Roberto Fabelo: catástrofe glorificada


Médula, exposición de Roberto Fabelo en el Museo Nacional de Bellas Artes de Cuba.



Lo afirmé en Madrid y lo reitero en La Habana: Roberto Fabelo es uno de los artistas más disidentes y desobedientes del panorama del arte cubano contemporáneo. 

Su obra supone una rotunda bofetada a una realidad cultural y política que hoy por hoy engendra monstruos en el teatro de absurdas cordialidades. Ese en el que las máscaras se convierten en rostro y la catástrofe se glorifica como escenario viable y posible. 

Ningún gesto estético realmente emancipador puede operar bajo el discurso excluyente de la hegemonía; pero existen gestos como el de Fabelo que, bordeando los límites del campo de poder, celebran la floración y el advenimiento de una legión de sujetos libres (aparentemente libres). 

Médula, su actual exposición en el Museo Nacional de Bellas Artes de Cuba, no es sino un alegato deliberante en favor de las libertades y un grito en defensa de lo legítimo, de lo prístino, de lo esencial y de lo trascendente que se juegan su sitio en el tortuoso intríngulis de lo absurdo y de lo imposible. Lo imposible siempre. 

Una curaduría es siempre un ensayo; toda museografía es siempre un relato. La una y la otra comulgan en el espacio de la narración. Su objetivo es contar historias, revelar mundos, avizorar episodios y alertar sobre realidades metafóricas y simbolismos encriptados que tal vez no alcanzamos a desentrañar el resto de mortales. Por tanto, su misión se discute en el más riguroso acatamiento de las normas de la fabulación y de la especulación, evadiendo cualquier atentado venido de los ámbitos de la semiótica y de la narratología. 

Al despreocuparse de este hecho, la mayoría de las exposiciones que visito me suelen parecer tremendamente aburridas. Esta muestra de Roberto Fabelo, curada por Jorge Fernández (director del museo) y Laura Arañó (curadora de esta misma institución), me alivió de ese triste pesar. 

El arbitraje de ambos curadores en torno a esta poderosa narración estética, plagada de infinitos retruécanos y de una deliciosa e irritante profusión gramatical, ha sido impecable. Un observador (y un curador) debe cuestionarse persistentemente su preparación para según qué desafíos. En esta oportunidad, estimo que se jugaron el tipo, haciendo del ejercicio de curaduría un espacio para la osadía y para la irreverencia; también para ciertas concesiones que resultan del compromiso y de la obligación. 

Esto último teniendo en cuenta que toda curaduría es por fortuna un gesto intelectual y también político, que se arroga el derecho a escoger (bien o mal) sus lugares de enunciación y a no responder a genealogías preestablecidas ni a guiños de autoridad en voga. 

La cuestión no estriba en ilustrar o en traducir una realidad. La verdadera cuestión se plantea cuando los roles de la interpretación y los vicios del escrutinio se imponen al estreñimiento y a la doctrina de los lugares comunes y de las repeticiones estériles. 

De vuelta a la obra, y sin hacer demérito a la estridencia mediática de la propia figura de Fabelo y de una inauguración multitudinaria, se entiende el poderío de un artista que no solo es capaz de orquestar dispositivos alegóricos muy potentes y de alta rentabilidad lingüística, sino que se puede permitir el lujo de transitar, con abundante gracia y espesura, por todos los lenguajes del arte contemporáneo, de un modo poco menos que envidiable. 

Lo mismo va de la instalación enfática al encuentro del objeto recuperado en un nuevo sistema de sentidos, que de la majestuosidad pictórica a la gramática fulminante del dibujo. Lo mismo tropieza con el enviroment que se levanta con la teatralidad y la danza de intenciones multiplicadas y expandidas. Lo mismo, lo mismo y lo mismo.

