Fue en 2012, creo. Para entonces yo había terminado mi servicio social, ganaba poco más de 13 CUC al mes y el día a día era como un monstruoso número de circo. Corrían los tiempos de la llamada —fake news— “reforma laboral cubana” que algunos funcionarios aprovecharon como excusa para barrer el piso y sacar la basura a la calle y pensar que solo por un rato, la casa está algo limpia. Recuerdo que en la revista Revolución y Cultura —donde yo trabajaba como redactor— ocurrieron cosas lo bastante horribles como para que su directora mereciera la reputación de hija de puta.
Total, me quedé sin empleo.
Lo menos que se puede decir es que antes de estar cesante yo no había llevado una vida muy atribulada. En aquel entonces, a los veintitantos años, no podía dar mejor explicación de mí mismo que la de decir: “Me gusta leer”; y era injusto afirmar que hubiera perseverado alguna vez en algo. Creo que estaba narcotizado: por la isla, por los demás, por mí mismo, y el único modo de impedir que la angustia me paralizase por completo era adoptar aquella posición de repliegue irónico y hastiado, abordar cualquier especie de entusiasmo o compromiso con el sarcasmo de alguien al que no engañan, que está de vuelta de todo sin haber ido nunca a ninguna parte.
Acabé, sin embargo, yendo a alguna parte, y para colmo de suerte con alguien.
Cuando la conocí, Milena estaba leyendo El mito del orgasmo vaginal. Abrí una puerta de la Facultad y me lanzó una mirada cargada de inocencia, casi al instante, como Ingrid Bergman al verse sorprendida en pleno acto de espionaje amateur.
En aquel entonces el servicio social era complicado para los provincianos, y para Milena solo existía una opción: adiestrarse como editora en una editorial matancera. Horario cerrado. En pocas palabras, una condena. Mientras ella corregía los bodrios del talento local —la literatura matancera le hace honor al haiku de Paulo Leminski: “Qué será lo que hay allá abajo que la piedra cae tan fácil”—, yo intentaba escribir ficción desde La Habana. Pero escribir una novela no es tan fácil como hacer crítica literaria o contarle una historia a un amigo. Debía serlo, en mi opinión. Chéjov decía que era fácil, pero yo apenas podía acabar una página en un día. Me veía demasiado embrollado con las palabras, la extraña relación de los sonidos, como si hubiera una música detrás de cada frase, como el extraño canto de un demiurgo del que procedían imágenes, calles, árboles y personas. Se volvía cada vez más alto, como si la música fuera el relato. Tenía que apartarme, dejarlo suceder, pero no podía. No bailaba bien, al oír la música y dar los pasos de baile, incapacitado como estaba para dejar que la melodía me llevara.
En la dramaturgia hay una ley: el héroe puede tocar fondo una vez, incluso es recomendable, pero la segunda es excesiva; así que dejé todo ese idilio de escribir novelas y me largué a Matanzas. Cuanto más tiempo pasaba en aquella provincia, menos ganas tenía de volver. Los días buenos me imaginaba leyendo en la terraza de una casa a la orilla del mar. Con el torso desnudo, daba un sorbo a la cerveza que me tendía Milena antes de bajar a bañarse, observaba la ondulación de sus caderas mientras se alejaba por la playa, trigueña, bronceada, arrebatadora, y me decía que ciertamente aquella vida nos convendría. En consecuencia, tratamos de descubrir un modo de prolongarla y, para empezar, hicimos una elección prudente: nos enteramos por la administradora de la editorial de que en la librería de Perico había una cantidad insólita de libros de Leonardo Padura; varias cajas que la Distribuidora Nacional del Libro había enviado “por error” (cuando Emmanuel Carrère publicó en Rusia Una semana en la nieve, la tirada íntegra —diez mil ejemplares— fue a parar a Omsk, una ciudad industrial de Siberia), y que era posible comprar por 20 pesos cubanos la pieza y, según Milena, venderlos en La Habana diez o quince veces más caros para salir rápido de ellos.
Quedé convencido de que lo único que se le ocurre a una chica enamorada son ideas criminales.
Ese era nuestro plan: saquear la librería de Perico. Así que invertimos todo el dinero que teníamos —unos 5000 pesos cubanos— en el pedido de 250 ejemplares de Leonardo Padura —fundamentalmente de El hombre que amaba a los perros, títulos sueltos de la tetralogía: Pasado perfecto, Vientos de Cuaresma; Máscaras, Paisaje de otoño, y unos pocos volúmenes de La neblina del ayer y Adiós, Hemingway— que viajarían a La Habana apretujados como peces en un acuario, y que servirían para armar la red de contrabando gracias a la cual viviríamos alquilados en Varadero todo el año.
El plan era infalible. ¿Qué podía salir mal?
Abrevio. Cuando la chica de la librería me entregó las cajas, hacía un mes que Milena me había dejado por un poeta local —que besaba como si no tuviera nariz—, más joven, más seguro de sí mismo, más cool, a la altura del cual era evidente que no estaba el joven desempleado y cada vez más ocioso en que me había convertido.
Dividimos los libros. No sé qué hizo con los suyos. No sé si los tiró o los regaló o los vendió. Yo regresé a La Habana. Conocí a una muchacha con la que luego me casé. Comencé mis modestos intentos literarios. Me divorcié. Conseguí otro trabajo infame. Estuve un mes recluido en un hospital. Entre una cosa y la otra se murió Fidel Castro. Pero solo una cosa no cambió. Durante los seis últimos años he tratado de extinguir mis 125 ejemplares de Leonardo Padura. Los utilicé para elevar el monitor de mi computadora. Tapé la luz que entraba por los cristales de las ventanas de mi cuarto con algunos. Intenté regalar la tetralogía a mis amigos, pero “las cuatro estaciones” son como las películas de Jean-Claude Van Damme: una la toleras, las demás parecen refritos. Puse anuncios clasificados en revolico. Escribí artículos —con enlaces a mis anuncios— para estimular las ventas. Traté de canjearlos por otros libros que sí me interesaban. Y, de todos modos, la cantidad de ejemplares apenas disminuye.
De modo que aquí estoy de pronto ante una caja con noventa o cien libros de Padura, libros que deben de costar unos 1000 euros fuera de Cuba. Su autor ha tardado años en escribirlos, la editorial Tusquets han invertido miles de euros en publicarlos, así como innumerables horas en corregirlos y en diseñar sus melancólicas portadas; hasta han desembolsado un poco más de dinero para reeditarlos. Y yo con todas estas ediciones cubanas estorbando en mi clóset…
Solo me queda apelar a los desconocidos.
Tú, si buscas libros gratis de Leonardo Padura, ya sabes qué hacer: escríbeme.
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