Todavía perplejos ante la ferocidad de los recuerdos, una treintena de intelectuales cubanos elaboran el relato sincopado de una angustia contemporánea. “Del Período Especial no he olvidado el Hambre”, escribe Dean Luis Reyes. “El hambre física que devuelve al hombre a su condición animal […]. El Hambre como angustia, locura casi, que te arroja a los deseos más primarios y oscuros, y te deja sin defensas morales ante la tentación de robar, saquear, acaparar […], mordisquear […], estirar las reservas de comida a costa incluso de su putrefacción, todo con la ilusión de unas horas de seguridad”.
Por lo mismo, No hay que llorar (Ediciones La Memoria, 2011) merece ser leído como una fábula kafkiana que prescinde de lugares comunes para demostrar que no había que escapar del entorno diario para sumergirse en el horror. Por el contrario, a su compilador (Arístides Vega Chapú) le basta con apuntar ciertos detalles que, sin ir más lejos, definen los contornos de un país quebrado: la estadística de la ingesta diaria de alimentos: 1940 kilocalorías y 48 gramos de proteína; los cortes eléctricos cayendo sobre el país; los cuerpos que evitan el hambre con ron; la violencia y los acomodos de todo tipo; los niños que abren los ojos en la oscuridad y dejan, en un segundo, de ser niños.
Visiones de un país fantástico o imposible, un lugar donde fuimos bárbaros, iletrados. Ejemplo al azar: “La pesca de gatos: año 93”, escribe Yoss, “¿No dicen que es igual que el conejo? […] Con una pita y un anzuelo finito subí a una azotea y me dediqué a la pesca en seco. El primer día atrapé uno… lo duro fue matarlo, el pobre bicho debió olerse lo que le esperaba, y aunque el anzuelo le estaba haciendo tremendo daño y echaba sangre por la boca, tiraba unos zarpazos que ni una pantera. Pero un palo de escoba sirvió para aniquilarlo a distancia. Esa noche en mi casa se comió conejo…”.
Sin la realidad lo fantástico no tiene sentido.
Stephen King tiene un cuento que se llama “A veces vuelven”, del que solo recuerdo el título y la anécdota de fondo: unos cuantos fantasmas que vienen de ultratumba para torturar al protagonista. Creo que hay un ritual de magia o un pacto con el diablo. Da lo mismo. Lo que importa es el título y el concepto, que se aplica como anillo al dedo a este libro: el regurgitar de los 90. Vuelve el menú alucinógeno: picadillo de cáscara de plátano, bistec de toronja, chicharrones de cáscara de yuca. “Dos materias ocupan principalmente las búsquedas sustitutivas del cubano en la isla”, escribe Antonio José Ponte en Las comidas profundas, “una es la carne. […] Otra el buen alcohol. […] Se fabrican bebedizos de nombres sorprendentes: Champán de Hamaca, Bájate-el-Blúmer, Escupelejos, Espérame en el piso, Pyong Yang, Hueso de Tigre”. Vuelve el sabor del cerelac. Las recetas delincuenciales: pan con frazada de piso envuelta en huevo y harina, croquetas de carne de buitre, pizzas de condones. Vuelve la angustia del hambre como el cuervo de Poe.
Pero nuestros intelectuales, ¿tienen algo interesante que decir del Período Especial? Puede que no. Así vamos. La literatura testimonial cubana es una casa abandonada y en ruinas. Cualquiera puede habitar en ella, abriendo la puerta a patadas y pintando la sala como quiera… No hay que llorar debe ser un oasis, por cierto, para los censores que esperan en cierto modo el descontento, la crítica, o la disidencia, y no el tono de alfalfa y fácil de digerir de muchas de estas crónicas. (El estado de sospecha que se cuela en algunos testimonios —el de Guillermo Vidal, por ejemplo: “Me habían expulsado del trabajo en el Instituto Pedagógico por presuntos problemas ideológicos. Me llevaron a juicio”; alguien dice: “El Período Especial comenzó el primero de enero de 1959”—, lamentablemente no trasciende el promedio.) La verdad es que nunca había visto un libro motivado por un tema tan álgido que resultara menos definitivo. Menos político. O urgente.
Sí, No hay que llorar es el típico libro que todo académico gringo fotocopiaría.
Yo pensaba, con horror, que los intelectuales cubanos tendían a la tragedia, ahora veo que estaba equivocado, el intelectual cubano aspira a convertirse en su propia parodia. Y es que a la compilación se le puede reprochar de todo —su nómina, el autobombo de algunos personajes, la tendencia a la prosa lacrimógena—, menos que sea entretenida, en el sentido más televisivo del término. Imaginen a Dean Luis Reyes “entre cuartilla y cuartilla, [cuidando] de un cerdo joven, a quien daba los buenos días con un cubo de agua hirviente y una escoba vieja con que desprender los pastosos mojones que repartía por el piso de la jaula”.
(Hay pocos espacios de libertad creativa más secretos y contundentes para pensar el Período Especial que los del humor. Al lado del arte clínico de las galerías y del lenguaje congelado de ciencias sociales cubanas, del pedigrí del relato como ciencia perfecta, del aura autoritaria de nuestra poesía; los humoristas cubanos han ejercido —enquistados en centros nocturnos, grabaciones caseras— un discurso paródico e irónico que ha construido, desde los años 90 a la fecha, un cronismo invisible e indispensable. Faltó eso en el libro: un humorista, porque, a fin de cuentas, ¿no fueron los humoristas —¿no lo son todavía?—, nuestros pensadores más osados? Ningún intelectual asalariado dice las cosas que dice un humorista.)
Alguien me dijo una vez que no se puede leer a Kafka en la playa. Sin comentarios. Aunque lo importante es lo que quiere decir en el fondo: hay libros que hay que sintonizarlos con el paisaje. O contraponerlos. Ejemplo: el libro de Desiderio Navarro, La política cultural en el periodo revolucionario: memoria y reflexión, que recoge testimonios de alguna gente jodida durante el “Quinquenio Gris”, tiene su horizonte ideal y paródico en Miami, durante esos años que Gustavo Pérez-Firmat llamó el “Quinquenio Feliz”. Una orilla inversamente proporcional a la otra. Alan Pauls leyó Los detectives salvajes de Bolaño, “un verano, en un lugar de playa sin luz eléctrica, sin autos, sin agua potable”. Y quizás No hay que llorar sea un libro perfecto para leer en el futuro, cuando el nivel del agua sobrepase esta islita y Cuba no sea más una referencia fortuita, un sitio X en un mapa antiguo, una referencia fortuita: un no-lugar, en suma.
Un libro para decir: hic sunt leones.