Después de pasar semanas viendo videos compartidos desde Cuba que documentan crecientes y alarmantes capítulos inéditos de violencia ciudadana contra delincuentes —linchamientos en todo el sentido de la palabra—, explicados por el aumento exponencial de reportes sobre crímenes que van desde el incremento de asesinatos —con feminicidios como uno de sus ejes primarios—, robos con fuerza, hasta reyertas tumultuarias, pensé en cómo el uso de la violencia se ha venido transformado en el actual contexto social en la Isla. Un uso que, desde la implantación del Estado totalitario castrista, casi se había restringido a este y a sus agentes, siempre sancionado cada vez que se ha salido de estos límites; baste recordar los actos de repudio violentos y las golpizas de las infames Brigadas de Respuesta Rápida.
Hasta tiempos recientes, la violencia desde lo criminal no estatal —nunca desaparecida pero siempre controlada en la Cuba castrista— apenas había sido repelida desde lo ciudadano. Durante años, el país se consideró uno de los más seguros en la región latinoamericana en términos de delitos violentos como robos o homicidios; con unas fuerzas policiales muy activas —demasiado— en el combate a la delincuencia —definida por el Estado a su conveniencia, que la ha extendido a conductas que no lo son— que no dejaba espacio a la intervención ciudadana dentro del tan controlado espacio por el Estado.
Y es que el monopolio estatal de la violencia está en total consonancia con el principio marxista que postula claramente que el Estado debe ejercer su poder absoluto como un instrumento de opresión en manos de la clase dominante —cualquiera que esta sea. Esto se amplía, en un Estado como el cubano, con la concepción leninista de dictadura del proletariado, resumida en la Isla a una minúscula élite erigida por sí misma en la única representante y portavoz de la “clase” en cuyo nombre dice gobernar.
Sin embargo, sería esta clase social abstracta, desprovista absolutamente de derechos políticos, la que aceptaría como legítimo, con muy poca resistencia, un tipo de orden bastante weberiano, que considera al Estado la “fuente exclusiva del derecho de usar la fuerza”.[1] Pero esto parece que empieza a cambiar.
¿Significa que la derrama actual de violencia ciudadana ha transformado este orden weberiano de la violencia en Cuba? ¿Qué implicaciones podría tener la pérdida de titularidad del uso de la violencia por parte del Estado totalitario cubano? ¿Se podría establecer un paralelismo entre el aumento de los niveles de violencia ciudadana con un posible inicio de episodios de violencia política contra el Estado y sus representantes?
Teniendo en cuenta que no existe de por sí una relación directa entre la violencia ciudadana y la de tipo político, y tratando de encontrar un marco conceptual que me ayudara a dilucidar este fenómeno de transformación de su uso en Cuba y sus consecuencias, recurrí a dos libros que conservo en mi biblioteca personal —ambos publicados en los años 1970— y que considero referentes insustituibles para el análisis de la violencia dentro y fuera de los límites del Estado.
El primer de ellos, de Fred H. von der Mehden, trabaja dos categorías de violencia en los Estados-nación contemporáneos: la “violencia institucional”, referida a su uso desde el Estado —y sus agentes— y ejercida para evitar conductas desafiantes de la ciudadanía que impliquen una amenaza a la “tranquilidad doméstica” —donde entra lo intrínsecamente político y lo que no lo es—; y la violencia generada fuera del Estado, desde las masas —o en su defecto, las clases—, que opera al margen y en desafío de lo estatal.
Para este autor, el balance a favor de la violencia institucional del Estado frente a la de las masas propicia la generación de estabilidad política y social en cualquier régimen político que, en última instancia, de romperse, puede conducir a una tercera categoría de violencia (política) de consecuencias imprevisibles.[2]
El segundo libro, un clásico sobre la violencia de Ted Robert Gurr, profundiza en las categorías de violencia estatal y no estatal, pudiéndose producir, de haber una ruptura del equilibrio entre ambas, varias tipologías de violencia política de diferentes alcances e intensidades.
La primera, clasificada como turbulencia —explosión social violenta—, se refiere a la violencia política relativamente espontánea, desorganizada, con participación popular alta o masiva, que encuentra expresión en acciones específicas como huelgas y manifestaciones políticas violentas, enfrentamientos o demostraciones políticas con violencia, e incluso en rebeliones locales.
