Daniel Barrio ama la pintura. Vive por y para la pintura. Su vida gira en torno a la idea de consagrar su existencia (la pedestre, la mundana, la que todos llevamos a cuestas, con mayor o menor decoro) al dominio de pintar y de poder vivir de ello. Sabiendo esto, y a pesar de todo, puede que haya sido yo (siendo su amigo) uno de sus más crueles detractores. Creo que ahí reside, precisamente, el más auténtico tributo a la amistad: decir siempre aquello que se piensa.
Asistí a su estudio en Madrid hace ya mucho tiempo para ver unas obras que me interesaron poco o nada. Sin embargo, y distinto de lo que presupuse podría resultar para él mi soberbia, Daniel Barrio me acogió como uno más entre su grupo de amigos. A mis opiniones sarcásticas, a ratos hirientes, él impuso paciencia y hasta una suerte de extraña gratitud y admiración confesada. El tiempo pasó entre nosotros hablando más de la vida que sobre arte. A fin de cuentas, para ambos, esos ámbitos siempre se cruzan y hasta se solapan.
De repente, sin esperarlo, me llega la invitación de su muestra Tribud. Entonces, cuando indagué acerca de qué iba la cosa, alcancé a comprender sus niveles de receptividad y la atención prestada a todas aquellas palabras mías que -de seguro- pusieron a prueba su paciencia. El vasto panorama de tensiones y de desavenencias que rigen el intrincado universo de las relaciones sociales y de sus sórdidos contratos de actuación, no hizo mella en nosotros. Aquí seguimos, allí seguiremos.
Tribud, de Daniel Barrio, se plantea como un ejercicio pictórico de reflexión crítica respecto de la rentabilidad y solvencia icónica de ciertas imágenes (o tipo de imagen) “usadas” y “abusadas” por los medios de comunicación, una vez que —antes— respondieron a la urgencia de gestos subversivos, contestarios o de barricada social y política. Todo movimiento contracultural o periférico genera —de facto— su propio imaginario visual. Ese horizonte de actuación dejaría de ser lo mismo (o el mismo) si no rubricase dentro de los marcos de la pantalla del espectáculo. La retórica, la impotencia y hasta cierto delirio de prepotencia concertada, están la base de esa operatoria/funcional.
Es la frustración cultural, muchas veces, la que genera —por defecto— los ambiguos mecanismos del exorcismo y de la supervivencia. La obscenidad, entonces, se centraliza y se advierte como signo de un estado de cosas. Las pantallas se saturan de “efectos de realidad” o de “documentos compasivos” que llevan al paroxismo del espectáculo o de lo espectacular.
Ayer leía un libro sobre tránsfugas, travestis y traidores. Mientas me entrometía en la trama de argumentos y de ardides retóricos del autor visionaba en mi mente las piezas de Tribud y llegaba a la conclusión que todos los desastres de estos tiempos no serían lo mismo sin esa pantalla que refracta, trasmite, amplifica y admite a trámite el drama contemporáneo.
La carne cruda, lo atroz, el utillaje de lo violento y sus múltiples expresiones, la revuelta, la caída del héroe, el disenso de la utopía, la epifanía del desastre y “el silencio de los corderos”, articulan el menú del día en las parcelas -fragmentarias y diversas- de este sitio en el que hoy habitamos preso de una dinámica antropológica que nos convierte en autómatas relamidos.
Toda esa iconográfica, que ahora sirve de basamento referencial, estructural y de uso, al trabajo de Daniel Barrio, termina en mano de las grandes industrias y en las garras del mercado, convertidas en souvenir de la contestación y de la repulsa. De tal suerte, las piezas reunidas en esta muestra se sirven de imágenes extraídas de la prensa y otros medios con el fin de enfatizar ese proceso discursivo que localiza el instante en el que a las imágenes se le despoja de sus contenidos primeros al ser usadas e insertadas en otros ámbitos de relación y de sentido.
La cita de esas fuentes es sometida a una manipulación en términos pictóricos, que genera nuevas posibilidades de lectura. Destacan en las escenas algunos elementos anacrónicos que conducen hacia una implementación del absurdo, recurso usado por el artista con el ánimo de gestionar una zona de ambigüedad que desatienda el dominio de la lectura lineal.
Estas láminas desean, de algún modo, convertirse en relatoras de ese escenario contradictorio, paradójico y exasperante que no es otro que el estado permanente de la cultura contemporánea.
Galería
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Suset Sánchez y Rubens Riol escriben sobre el libro más reciente de Andrés Isaac Santana.