Su obra, frente a la epopeya grotesca de una realidad sucia y disonante, que acusa el momento de su mayor deterioro, se presenta como un poema de métrica alejandrina. Habría que volver a los pocos cenáculos que quedan del gran arte cubano para comprender que el oficio no es lo único que hace al artista, sino, y antes bien, es la voluntad crítica y la deliberada intención política las que aseguran un lugar en la historia: el suyo ya no admite discusión de ninguna índole, se lo ganó; se lo ganó mirando a los ojos a los censores. 

Muchos artistas demuestran una agudísima sensibilidad en el manejo de los recursos, del oficio y del lenguaje; sin embargo, se descubren tímidos hasta el escándalo a la hora de administrar la sagacidad de una mirada crítica que, más allá del panfleto, desautoriza y pone en crisis las estructuras de poder y las relaciones de violencia sistémica y expandida. 

Fabelo tiene muy claro, al menos me lo parece, que el arte no puede (o no debe) abandonar su compromiso social, máxime cuando su escenario de actuación acusa altos índices de violencia totalitaria y el descentramiento de todos los paradigmas utópicos con los que se soñó una vez. 

Tampoco se olvide nunca la evolución de esta sensibilidad crítica y claramente contestaria del arte cubano de las últimas décadas, la que ha proporcionado un marco para la discusión de las ideas acerca de un mundo sospechoso en sus afanes y en sus formas de decretar la persistencia de horribles pesadillas. 

¿Qué monstruos pinta Fabelo, qué demonios exorcizan sus dibujos majestuosos y epatantes, de qué médula nos habla y por qué, a qué mundo se refiere, qué realidad describe y certifica, qué orden nos propone, hacia dónde huyen esos rinocerontes (¿y el rojo, hacia dónde va?), qué se cocina en esas cazuelas gigantes, qué sueños se cierran en esas maletas atravesadas por un tiempo de rabia, qué huesos escoge para hablarnos a nosotros y decirnos cosas en un momento de escasez y de hambruna, de qué tragedia y de qué comedia nos alerta, qué adivinanzas nos plantea, bajo qué lluvia de sujetos recitados reclama nuestra atención, desde qué coagulaciones interpelantes nos confunde o nos avisa, qué picaduras venenosas estimulan su vértigo como artista y como hombre, qué alergias letales nos lanza para que despertemos del letargo de la estulticia, nos dice algo sobre la consumación física del amor o sobre su detonante catástrofe, tal vez glorificada?

No sé, me siento abrumado. Ahora mismo no sé qué decir frente a las posibles “coerciones” que anidan en estas preguntas. Desde luego, pueden ser muy variadas (y lo son) las respuestas a estos interrogantes. La propulsión estética que se-adentra-alejándose en las encrucijadas del ser humano y en las contradicciones de su contexto en realidad plantean más dudas que certidumbres. Y es esa condición, precisamente, la que alimenta la robustez alegórica de su obra. 

La metáfora se contornea airosa en la médula de toda esta narración, hace de ella un ramillete semiológico infinito en la consumación de sentidos inaprehensibles. Con esta exposición he comprendido que el arte, justo en su afán de liberarse de la realidad y no conseguirlo, termina por diagramar los índices vitales de esa misma realidad registrada en la mirada y en la subjetividad del artista. Ese registro vale oro.

La linealidad estéril y la vaguedad significativa de la crítica más obediente busca aportar motivos que integren la iconografía de Fabelo dentro de las corrientes del surrealismo y del simbolismo, haciendo énfasis en su particular fusión de elementos pertenecientes a la realidad y a la ficción, con arreglo a la vertiente onírica. También está esa otra que, haciendo culto a las “referencias”, tan aburridas como innecesarias, proclama paralelismos fortuitos. 

Esta lectura no deja de parecerme en extremo reduccionista y manipuladora, cuando en verdad no hablamos de surrealismo sino de una grave infracción en las láminas heridas de una realidad cultural asfixiante y maldita. Si una obra será recordada como testimonio de la tragedia de un país a la deriva de sus circunstancias, esa es la de Roberto Fabelo. 

