Una de las lecciones más mordaces sobre el Problema Internacional de lo Cheo la dieron hace algunos años los expatriados rusos Vitaly Komar y Alexander Melamid: si se trata de decidir qué estándares de gusto deben prevalecer en una sociedad democrática, se preguntaron, ¿por qué no recurrir a la mejor aproximación empírica de la “objetividad”: una votación popular?
(Jorge Luis Borges, que lo dijo todo antes de que el resto lo dijera todo, había escrito mucho antes: “la democracia es una superstición muy difundida, un abuso de la estadística”).
Como se hace difícil imaginar unas elecciones sobre gustos, Komar & Melamid (hasta entonces conocidos por parodiar los intentos de ser cult del realismo socialista) decidieron usar otras formas de tomar la temperatura corporal pública y recurrieron a los muestreos y las encuestas de opinión. Invirtieron 80.000 dólares —hay gente ridícula, sin la menor dignidad— en una encuesta para determinar las “preferencias populares estadounidenses”; preguntaron a los gringos qué les gustaba y qué no en el mundo del arte —tamaños, estilos, temas, colores— y a continuación elaboraron dos cuadros: “el más deseado de Estados Unidos” y “el menos deseado de Estados Unidos”.
La encuesta no dejaba lugar a dudas: a los norteamericanos les gustaba el color azul, las imágenes de paisajes naturales, las figuras históricas y mujeres, niños y grandes mamíferos en lienzos de tamaño medio. Así pues, los dos hijos de puta exsoviéticos —más imbéciles o más inteligentes que el resto— generaron una imagen del tamaño de un lavavajillas que reproducía unas montañas onduladas, un cielo azul y una masa de agua del mismo color, junto a la que una familia hace un picnic acompañada de George Washington, un ciervo y un hipopótamo. Una cosa digna del cuarto de Elton John, vaya.
El cuadro “menos deseado” es una imagen geométrica abstracta, pequeña y angulosa, de tonos dorados y anaranjados. Un cuadro de Pedro de Oraá, pongamos.
También realizaron encuestas a menor escala por el resto del mundo: todos los países deseaban un paisaje azul —como si se tratara de gatitos huérfanos o de una Pepsi.
El ‘hit parade’ del comunismo
El Estado cubano es como ese cantante insoportable que en vez de estar concentrado en sí mismo y el sonido de su propia voz, contempla las caras de sus escuchas en un bar, controlándolo todo.
Komar & Melamid estaban tratando de abordar una crisis generalizada en todos los ámbitos del gusto que anteriormente guiaban no solo la recepción del arte, sino también la creación artística. Como refugiados de un Estado totalitario, se tomaban la democracia muy en serio; en tanto que artistas, comprendían (como su proyecto demuestra sin lugar a dudas) que los mecanismos de la democracia no son aplicables al arte. Ninguna persona individual querría el “cuadro más deseado” del mundo, un embrollo ridículo de elementos incongruentes, unidos por la única sinrazón del sufragio. Como si dijéramos: “este es el arte que aman todos los calvos”. Pero ¿qué tienen que ver Andrés Iniesta, Miguel Barnet, Randy Alonso y Phil Collins? Su proyecto fue una broma sinceramente dolorosa sobre el arte y la democracia. El experimento pseudocientífico de Komar & Melamid es un recordatorio de que, hasta hoy, la ciencia ha tenido muy poco que decir sobre el gusto.
Pensaba en todo esto mientras veía la bandera de la Pequeña Habana, una comunidad de Miami donde el kitsch es una de las cosas mejor repartidas. ¿Es posible que la pundonorosa insignia del barrio miamense, diseñada por el artista cubano Luis Miguel Rodríguez —como testimonio de su incompetencia— y regalada a la ciudad por el comisionado Joe Carollo y el alcalde Carlos Giménez, sea el equivalente a un paisaje azul del tamaño de un lavavajillas?
Un gallo de pie frente a las enseñas de Estados Unidos y Cuba, que parecen ondear bajo el agua, y todo eso circuncidado por minibanderas de varios países —como botellitas de minibar— para representar a la diversa población de la zona. Y para rematar un cartelito: “Little Havana, U.S.A., la que tiene libertad”. Junta todo eso en la bandera de una comunidad —donde el pensador más influyente es Pitbull—, y el final te sorprenderá…
Como si de una homeopatía de lo cheo se tratara, al Frankenstein de la Pequeña Habana, nosotros, de este lado del charco, encaramos el proyecto de Ley de Símbolos Nacionales de la República de Cuba. ¿De qué va el proyecto? De gente preocupada por un tema de música popular bailable que termina con los acordes de nuestro himno nacional, de que si es inconcebible poner el escudo de la patria en un short, o de que si el atleta olímpico puede o no tener una trusa speedode la insignia nacional… En fin, mientras en la Pequeña Habana ondea sin temor la chealdad, nosotros creamos una ley para que la bandera cubana se confeccione “preferiblemente con tejido de poliamida, pudiendo utilizarse igualmente seda, satín de seda u otro tejido o material adecuado”. Porque la única manera de exterminar un virus es con otro.
Y mientras escribo esto pienso en Counterpart (Starz), una serie de Justin Marks ambientada en Berlín, donde un suceso —la caída del Muro— provoca que el mundo, tal y lo conocemos, se clone. Dos países paralelos. Dos países, también, pendientes de sí mismos. Cuba y Cubalternative, pongamos. Quienes van de un mundo a otro están unos segundos a solas: entre ambas garitas de migración hay una galería subterránea, con una pasarela por la que caminan a sabiendas de que en el otro extremo se accede a la realidad melliza. La travesía dura muy poco. Los personajes caminan por un túnel y llegan al otro mundo. Como en el aeropuerto de Miami. Un túnel uterino que representa el cordón umbilical que une a cada persona con su doble.
Pero volviendo a la Ley de Símbolos y a lo cheo: hace unos años vi una película pornográfica en donde la protagonista estaba semidesnuda, su piel casi totalmente dibujada con los colores y la forma de la enseña cubana. Recuerdo que pensé: qué buen uso de la bandera hacen en Bangbros.com . Esa bandera cubana no paraba de ondear.
Tráiganme la cabeza de Carlos Manuel Álvarez
Para leer hoy literatura cubana, habría que usar una estrategia baudelaireana, es decir, aprender a encontrar la belleza en medio de la mediocridad. Aunque pensándolo bien, no: lo que decía Baudelaire era otra cosa.