Un trío de los más trío

La crítica, por qué no, es también la espontánea emisión de juicios de valor que se suceden en nuestras redes sociales cuando exploramos en imaginarios desconocidos para uno, precisamente a través de ellas. Aprovecho esta entrega de Lenguaje Sucio, para recuperar algunas de esas críticas al paso que suelo realizar en mi muro de Facebook. En esta oportunidad me aproximo a un trio de jóvenes que, sin duda, darán mucho que hablar. Los textos, como advertirá el lector, responden a una cadena de sucesos, encuentros y descubrimientos en esa misma plataforma. 



Serlian Barreto. Anoche, luego de publicar algo sobre pintura en mi muro —ridículo incluso— (esto último para provocar a Jorge Peré Sersa que tuvo, según me cuentan las “lenguas de Berlín”, un orgasmo), un artista me escribe esto: “Hola Andrés veo que ha estado mirando algunas de mis obras? No me gusta todo el revoltillo que se formó en público. Solo quería preguntarle desde mi modesta opinión que le parecen las obras. Como pudiera mejorar etc… Gracias”. 

Leo esto y al instante le respondo. Le pido que, aun sin saber yo nada de pintura, me envíe obras para verlas ¿Cuál es mi sorpresa entonces? Pues que ya conocía su trabajo. Vi, por accidente, piezas suyas en la Galería Taller Gorría en Cuba. De hecho, esa tarde, fui con Aimée Joaristi a la galería. Entre una cosa y otra me tropiezo con unas piezas geométricas de un artista que ahora no recuerdo su nombre. Las miré y dije “me gustan”, pero, de repente, vi una pieza con un siervo en un salón y dije “me encanta”. 

El autor, en cuestión, era, es ahora, Serlian Barreto. Y yo me pregunto, cómo alguien con “semejante talento” me puede escribir con “semejante humildad”, suponiendo, de facto, que soy yo alguien con autoridad para opinar sobre su trabajo. Si Almodóvar fuera un tipo mejor asesorado en materia artística, seguramente lo esté, aunque lo dudo, “usaría” la obra de Barreto para su próxima película. Yo, desde luego, ya soy un fan suyo. 

Dos piezas de las que aquí subo ya tienen un destino cifrado: una será mía; la otra será portada de uno de mis libros. Tiempo al tiempo. Dos virtudes asisten a la obra de este artista: primero, la sensualidad cinematográfica con la que nos presenta cada escena; segundo, el modo cómo esas escenas adquieren, o traducen, un poder icónico. 

La hermosura y la delicadeza de las piezas rozan la ternura. Es un tipo de obra que, sin duda, me emociona. Si a alguien le han extirpado la glándula que produce la emoción, que corra, ahora mismo, a ver las obras de este chico (no sé qué edad tiene). El grosor de su mundo interior canta por sí solo, se revela, se advierte, lanza —a su manera— una suerte de grito. Es una desesperada y acertada evidencia de que en él late lo que de verdad vale en arte. Con su pintura, entre camp y kitsch, consigue bastante más que otros muchos que alardean desde la superioridad y la arrogancia fálica que fenece en cada segundo de su afirmación 

¿Cuántas veces ocurre que no puedo retener aquello que amo? 

Siempre. Por eso, al menos a través de la escritura y de la crítica licenciosa y al paso, intento sujetar aquello que me gusta. Para colmo de mi delirio y desconcierto, le comento (al artista), que me gusta su trabajo y este me responde “Ohhhhhhhh estoy más que contento ahora mismo, estoy trabajando en la construcción, levantando un edificio de 14 plantas y aunque mis ánimos no eran los mejores, ha logrado elevarlos totalmente…”. 

Me desordeno amor, me desordeno…Espero que sea sólo el ánimo, y sólo el ánimo, el objeto —y pretexto— de esas elevaciones.


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Danco Robert Duportai, a la par que un tipo muy sexy, es, como diría E. M. Cioran, uno de los últimos delicados, parece, del Arte Cubano. Hace tan solo un rato, e inspirado por un comentario suyo que leí en mi muro, le pedí que me dejase ver más de su trabajo. Tengo que celebrar, una y mil veces, mi intuición. 

Sucede que su obra resulta fascinante: una trampa hermenéutica en toda regla. De una parte, realiza retratos al óleo como el mejor de los maestros y rindiendo culto a los más consagrado de una tradición; de otra parte, los ejecuta sobre un soporte -tan extraño como antojadizo- que fija, por fuerza mayor de la metáfora, una inequívoca relación de sentidos entre el género (el retrato) y su función: la de grapar el rostro, la identidad del sujeto al tejido de la historia. 

Retratos y grapas conforman aquí una dramaturgia de sentidos y ponen a prueba la audacia y competencia de este joven artista para tratar con lo sublime y lo pedestre en un zigzag de posibilidades infinitas. Estas piezas son una delicia en términos de oficio y de paciencia. Su obviedad y su complejidad, parece decirnos el mismo artista, atraviesan la garganta del espectador. 