La segunda tipología, definida como conspiratoria, se caracteriza por poseer un alto nivel de violencia política de limitada participación, incluidas acciones como terrorismo de pequeña escala, asesinatos políticos, guerrillas de pequeña escala, golpes de Estado, amotinamientos, etc.
La última, de guerra interna, es explicada por Gurr como un tipo de violencia política con una participación popular masiva, cuyo objetivo es derrocar un tipo de régimen político o disolver el Estado y que está acompañada por un tipo extremo de violencia, incluido el terrorismo a gran escala, la guerra de guerrilla o la rebelión generalizada.[3]
Ante este breve marco teórico —que siempre puede ser ampliado a cualquier otro teórico que trabaja el tema—, dos preguntas se imponen: ¿Pudiera darse una ruptura del equilibro hasta ahora asimétrico a favor del Estado totalitario cubano y su violencia institucional, frente a la violencia emanada desde las masas sometidas? Y, ¿de romperse este equilibrio, qué tipología de violencia política podría producirse en Cuba?
La violencia extrema ejercida contra delincuentes vista en las redes sociales y en los medios independientes cubanos es un claro indicador de que los niveles de violencia creciente —y no contenida— de la ciudadanía en Cuba comienzan a sobrepasar la capacidad del Estado para controlar los niveles de violencia criminal y las respuestas también violentas que emanan desde la ciudadanía, ante un aumento delincuencial que parece incontenible.
Resulta evidente que la capacidad del Estado totalitario para garantizar la “tranquilidad doméstica” se ha erosionado. Aunque este aún posee la capacidad de generar un terrorismo extremo hacia quienes desafían su poder político omnímodo —y promover y sancionar la violencia política ciudadana subordinada al régimen—, resulta ya incapaz de evitar el aumento de la violencia criminal.
De ahí las respuestas radicales desde la masa ciudadana a esta incapacidad estatal, manifestadas en un tipo de “justicia sumaria” inédita en la Isla, que bien pudiera crecer y desbordar lo netamente reactivo e evolucionar hacia lo causal, cuyo origen es, en última instancia, político.[4]
Hay que agregar que tampoco el régimen ha logrado contener el auge del disenso político no violento que se manifiesta con el desarrollo incontenible del ejercicio de oportunidades políticas, a pesar de la reticencia totalitaria, que ha devenido un proceso activo de resistencia civil pacífico en pleno crecimiento. Este proceso, que posibilita una liberación de tensiones sociales por la vía no violenta, ha enfrentado un grado de represión absoluto desde el régimen.
La ausencia total de cauces institucionales o legales para expresar el descontento social y político, y este freno represivo brutal a expresiones de insatisfacción fuera de fuentes institucionales —hasta ahora protestas pacíficas con demandas legítimas— pueden empujar a la radicalización lógica hacia la violencia política de una ciudadanía desesperada, por el aumento de los niveles de precariedad generalizada.
Se produce entonces, en el actual contexto social cubano, un cruzamiento de factores muy preocupante, empeorado ante un liderazgo totalitario criminal fallido, que manifiesta de una manera clara la paradoja del poder totalitario de Hannah Arendt: estos líderes viven, interactúan y gobiernan dentro de una burbuja tan desconectada de la realidad que, en el caso cubano es ya tan obvia que pone en peligro su poder y existencia misma.
La inhabilidad absoluta de esta pequeña élite cubana para comprender la naturaleza de los retos que debe enfrentar se ha manifestado en su incapacidad total para gobernar. El saqueo, la indolencia, la generación de terror de Estado a niveles delirantes y la multiplicación infinita de suplicios para la población bajo su control es la única capacidad de la que dispone para mantener el poder. Y lo que es aún peor, no muestra el menor interés por dialogar —con tal de producir condiciones mínimas que los salven del colapso— siquiera con aquella minoría que, si bien desea suavizar su poder, no cuestiona su legitimidad.