Existen muchos artistas, y muchos más que se proclaman artistas políticos o activistas sociales. Y no estoy en contra de nada de ello, pero descreo lo suficiente de la idea de la obra como panfleto, con la misma intensidad que creo en la habilidad de este imaginario como denuncia y reclamo, como contestación y como grito. 

La gestión de las dimensiones políticas de la obra de arte tiene infinitas estrategias de asentamiento y de circulación. Y comprendo que muchos tal vez no encuentren razón en mis argumentos en virtud de defender los suyos, pero sospecho menos de una obra que cifra su destino en la lectura y traducción del drama humano e insular, que en la que se construye como discurso primero y como obra después. La profundidad conceptual de Fabelo desautoriza, en muchas ocasiones, la literalidad coqueta de otras entregas estéticas y conceptuales que se organizan desde el mero y simple complot.

No es posible perder de vista que la figura de Fabelo se define en una época muy especial, en la que el arte cubano estuvo signado por transformaciones sociopolíticas importantes en las que la relación entre los artistas y la Institución-Arte atravesó momentos de crisis y de desavenencias muchas. 

Esto último, por una parte, reforzó en algunos casos una obra más decorativa que incisiva. Y creo que hasta el propio Fabelo se vio envuelto en esa tendencia de aderezar las imágenes con excesivas digresiones para lidiar con la censura. Sin embargo, con el paso de los años y de la madurez que estos imponen, su narración se vuelve más transgresora, más insinuante, menos obediente a los arreglos y a los pactos de otros momentos. 

A menudo, esa transgresión ha sido expresada en términos metafóricos, pero expresada al cabo. La narrativa del Fabelo de hoy es tremendamente lúcida e irónica respecto de las circunstancias de un mundo enfermo por el egoísmo, la violencia, el totalitarismo y la desidia a escala mayor. Fabelo es el gran Kafka del arte cubano, mientras que muchas de sus esculturas (en especial las cucarachas gigantes con rasgos humanoides) atesoran toda la versatilidad simbólica y hermenéutica. Ellas refieren su triunfo en una ciudad convertida hoy en un gran vertedero público, en escombro. 

La Habana es una ciudad herida en su estructura medular; la Isla es una balsa a la deriva: la obra de Fabelo se entiende entonces (o bien podría leerse) como una posible exégesis de esa maldad circunstancial, de esa fenomenología de lo adverso y del desvío antropológico como daño permanente. 

A su modo, en la conducta de todos sus personajes antropomórficos, grotescos, híbridos y travestidos, se les advierte consternados por un sentimiento de impotencia (o de amor infinito, ¿quién sabe?) que se debate entre sus posibles líneas de deseo libertario y las coerciones irrefutables de la realidad que se impone. 

Es así que muchos de estos personajes transpiran bajo la piel de Gregorio Samsa, arden en sus cicatrices, se duelen en sus relaciones perversas y pervertidas, no respiran. De tal suerte, sus obras se envisten siempre de una gran ambigüedad, lo que asegura para ellas el descentramiento de las exégesis rígidas y de las dudosas lecturas reglamentarias. Devienen así, en pura seducción; en arrebato, incluso. Se trata de la vejadora comedia del cuerpo robada por otro. 

Cada pregunta que me hago termina por confundirme más. Y es que la crítica, también como la curaduría, es un ensayo sujeto a la especulación y al albedrío de las hormonas (y de las neuronas). Sin embargo, y muy a pesar de estas dudas personales, razonables o no, la exposición Médula reúne un profuso e irrisorio catálogo de la otredad, en un espacio sociocultural donde se visualizan todas las manifestaciones fragmentarias de la subjetividad y donde se vandalizan todos los paradigmas de norma y de moralidad. 

La figura del carnaval bien podría describir la lógica de esta muestra en la que las calderas, los huesos y los rinocerontes en fuga, certifican la vulneración de cualquier régimen de autoridad y la irrupción de la alteridad en su máximo apogeo. Médula y carnaval se acoplan en el contexto de este relato. 

