En los 80, Ricardo Piglia le dijo en una entrevista a Roberto Pablo Guareschi, de Clarín, que el Estado es una especie de narrador, una máquina que cuenta las versiones más convenientes de la realidad de un país, incluidos los sueños, las fantasías y la memoria. “El Estado centraliza esas historias; el Estado narra”, dijo. “Cuando se ejerce el poder político se está siempre imponiendo una manera de contar la realidad”.
En Cuba, los ingredientes básicos de esa narración son el proselitismo ideológico, la jerga militar, el cachumbambé de los eufemismos y las hipérboles, la mitología emotiva de nuestra prensa, la trova necrológica, etc. Es un relato enloquecedor: fomenta metas inalcanzables como el “mejoramiento humano” y la ilusión de “cambiar todo lo que debe ser cambiado”. No subir los salarios, no, mejor “el culto de los cubanos a la dignidad plena del hombre”. Y, en contra de su proverbial filisteísmo, hoy ya no recela del arte y la literatura; al contrario: se refuerza, ecumeniza y eleva patrocinando una cultura que exprese, y hasta exprese bien, cosas que los demás aparatos ideológicos del Estado no saben —o no deben— articular. Digamos que el Estado mantiene la cultura cubana en el invernadero de la conveniencia, exquisita flor-ortiga, pero dentro de su jardincito bien podado.
A lo que voy: el otro día en mi clase de Pilates, la ex de un ministro cubano contó, en la intimidad del esfuerzo físico compartido, algunas cosas que me resultaron por demás interesantes. La mejor: en uno de los recientes mítines espirituales de su amante en el Consejo de Estado, para afianzar vínculos y estrechar lazos, el nuevo Presidente y algunos ministros cantaron canciones. Rápidamente surgió un hit espontáneo: “Si nos damos las manos / —cuánto se puede hacer—, / manos de obreros / como luceros, / manos para vencer, / manos de pueblo, / lluvia de amor / por un tiempo mejor”. Pero al final resultó que era chiste, la chica no era la ex de ningún ministro y nada era cierto (tonto que soy: me lo tragué como por un tubo). Todo era fake, por supuesto, pero la historia me hizo pensar en otra cosa: ¿existe un hit parade del comunismo? Esas canciones que son al filin político cubano como el caviar es a Paganini.
En su novela El amor dura tres años, Frédéric Beigbeder publicó un megamix depresivo: una lista de canciones “para verlo todo negro”. Recuerdo tres de ellas: “April come she will”, de Simon & Garfunkel, “Every body hurts”, de REM, y “Memory Motel”, de los Rolling Stones. Me gustaría intentar algo parecido en Cuba: una selección de canciones para verlo todo rojo. Porque quién dice que los regímenes no engendran su propia sonoridad —canciones reducidas a consignas—, su propia fanfarria. El Estado cubano es como ese cantante insoportable que en vez de estar concentrado en sí mismo y el sonido de su propia voz, contempla las caras de sus escuchas en un bar, controlándolo todo.
La columna de esta semana es confesional. Así que le pongo un bonus track o una tarea para los lectores: que anoten las diez “canciones patrióticas” que más detestaron escuchar y que tuvieron que soportar, una y otra vez, en la banda sonora de sus cubanas vidas.
Van las mías:
- “Suite exótica para las Américas”, de Dámaso Pérez Prado.
- “Y en eso llegó Fidel”, de Carlos Puebla.
- “El necio”, de Silvio Rodríguez.
- “En silencio ha tenido que ser”, de José María & Sergio Vitier.
- “Su nombre es pueblo”, de Eduardo Ramos.
- “Girón-La victoria”, Sara González.
- “Su propia guerra”, de Kiki Corona.
- “Son los sueños todavía”, de Gerardo Alfonso.
- “Creo”, de Baby Lores.
- “Cabalgando con Fidel”, de Raúl Torres.
Tráiganme la cabeza de Carlos Manuel Álvarez
Para leer hoy literatura cubana, habría que usar una estrategia baudelaireana, es decir, aprender a encontrar la belleza en medio de la mediocridad. Aunque pensándolo bien, no: lo que decía Baudelaire era otra cosa.