reescritura, de parodia, de radicalismo político, de contestación y de sorna.
La identificación con la matriz que nos domina y nos presenta como sujetos aceptables en el orden de los géneros diferenciados, resulta de una clarísima escenificación intencionada, culturalmente dirigida a la sanción y aprobación en la esfera pública. No existe verdad, de ningún tipo, tras esos modelos de actuación. Todo lo más, se arrecian, en su salsa, las presunciones y las falsificaciones. El varón y la hembra se convierten en datos constatables para el aparato discursivo que determina, de antemano, su identidad. Su performance está basada en actuaciones públicas, no en el desarrollo de su voz en la intimidad que, en última instancia, pierde sentido en su rivalidad y competencia con el principio de realidad que cosifica y regula la conducta en una especie de personaje-máscara.
Por ello los teóricos y los artistas cuir destinan sus esfuerzos intelectuales y estéticos a cuestionar la sospechosa naturaleza de estos criterios sociales que sirven como demarcadores taxativos de tales categorías. Muchos, a su modo, reflexionan acerca del modo cómo estas etiquetas han llegado a gobernar y dominar incluso la forma en la que nos vemos y aceptamos a nosotros mismos.
La mirada cuir, tanto en el ámbito de la academia como en los terrenos del arte, asume como punto de partida de su cadena de interrogaciones el hecho mismo de que toda identidad resulta de una narración cultural e ideológica. De ahí que la noción de sexo y de género, dentro de este episodio hermenéutico, se advierte como una extensión/prolongación de ejercicios de subjetividades escritas y narradas en un orden temporal sociohistórico determinado y en el perímetro de unas relaciones de poder muy concretas.
El estudio de la identidad, en manos de los artistas cuir, refiere a todos aquellos sujetos que, en su igualdad y diferencia, se reconocen marginados por las estructuras dominantes. La condición cuir, explica magistralmente Daniel Noam Warner, “no estriba en vivir fuera del aparato regulador de la matriz de inteligibilidad, ya que en su exterior no hay verdadera existencia. No hay lugar desde el que podamos ver lo que realmente está pasando, porque el poder está entrelazado con todo”.
Entonces, insiste el autor “la condición cuir se mofa de estas barreras: torcemos nuestra escenificación cuestionando las suposiciones naturales, combinando y emparejando de manera velada, no solicitadas, viviendo (o investigando) como una serie de inferencias inconexas, subrayando que las supuestas relaciones ‘naturales’ de la matriz son meras construcciones”.[4]
Entiendo entonces que, con independencia del rechazo que muchos activistas profesan al enunciado al considerarlo peyorativo en su uso y alcance, lo cuir supone para esa estructura de dominación y de escenificación un duro golpe en la diana de sus falsificaciones y reduccionismos más radicales.
La obra de los artistas aquí seleccionados evidencia que la voz subversiva y desobediente puede —aún— asegurarse un espacio de emancipación en el que poder discutir y revisar los autoritarismos venidos de fuera. Ellos, desde la celebración de los otros infinitos y de sus gramáticas de erotismo inabarcables y expandidos, sustantivan las superposiciones e identificaciones transversales de la categoría de género adscrita a nuestra anatomía. Así, la ambigüedad y el acoplamiento híbrido, tan propio de nuestros espacios poscoloniales, se considera como parte ineludible de ese raro proceso fundacional de nuestras culturas.
Se quiera o no, el sujeto cuir entró en el texto de la historia para acreditar su identidad en el marco de las identidades y los discursos que la patria y la nación reconoce como propios.
Por lo pronto, sigo pensando en sus conquistas. Si el cuerpo del amante furtivo me excita; el del militar que defiende la patria y sus conquistas, también logra hacerlo. Si el primero me enloquece y me domina; el segundo, en su misma obscenidad, me fascina. Que vivan los cuerpos libres en su misma libertad. Yo, de paso, me hago la manicura.
© Imagen de cubierta: Vogue 2 (detalle). Nonardo Perea.
Notas:
[1] Santiago Esteso Martínez: Ficciones en las fronteras de la ley, Universidad Complutense-Ciudad Universitaria, Madrid, 2004.
[2]Ídem.
[3] Ídem.
[4] Daniel Noam Warner: “Hacia una metodología de investigación queer”, en Orientaciones: revista de homosexualidades, no. 9, 2005, pp. 131-155.
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