Ello se relaciona, en otro orden, con esa suerte de sintagma (por llamarlo de alguna manera) que ha cartografiado por mucho tiempo la estética de Fabelo: la relación simbiótica, a ratos exasperante e intrincada, entre las formas humanas y las anatomías animales, en un ofrecimiento vívido de trozos y de fragmentos que parecen hablar de la complejidad del ser humano y de sus instintos nunca predecibles (o sí). 

Esas anatomías, registradas en esta muestra, (creo) nos hablan de la dualidad de la existencia con la misma soltura que nos dictan alegatos acerca de la máscara para sobrevivir al aquí y al ahora. Todos esos sujetos están envueltos en la profunda intimidad de sus utopías personales. Por ello sus formas, aunque repetitivas a veces, no han caído en absoluto en desuso. 

Estas estructuras, entendidas como cuerpos identitarios autónomos, revelan siempre esa contradicción latente entre una gramática estereotipada y una resultante agramaticalidad. Entre la una y la otra se disuelven los estándares de veracidad y las utopías de un hombre nuevo haciendo el mundo, ese hombre cansado hasta el hastío. 

A la dialéctica de probeta que pretendió hacer de las anatomías un espacio reglamentario, a tenor de la dominante ideológica y del cumplimiento de los roles estrictos que fijó la teoría moderna del sujeto, Fabelo descubre un frenético y promiscuo entrecruzamiento entre roles, identidades y cosméticas. 

El sujeto (sus sujetos), se liberan de la tiranía normativa de los géneros parametrizados para vivir en libertad lo mismo su tragedia que su felicidad, lo mismo sus dudas que sus certidumbres, lo mismo sus miedos que el heroísmo de sus debilidades y de sus heridas. 

En esta exposición, que de alguna manera ya había visto en Madrid, pero mucho más reducida, dos razones conceptuales continúan su curso con especial reiteración: de una parte, los procesos simbólicos que entrañan todas las nociones de caricaturización del sujeto y de sus circunstancias; de otra, la reverberación de los enunciados críticos respecto de toda idea de restricción y de cosificación, de coerción y de coacción. 

Aquí se señalan indicios de inestimable peso a la hora de argumentar la furia noble de estos personajes y su final desestabilización de los preceptos normativos. El sujeto en crisis elabora nuevas estrategias de permanencia (y de travestismo) en el tejido teatral de la vida que linda con la muerte. 

Advierto una reapertura de sus mismos códigos de representación, que adquieren ahora (en muchas de las piezas aquí reunidas) una mayor solidez y una mayor espesura textual. La naturaleza robusta de sus figuras estilísticas, su ambigüedad de espacio y de lugar, su capacidad para gestionar atmósferas inquietantes y su habilidad para entablar una conversación sujeta a la ambivalencia de sentidos, hacen de este artista un gran hacedor de lo que me gustaría nombrar como: conflictividad enunciativa

Goya escrutó con una mirada fija y doliente en los desastres de la guerra civil española; Fabelo, en cambio, argumenta sobre la pérdida de veracidad (y la crueldad) de ese imaginario épico que nos ha regresado a otro tipo de desastre, igual de grave, igual de terrible, igual de inaceptable, igual de repugnante. 

En un momento en el que la experiencia cubana anuncia todas sus crisis a un mismo tiempo y el aire que se respira sabe más a toxina que a oxígeno, importa sobremanera entonces que no se extravíe la experiencia del arte en tanto voz crítica y asidero de esperanza y de utopías. 

Nunca hay preguntas fáciles, como tampoco la existencia puede sortear los límites de la brevedad; tampoco nada ni nadie nos puede prohibir salir a respirar, la renuncia ha sido un lugar equivocado siempre: la renuncia no es el lugar, nunca lo fue. El arte debe estar ahí para verificar que la violencia nunca fue una opción, que desertar de la responsabilidad frente a los cadáveres en expansión es pura cobardía, que atentar contra la dignidad de los tuyos es la mayor deslealtad que no perdona Dios.

