Desde Yale, el profesor y crítico literario villaclareño Roberto González Echevarría nos recuerda a los ensayistas cubanos que estamos en ruina. “La crítica cubana la hacen burócratas y comisarios, por lo que yo puedo ver”, dice desde la más cerrada, la más claustrofóbica, la más extrema de todas las provincias de Cuba: la famosa provincia número 16, la Cuba de la diáspora.
Este tipo de declaraciones pertenece a una amplia tradición completamente nacional, la de ubicar en Cuba todas nuestras miserias, postergaciones y olvidos. Es una cosa bíblica.
Efectivamente, el clima intelectual cubano es provinciano. Lo es porque Cuba es una aldea. Somos lo que siempre hemos sido, taínos irracionales, acallando cualquier debate a golpe de chismes (o “guerritas de e-mails”), siguiendo en manada a algún vejete de turno, destruyendo al que asoma mucho la cabeza, o ejerciendo el matonaje sobre el que disiente. Y no hay razón, en la mente de algún profesor cubano-americano, para que surja entre los náufragos de esta isla desierta otra cosa que unas chalupas para abandonar la playa. Cuando las chalupas son destrozadas por las olas, todos volvemos a revivir el argumento de El Señor de las moscas.
Pero ver en la crítica literaria cubana, como en la literatura, solo ruinas es justamente hacer gala de lo que una y otra vez nos ha desvalijado como cultura. Ser un profeta de la nada es una muestra viviente de esa flojera intelectual que es la marca de fábrica de la inteligentzia nacional. Es ese el vicio cubano por antonomasia, el descuido escondido tanto en el desánimo como en la hiperactividad, tanto en el entusiasmo acrítico, como en el nihilismo.
No hay nada, no hay nadie; entonces, no tengo que hacer esfuerzo para entender lo que efectivamente hay. ¿Y espléndidas novelas como El último día del estornino, de Gerardo Fernández Fe, o Archivo, de Jorge Enrique Lage, y los cuentos de Osdany Morales, para solo hablar de la narrativa más reciente? ¿Habrá leído González Echevarría un libro como El mapa de sal, de Iván de la Nuez?
Buenos o malos, los textos cubanos caen casi todos en ese vacío. Pueden tener miles de lectores o ninguno, pero carecen de una lectura. La lectura de un Harold Bloom, una Michiko Kakutani o de un Ignacio Echevarría que, equivocados o no, construyen una jerarquía, ejercen una influencia. Venden.
El principal problema de los críticos literarios cubanos es que nadie —y cuando digo nadie quiero decir exactamente: ninguna editorial o revista verdaderamente cardinal fuera de Cuba— les hace absolutamente ningún caso. Y ya sabemos —está feo decirlo, pero no hay remedio—, que una notita de cualquier diletante en El País logra vender más ejemplares que el más trabado dossier de La Gaceta de Cuba.
(Un amplio sector de la investigación psicológica y económica ha demostrado que la gente paga diferentes sumas por el mismo artículo dependiendo de quién lo suministra. El economista Richard Thaler, en su estudio “Cerveza en la playa”, de 1985, demostró que una persona que toma el sol y tiene sed pagaría 2,50 dólares por una cerveza servida en las dependencias de un hotel, pero solo 1,00 por la misma cerveza si esta procede de una tienda de comestibles común. No sé bien cómo relacionar a La Gaceta de Cuba con esa quincalla común, pero la conclusión de Thaler está increíble.)
Pero me desvío. ¿Dónde están los críticos literarios cubanos? ¿Qué leen? ¿De qué hablan cuando publican en los semanarios extranjeros? ¿Por qué apuestan?
No lo sé. El oráculo no funciona. La borra de té Lipton en el fondo de la taza no es concluyente. Al parecer, el crítico cubiche vive una disyuntiva: escribe casi exclusivamente sobre muertos y siglos pasados, pero tiene que convertirlos en lo único que no pueden ser: en acontecimientos urgentes. Así, indagan acerca de si Virgilio Piñera montaba o no bicicleta, si Carpentier habló de fútbol, o si Julián del Casal posó alguna vez vestido de mosquetero. Necesitan los almohadones de la tradición. Son nuestros Bartlebys.
¿Publicar una reseña en El País sobre el último libro de Legna Rodríguez Iglesias, Mi novia preferida fue un bulldog francés (Alfaguara, 2017)?
Preferiría no hacerlo.
Los críticos literarios cubanos tienen mil cosas que decir sobre la Isla. Nadie me dice, sin embargo, por qué debería leer los libros de Legna Rodríguez Iglesias.