La confianza, dicen, da asco.
Soy amigo de Jorge Luis Miranda Carracedo hace ya algún tiempo. Sin embargo, y pese a ser un escritor poco menos que compulsivo, no le había dedicado nunca un post en mi muro de Facebook. Hoy, precisamente, he hecho explotar esa parálisis y me he aventurado en el esbozo de un par de ideas sobre su trabajo.
Debo decir que me gusta él (con permiso de la mulata de fuego, su mujer) y me gusta su obra. Digo que me gusta él porque Carracedo es un tipo esencial, es un tipo de alma blanca como su pelo, sabedor de las virtudes de la vida, paciente, esperanzado y practicante de una religión: el amor. Y su obra, de alguna manera (sino de todas de una gran parte de ella), traduce la naturaleza de su ser.
A Carracedo le gustan las cosas sutiles, elevadas, puristas. Rechaza el andamiaje, la exageración, el ruido, la angustiosa tiranía de los lugares comunes y la arrogancia de los tenidos por paradigmas. Su trabajo es una suerte de espionaje —calmo y reposado— por espacios de representación que, en verdad, al término, nada tienen que ver con lo representado; sino y más importante que todo ello, tienen que ver con la búsqueda de perspectiva ontológico, con el hallazgo de una especie de verdad, de comunión, de conexión, de reconciliación entre el ser y el cosmos.
No por gusto abundan en su trabajo los personajes con escafandra. Esos personajes, que uno pudiera presumir como un recurso estético o narrativo, no son sino el alterego del artista, un repliegue autoral en el que yo es otro. Es, precisamente, a través de ese personaje que él establece una relación entre las instancias del narrado y del narratario: uno asume la historia del otro y busca explicaciones a la anarquía de este mundo nuestro.
La literatura sobre la metáfora es inabarcable y sus intentos de definición escapan a toda idea de lo posible y de lo pertinente. Sin ir más lejos, es de suyo señalar que ha sido Aristóteles —uno de esos genios de la retórica— el que mayor profusión y espesura escribió sobre la metáfora buscando un acercamiento a lo que podría leerse hoy como definición de la misma. Aristóteles y Carracedo tienen algo en común: la obstinación. Ese rasgo o ese principio que le lleva a la eterna búsqueda de una verdad. Y no hablo de una verdad total, única. Hablo de la búsqueda de un vocabulario que activa la probabilidad como sistema, como lugar en el que las cosas pueden darse más allá de los órdenes ideado por otros.
La obra de Carracedo no es una sentencia; es, distinto de ello, una voz. No grita, pero dice. No aúlla, pero reclama. No precisa del rédito mediático, pero goza de satisfacción personal. La intimidad, parece decirnos Luis, le interesa más que el coro de voces que se alistan en el patio del gremio para decir BRAVO. A su aire y en su estudio él va construyendo una obra que es gramatical en sí misma ¿Por qué esta afirmación? Pues porque la suya responde, de súbito, a la más estricta de las ordenaciones donde la morfología y la sintaxis organizan el mapa de su voz.
Estas obras, siempre insisto en esta idea (o en esta necesidad) reclaman de una mirada reposada que pase, antes y después, por el diálogo directo con el artista. Hay obras que, por su naturaleza y por los mecanismos que esconde su realización, demandan de una irrefutable interpelación a su autor, ya sea para conocer las verdaderas razones de ese mundo, ya sea para refutar —con él— algunas de sus tesis.
Volveremos, pronto, con el ensayo que su hacer necesita y reclama.