Fabelo sabe, y lo sabe hacer muy bien, capturar lo (in)apresable; la sensación de lo limítrofe, de estar y de no estar en el lugar de una situación extraña y enrarecida. Él es un maestro de las capturas y de los desgarros que no evaden nunca el consenso de lo cotidiano; más bien lo rebasan. Es allí, en ese espacio de confluencias y de superposiciones, de donde nace buena parte de su inspiración poética. 

No obstante, habría que señalar que sus licencias narrativas y sus digresiones metafóricas abrazan las dinámicas de lo local, pero siempre en conexión inmediata con la globalidad mundial. No sería justo reducir el alcance de su imaginario al ámbito cubano, como tampoco exonerarlo de este. 

La idea del exterminio posible sobre la realidad y la verdad de los seres humanos, es una constante casi crepuscular de toda su narrativa, que lo mismo habla del cubano que lo hace del sujeto internacional. 

Lo es también una dimensión erótica, sin la cual no sería posible entender los deslices y aciertos de muchas de sus obras. A ratos aparecen antihéroes o, en su defecto, héroes que sintieron un día que no podían con la vida, dado que solo vivieron a la espera de la consumación de sus perversos deleites. 

Los imperativos dramáticos abundan en sus obras a un nivel importante de significación. Tanto es así que lo teatral, lo espectral y lo excesivo se ocupan de extender sus armas y su linaje bien administrado por la superficie y la corporeidad de sus piezas. Discurso de las moscasDiscurso de las tres moscasSapingo y Gran amigo, no admiten cuestionamiento alguno en lo tocante a su sensación inhóspita y de gravedad de sentidos. Resultan obras en extremo convincentes y cuya narratividad avanza en dirección proporcional a su destreza técnica y a su pericia. 

La planta baja del museo se convierte en un abrevadero de provocaciones infinitas que destronan los arquetipos del poder, de la persuasión y de las regulaciones pactadas. Aquí se emplazan las instalaciones: Ronda infinitaTorresMalditos viajesSobrevivientes y Liderazgo. Entre todas se produce una auténtica explosión en torno al punto de vista. 

Liderazgo, más allá de cualquier entretenimiento conveniente, es una obra ambiciosa en su interpretación y despiadada en su radical certeza: no hay peor ciego que el que no quiere ver. Su alcance conceptual tiene dimensiones descomunales. Cuando la vi en Madrid, en uno de los patios del Centro Cultural Conde Duque, no imaginé que sería posible verla en La Habana. Es una instalación subversiva en toda regla y desobediente por inspiración y convencimiento. La ironía de su planteamiento y la grandeza de su elocuencia la convierten en una obra rotunda. El escaño de su voz última no se enrarece nunca; al contrario, se revela líquida y magnífica. No es más que el triunfalismo de la verdad, su restitución en un orden de mentiras y de engaños.

En una de las salas transitorias del tercer piso se localiza una de las instalaciones más tremendas de este relato. Se trata, precisamente, de Médula. Una obra que justifica el enunciado genérico de esta exposición. Hablamos de una “cámara oscura” (entrecomillo porque no es tan así), en la que el artista decide colgar del techo huesos de animales sobre los que dibuja y escribe, a modo de restitución de esas almas que ya no están, a modo de poética si se quiere. 

Esta obra huele a peligro, ¿por qué? Pues porque pareciera disponerse sobre el juego de las disputas y de las falsas verdades. Existe en ella una baja densidad temática, pero una altísima frecuencia dramática: temáticamente es burda; dramáticamente es una pieza maestra, con largueza. ¿Por qué? Simple. Allí donde muchos sólo advierten el hueso animal como adornado, “decorado” e hibridado entre gesto estético y concepto, yo, por mi lado, me aventuro a discernir el dolor de una nación que hoy es, sin duda alguna, el esqueleto, el cadáver, el hueso limpio y seco de lo que un día fue. 