De tal modo, estos factores preocupantes permiten pronosticar la probabilidad de la ruptura del equilibrio descrita por Von der Mehden, en la cual se comienza a revertir el balance a favor de la violencia institucional del estado totalitario cubano frente a aquel de la ciudadanía. Esto pudiera implicar el inicio de un proceso de violencia política en Cuba desde los ciudadanos, muy diferenciado de la manera en que se ha producido hasta ahora, fluyente desde el Estado hacia la ciudadanía.
Pero, asumiendo que ya existen las condiciones ideales para el inicio de un ciclo de violencia política en Cuba, dirigido hacia el Estado desde la ciudadanía, ¿cuáles de las tipologías de Gurr serían las que se producirían en la Isla?
La explosión social masiva pacífica del 11J y su violento aplastamiento —que implicó un llamado estatal a enfrentar en “modo de combate” a una ciudadanía pacífica— es el ejemplo clásico de violencia institucional emanada desde el Estado totalitario en pleno funcionamiento.
La cruda represión por parte de agentes estatales y paraestatales —con algunos muertos, cientos de heridos, miles de presos y personas desterradas— no logró evitar los posteriores episodios de resistencia civil no violenta, reprimidos todos con la misma metodología extrema por el Estado. Paradójicamente, esta violenta respuesta a las demandas sociales ciudadanas parece ser el catalizador de la propia violencia política que pudiera ejercerse contra esta élite y sus agentes totalitarios.
La creciente violencia estatal corre ya paralela a la violencia intraciudadana no emanada desde el Estado, que tiende a exacerbarse ante el aumento de los niveles de pobreza extrema de la mayoría de población de la Isla.
Esto se manifiesta con hechos tangibles: muchos más robos y asaltos; crecimiento de acciones delictivas de grupos criminales organizados como tal; aumento de lesiones y asesinatos horrendos por motivos triviales; alarmante auge de feminicidios; indiferencia estatal ante el aumento de criminalidad; proliferación de la violencia “vigilante” extrema, que denota frustración social a muy altos niveles; y aumento de la frecuencia de ataques ciudadanos a agentes policiales.
Detrás de todo esto está siempre el problema de fondo más acuciante en la generación de violencia civil: el aumento repulsivo y escandaloso de las desigualdades económicas y sociales, que contrasta a esta élite minúscula, rica y vulgar con la depauperación hacia la indigencia de casi toda la población del país.
Desigualdades insondables e inaguantables que están conduciendo a un grado de violencia generalizada —producidas desde y fuera del Estado— que crece y se ramifica fuera de lo institucional. Esto produce las condiciones necesarias para una probable explosión social violenta —turbulenta, según los parámetros de Gurr— que a niveles masivos canalizaría la frustración ciudadana desde la violencia extrema.
La tipología conspiratoria, también de violencia extrema pero con menor alcance —por estar limitado el nivel de violencia política a una restringida participación ciudadana—, parece ser una variante menos probable en el caso cubano, dada la carencia de grupos o estructuras políticas fuera del Estado mínimamente organizadas o con recursos para su implementación, a lo que se suma la capacidad policial aún muy efectiva del Estado totalitario para contener conspiraciones. Lo cual, por las mismas razones, ocurre con la guerra interna.
Lo más plausible de pronosticar sería, entonces, una explosión social con uno o varios episodios de turbulencias espontáneas, desorganizadas y muy violentas, con niveles de participación masiva en Cuba, que pueden producir capítulos de violencia civil política incontrolables contra el Estado y sus representantes. Explosión, a su vez, que podría encontrar una violenta respuesta represiva por parte del Estado, dado el control de los mecanismos policiales y militares armados para el ejercicio de la violencia estatal, que incluso pudiera derivar en un terror genocida generalizado. Un horror que ya he definido como una espada de Damocles terrible que pende sobre la nación cubana.
Asimismo, se debe tener en cuenta que las probabilidades de lograr un cambio de régimen serían casi nulas, debido a la asimetría del uso de la violencia política ciudadana, frente a un Estado totalitario con una voluntad declarada de aniquilar a los que se le opongan durante cualquier episodio de turbulencia violenta.
