I.
Uno de los pasajes más memorables de Benarés, de Jesús Aguado, cuenta su hallazgo de una serpiente blanca siestando entre los abarrotados estantes de Motilal, la bien surtida red de librerías, también editorial, de la India.
El autor al verla pegó un salto y salió en busca del hierro que le permitiría defenderse de animal tan fuera de lugar, sólo para encontrarse con que los vendedores se le habían adelantado y estaban colocando una cesta de mimbre con algún cebo dentro y uniendo sus manos como si le suplicaran al animal.
Al rato, la serpiente bajó lenta y entre silbidos, se metió en la cesta y se la llevaron a la orilla del río. La distancia cultural, por así decir, de la solución que pensó el autor y la que finalmente le dieron los vendedores hace que piense Aguado en la consumación textual que proponía aquel hecho, pues si hubiera llegado a matarla toda su literatura, no sólo hubiera quedado definida por aquel ademán violento, sino también vaciada, como flotando en un abismo del color de la serpiente muerta.
El diario no fechado de Aguado en la India —su visita a Motilal es de 1987—, abundante en escenas como la aquí mencionada, sus reflexiones sobre una “poética de la respiración”, fue una de las más gratas lecturas de este 2019 que arrancó con tres libros de Peter Handke.
Estaba muy lejos entonces de imaginar que cerraría el año buscando todavía más libros del autor austriaco, pues había sido premiado con un Nobel que algunos han querido ver polémico, a pesar de ser, junto con V. S. Naipaul (2001), los dos más grandes autores honrados con ese galardón en lo que va de siglo.
Pero si tuviera que elegir un libro entre todos los del año, ese sería Clyde Fans, la monumental novela gráfica de Seth que ha editado Drawn & Quarterly en Canadá. Y no solo por su imaginario visual, sino por la reflexión que propone sobre la soledad, nuestra disposición para ciertos oficios y los desafíos del desarrollo tecnológico.
II.
Desde la ciudad en la que vivía le llegó un mensaje: los libros están siendo devorados por el comején, hubo que desmantelar todo. Así deberá comenzar la crónica de una biblioteca perdida.
Y viajó entonces diecisiete años atrás, cuando nació su hija. Los libros se amontonaban en el cuarto, también en otras partes de la casa, y la llegada de la bebé los obligó a reubicarlos.
Miraron las altas columnas de libros, el viejo estante que cargó por piezas en un tren, otro fijado en la pared, miraron también por la ventana. Vieron que tenían espacio hacia fuera. Y él, que no había pensado ser padre, tampoco había pensado nunca en construir una biblioteca, mucho menos sabía que tenía fecha de caducidad, y que sería devorada no por el fuego, sino por las termitas, esas adelantadas del apocalipsis.
Pero bien, por algún tiempo alcanzó a tener un espacio al que llamar propio donde el abrecartas del padre era un objeto tan anacrónico como el monóculo de Jacques Vaché. Y ahora de aquel refinado abrecartas no hay noticias y de los viejos libros no queda ni un amigo rumor.
III.
Hay un tipo de escritor que se nutre casi en exclusiva de lo que lee y entonces piensa uno que dicha lumbrera debe ser dueño de una biblioteca. Qué sentido tiene la posesión libresca, qué dice a los demás sobre la escritura.
Hay escritores que toman decisiones siempre en función del futuro de una literatura, por eso se abstienen de toda posesión, nada material que los ate, nada que los obligue, elegir es desechar.
La acumulación puede ejercer cierto efecto castrador. Un exceso de música conduce al silencio. Mas también habría que insistir en que los libros leídos tienen mucho menos valor que los no leídos.
No hay que mirar con ansiedad —palabra de orden: del texto, de las imágenes, del looking-good— esos estantes que puestos en fila contienen los libros que quizás no leeremos. La ansiedad o la melancolía, como ha visto Manuel Vilas, han de ser sustituidas por la fascinación, consejo sano.
IV.
Volviendo al conjunto de serpiente y estantería, y a que Benarés es un libro donde los animales (vacas, perros, serpientes, monos, gatos, palomas, delfines, ratas, tigres; no sería descabellado leerlo con Alexander Balanescu de fondo: Angels & Insects, por ejemplo) están muy presentes, piensa uno que quizás pocas instituciones modernas han sido tan bipolares en su relación con los animales como las bibliotecas.
Por mucho gato que aparezca en la iconografía ya clásica de la biblioteca y de la caverna del escritor, por mucho búho que la represente y pájaro que picotee en la ventana, la biblioteca moderna expulsó a los animales de ella, los dejó como elemento de su hermana antagonista, la privada, allí donde el que lee se pasea desnudo o muy ligero de equipaje, acariciando el cogote del gato o sintiendo el cuerpo tibio del perro que se tumbó a sus pies.
Por eso la extrañeza de Aguado cuando se encuentra tantas vacas famélicas (“madre universal”) caminando por las calles, estorbando el tráfico, metiéndose por puertas y pasillos, hasta que mueren, y alguien le llama la atención sobre su incapacidad para entender, desde el prisma occidental, el paisaje que ve.
“En Benarés”, dice Aguado, “se piensa que cualquiera puede pegarle a un perro porque este, todos ellos, son la encarnación de un ladrón. Nadie, sin embargo, sabe contarme la historia”.
Michaux: “Ningún hombre ha muerto junto a un perro dormido”.
Homo Urbanus
Nuestra relación con la ciudad actual invita a diferir todos los afectos. El esqueleto de una casa está hecho de muchos pedazos de madera vulgar y sus paredes semejan láminas de yeso. Difícil apasionarse por un pedazo de plástico.