Porque en mi calle, porque en mi barrio, porque en mi familia, porque en mis vecinos la muerte ronda como esa visita no deseada. No deseada nunca, pero que día a día se anuncia como hecho y como verdad: toca a la puerta como sentencia cotidiana. ¿Qué es una cámara oscura? ¿Qué significado tiene este sintagma para el siglo XX?

Si alguien lo duda, a la vuelta de una historia que repite una y otra vez los errores del pasado, que se obstina en la ideología del émulo, debería recordar que fue un lugar para el exterminio, para acelerar la aniquilación, para cegar, para callar. Pero lo es, también, y aclaremos esto, un sitio perverso donde se celebra (no en Cuba, claro), las digresiones “libertinas” y “hormonales” del deseo homosexual en libertad. 

Un cuarto oscuro, una sala oscura, es siempre donde cada uno se desordena, donde la lógica del rebajamiento de la autoridad se cumple como un adagio, donde la máscara cae en picado porque la ceguera nos protege. Todo queda reducido al contacto, a la exploración, a la explosión de los cuerpos y del deseo. Un deseo que “se burla” todo el tiempo del “principio de realidad freudiano” como una forma consciente de transgresión; como forma primera y última de libertad y de desorden.

Debo decir que conozco un poco ese palimpsesto infinito (muchas veces convaleciente) de los espejismos escriturales que, desde hace años, han rondado y preñado su obra. Sin embargo, salvo excepciones raigales, la mayoría de estas lecturas me han resultado un singar sobre la hoja de plátano, es decir: repetir el palo. 

Los textos leídos, no a propósito de este, porque sabemos lo que significa el acceso a internet y la tenencia regulada de datos en Cuba, me han supuesto una vuelta al colegio, aquel que enseña las buenas formas y los modales reproductivos. Y todo esto constituye una amarga amenaza a quienes ofrecen el corazón en cada letra, en cada escritura que brota de la “médula”. 

Creo que Fabelo sabe discernir, creo que sabe advertir lo que significa la experiencia crucial de un texto crítico. El texto, la escritura toda no es un ejercicio de obstinación; es, diferente de ello, un acto de amor, de liberación, un impulso sexual de juventud que precipita el orgasmo en detrimento del placer. 

Y es que cuando se escribe sobre arte hay que considerar que, por muy lejos que quede aquella letra, la obsesión por ella se hace cada vez mayor, su búsqueda es como jugar con un cuchillo a expensas del corte; al final, la herida no duele si ella aflora beligerante y ruidosa. 

El diseño de un texto es una labor arquitectónica de superposición de sentidos, expuesta a la vigorosa aceptación o refutación de los otros. Escribir es desertar del orden de las imposiciones, de las multitudes enardecidas que se apresuran a cavar agujeros en las espaldas, es estar parado allí en un ferrocarril a la espera de un tren que no pasará jamás. 

Lo anterior para decir, para repetir, que la obra de Fabelo es hoy tierra fértil. No sé si lo será mañana. No puedo saberlo, no quiero saberlo. El tiempo y la vida consumen la verdad en una especie de suspiro vigoroso y débil a la vez; la historia la devuelve como una fiebre que abrasa en la forma de una verdad a medias. Pero la historia la escriben los que nos sobreviven, los culpables del relato y de la mentira, los que hacen de la verdad un juego. 

Yo me quedo con este imaginario en mis brazos rotos, en mi silencio anhelante de nuevas ideas, de nuevos sueños. Me quedo con la sensación de haber escrito algo que se le acerque tímidamente, que se asome a la impulsiva naturaleza que dispensa su obra. Me quedo con la sensación de hacer sangre donde la herida no existe, después de tanta que se llevó el río. 



Roberto Fabelo (Galería):