Pero incluso si lograra imponerse una explosión violenta ciudadana espontánea y derrocar a un régimen antidemocrático en extremo como el cubano —ya sea por la negación de sectores militares, policiales o paramilitares a exterminar en “modo de combate” a una población en rebeldía, o que el número de manifestantes contra el Estado sea lo suficientemente masivo—, la carencia de liderazgos estructurados, coordinados y estratégicos dentro de sectores disidentes en Cuba y fuera de la Isla serían un factor bastante importante a tener en consideración.
Una vez recuperada la calma, lo más plausible es que sectores del régimen actual o vinculados de alguna manera a este, con organización y coherencia estratégica, lograsen controlar el poder y revertir cualquier proceso de transición democrática.
Por ello, tendría sentido, como única manera de conjurar cualquier proceso de violencia espontánea infructuosa que sumerja a la Isla en una espiral de destrucción fratricida, iniciar de inmediato la estructuración de una coalición amplia de todo lo disidente —tanto dentro como fuera de Cuba— dirigida a un proceso de construcción de estructuras estratégicas, duraderas y ampliamente plurales en lo político e ideológico —seleccionadas con transparencia bajo consensos—, que de manera inclusiva canalicen el descontento ciudadano, aún hoy sin salidas legales, viables ni atractivas para su resolución pacífica.
Esta dinámica de creación de una estructura disidente de coordinación antitotalitaria —alejada de cualquier violencia política incontrolable y de imprevisibles consecuencias— tendría un objetivo básico: iniciar un proceso de resistencia civil pacífico, masivo y generalizado, que marque el camino hacia el fin del actual régimen y la consiguiente democratización de Cuba.
Este camino implicaría también el repudio —por parte de estas futuras estructuras disidentes estratégicas, plurales y coordinadas— de iniciativas que propugnen la eliminación de sanciones al régimen —cuyo levantamiento solo favorecería a esa élite minúscula y a sus cómplices fuera de Cuba, sin aliviar en lo absoluto la situación de precariedad material de la ciudadanía—; promuevan falsos procesos de diálogos con un régimen incapaz de hacer mínimas concesiones, por considerar la permanencia del totalitarismo, junto con su sistema político y jurídico, como condición esencial inamovible; pidan el reforzamiento económico a dedo de sectores supuestamente no estatales —pero que en realidad son sectores de élite minoritarios o enchufados con el régimen— que pretenden convertirse en oligarquías en un país de indigentes; propongan procesos de cesión de soberanía a regímenes foráneos como tabla de salvación ante el colapso social y económico actual; o realcen liderazgos no consensuados como aquellos destinados a trazar hojas de rutas unilaterales de cooperación con el régimen para salir de la crisis actual —autodesignados, mediante prácticas populistas, representantes de “oposiciones leales” emanadas del “pueblo” o de la “nación” en su conjunto.
El rechazo de iniciativas de tal índole quitaría oxígeno a este régimen leninista —que ve la violencia como único camino para eternizarse en el poder— y quitaría fuelle a un proceso de violencia incontrolable desde lo ciudadano; pues ya no podrían fortalecer a las élites totalitarias en el poder, con el consiguiente aumento escandaloso de las desigualdades, mientras continúa el empobrecimiento insoportable de la masa ciudadana cubana.
Por ello, resulta también crucial que actores internacionales relevantes —en la búsqueda de una resolución pacífica viable, realista y segura para una transición hacia la democracia en Cuba— entiendan que las políticas que implican complicidad o complacencia con el actual régimen cubano solo agregan más peligrosidad a la ya volátil situación política y social de la Isla.
Potencias que representan lo democrático liberal en el sistema internacional, como la Unión Europea o Estados Unidos, deben comprender que la permanencia de este régimen totalitario en el poder bajo nuevas dinámicas de falsas aperturas —con una cerrazón política siempre inalterable— solo crearía más pobreza y desigualdad que, a su vez, conducirá a más violencia desde el Estado y desde los ciudadanos, con consecuencias catastróficas para Cuba.
Asimismo, deben entender que, de producirse una apoteosis violenta e incontrolable en la Isla —de la que serían sus políticas de complicidad en parte responsables—, no solo peligraría la estabilidad de Cuba como Estado-nación viable —con una crisis humanitaria mayúscula—, sino que la estabilidad regional hemisférica también estaría gravemente amenazada.