Sin mucho ruido, pero con una destreza fuera de serie, Danco ensaya otro ejercicio de la pintura que le opone, sin contradicción alguna, claro, a esa tendencia de soportes enormes (suerte de proyección fálica freudina) tan recurrente entre jóvenes artistas cubanos. La suya es una propuesta que usa y abusa del principio voyeur. 

Frente a un mundo mediático donde la obscenidad ya no existe, toda vez que lo que está “fuera de escena” se hiperboliza e hipertrofia según las normas de una hiperrealidad abusiva, Danco decide —así, porque le da la gana— obligarnos al escrutinio en sus superficies, a abandonar esa actitud arrogante de la distancia para otear un mini paisaje en formatos extrapequeños y variables. 

Su obra me gusta, incluso, hasta el punto mismo del rechazo. Algo así, dicen los teóricos del erotismo, acontece entre el cazador y su presa, entre el sujeto y el objeto díscolo de su deseo. Estas piezas devienen en un ensayo dramático, si se quiere, sobre la fragilidad y la permanencia. Ellas, en sí misma, reconstruyen la arquitectura de una paradoja. Son, al cabo, un sutil gesto de afirmación que derrota -para siempre- la arrogancia de los grandes soportes. 

Las obras de arte no entrañan siempre una cuestión estética, suponen, muchas veces, la apertura de otros sistemas de discusión y de aproximación al legado y las derivaciones ontológicas que afectan el medio mismo. Habrá que volver sobre estas piezas con la amenaza de un gran ensayo que exceda (y rebase) la impostura concertada de este comentario al paso.


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Ernesto Gutiérrez Moya. Por recomendación de Serlian Barreto, quien se está enamorando de mi (aclaro, no es mi tipo), revisé en Instagram el trabajo del artista cubano Ernesto Gutiérrez Moya. Solo puedo decir que es una auténtica joyita entre todo lo que he visto en el último mes. Ernesto es un fino de mucho cuidado. 

Sus piezas devienen en una suerte de nuevo palimpsesto en el que se superponen, de una parte, los sueños infantiles; de otra, la pulsión freudiana del destino utópico. Cada plano es un pasaje de sugerentes e insinuantes superposiciones y cruces donde copulan los perfiles de muchas ciudades, espacios extraños o cartografías posibles. 

Todo resulta de una invención que convierte al artista en una suerte de nuevo arquitecto que explora la superficie en blanco con el ánimo de procurar la gestación de mundos paralelos. Ningún texto crítico es objetivo en sí mismo. Toda mirada, toda lectura -presuntuosa o no- está sujeta al paradigma de la más poderosa subjetividad de quien observa y escribe. 

Puede que esa misma condición que señala la falta de objetividad del discurso crítico sea, al cabo, lo que mayor placer me produce a la hora de ensayar sobre la obra de jóvenes artistas. Más que nada porque, para mi sorpresa, descubro una orfandad crítica respecto de la obra de éstos que no logro comprender del todo. 

Acercarse al trabajo de Ernesto es acceder a un universo de intersecciones en las, parece, se especula la búsqueda de otros tiempos reales e imaginaros. Verle trabajar, a través de los vídeos en su perfil de IG, es toda una delicia. Se advierte la serenidad y la grandeza de un joven que pisa fuerte. 

La primera de esas intersecciones de las que hablaba antes, bien podría ser esa que queda escrita en la imposibilidad de elección entre el mundo real y ese mundo fabulado por él. Entre montajes, superposiciones y transparencias, se vislumbra un reverso de la subjetividad que apunta -desde mi humilde mirar- hacia una sensación de extravío y de pérdida, especie de recomposición y de ansiedad por el hallazgo. Es como si, de repente, estos planos fueran el hilo de Ariadna, el espejo donde reproducir el mapa real, la escena -hipertrofiada- de un ADN que compartimos todos los que estamos lejos del lugar de origen. 

Las inundaciones de Ernesto, no podría mirarlas de otro modo, sugieren la existencia de una inequívoca dificultad para señalar, para precisar, para localizar el punto exacto y preciso de nuestro lugar en el mundo. 

No sé si tendría los argumentos ahora mismo para desarrollar una tesis más enjundiosa sobre su trabajo, pero lo cierto es que percibo, desde el contacto a distancia con sus superficies, un sentimiento que me conduce al ámbito de las purgaciones y de las ansiedades; lo mismo que a un universo de placeres y de reconciliación entre los escenarios del mundo adulo y los de ese otro polimorfo perverso que somos todos en nuestro fuero interno. 

Los trabajos de Ernesto vienen a ser una radiografía del sitio, del espacio de la cuestión. Esas articulaciones construidas en base a líneas que se superponen y transparentan desean trazar el mapa de las raíces constitutivas del yo y del nosotros. 


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Aquí lo dejo. Como digo siempre, tendré que volver sobre estos trabajos y pensarlos desde el rol del crítico. Antes, eso sí, decirle a Serlian que no se deprima, a cualquiera la dan calabazas… jajajajajaj.




Daniel Barrio

Tribud

Andrés Isaac Santana

Daniel Barrio ama la pintura. Vive por y para la pintura. Su vida gira en torno a la idea de consagrar su existencia al dominio de pintar.