Los esfuerzos internacionales de aquellos países interesados en la estabilidad, prosperidad, respeto a los derechos humanos e instauración democrática en Cuba deben concentrarse entonces en apoyar el fomento de mecanismos para posibilitar el disenso político ciudadano pacífico, como alternativa viable a las actuales políticas de complicidad hacia el régimen.
Estas nuevas iniciativas hacia Cuba podrían incluir programas de ayudas de toda índole para la construcción y/o dinamización de estructuras políticas y sociales realmente independientes del Estado totalitario; mientras invierten en la creación y/o fortalecimiento de medios independientes y plurales de prensa.
Junto a otras acciones de corte similar, ayudarían a promocionar principios de cultura democrática ciudadana que, en un contexto de resistencia civil masivo y pacífico, serían, en última instancia, los que se impondrían a los principios totalitarios e impulsarían un cambio real de régimen.
En resumen, la pérdida gradual del control de la violencia por parte del régimen cubano, con constantes casos de terror delincuencial desbordado y de episodios de “justicia sumaria” desde lo ciudadano, permiten advertir una posible ruptura en Cuba del equilibro entre violencia institucional del Estado frente a la violencia de la ciudadanía. Este aumento de la violencia de los de abajo de manera incontrolada puede transformarse en una violencia política capaz de producir a corto o mediano plazo una explosión social violenta masiva.
El promotor y único responsable de un fenómeno con estas características sería el régimen castrista. No son causas externas —como sanciones disfrazadas de embargos porosos— ni una ciudadanía dada a la violencia, o impulsada por agentes desestabilizadores internos o externos, las que generan la violencia actual en Cuba, ni las que podrían conducir a una crisis política de tipo violenta.
La probabilidad de una turbulencia política violenta fratricida sería evitable siempre y cuando no se considere la permanencia en el poder de un régimen impresentable desde cualquier consideración humanitaria. Con los actuales sátrapas criminales cubanos rigiendo los destinos de una nación en crisis, con la violencia que emana de estos y aquella que ya sin control brota desde lo ciudadano, esta última tendrá siempre la posibilidad de transmutarse en un cataclismo de violencia política que barra a una nación incapaz de aguantar más sufrimiento. Por tanto, la resistencia civil pacífica de carácter estratégico y masivo es el único camino para evitar la violencia, si no se quiere llegar a la extinción de Cuba como nación en un plazo de tiempo no muy lejano.
Notas:
[1] Max Weber: The Theory of Social and Economic Organization, Oxford University Press, New York, 1966. En esta obra, Weber afirma que la violencia autoritaria al servicio del Estado es un concepto crucial en la teoría política, estando destinado a ejercer el poder político solo a través de la fuerza y la violencia. Sin embargo, cuando explica el derecho del Estado a usar la fuerza, dice que este, como estructura política, defiende su derecho al monopolio del uso legítimo de la fuerza física en el mantenimiento del orden.
[2] Fred R. von der Mehden: Comparative Political Violence, Prentice-Hall, N. J., 1970.
[3] Ted Robert Gurr: Why Men Rebel, Princeton University Press, Princeton, 1970.
[4] La “justicia sumaria” es el tipo de violencia ejercida por multitudes enojadas contra elementos criminales en violación del orden legal existente; que se contrapone al “vigilantismo”, o sea, los actos o las amenazas de cometer actos violentos que violan las reglas establecidas de un orden institucional establecido para defenderlo de actos subversivos. Las multitudes en Cuba que actúan violentamente contra criminales son ejemplo de lo primero. Mientras, los actos de repudio violentos durante la época del éxodo de Mariel o las golpizas de civiles armados con palos contra los manifestantes en septiembre y octubre de 2022 en La Habana, son ejemplo de lo segundo. Para ampliar sobre ambos conceptos, cfr. H. J. Rosenbaum y P. C. Sederberg: “Vigilantism: An Analysis of Establishment Violence”, en Comparative Politics, 6(4), 1974, pp. 541-570.
Poder y saber en Cuba totalitaria: una relación envilecida
Utopías violentas como el fascismo y el comunismo se han beneficiado históricamente del apoyo de intelectuales como participantes directos en estos procesos a niveles locales. Intelectuales que se convertirían luego en parte de sus élites estatales gobernantes.