A veces siente un minúsculo dolor, intermitente y apagado, en la parte baja de la espalda y recuerda que tiene los riñones enfermos de su padre, que de eso murió. La enfermedad no es de muchos síntomas, pero saber que está ahí lo conduce a pensar en la corta duración de la vida y, desde luego, en su relación con la biblioteca.
La biblioteca sobrevive a todas sus vísceras si es que no se deshace de ella, si no la destruye o le prende piadoso fuego —que debería, aunque sea por el placer dudoso de un Sísifo que se dispone a reconstruirla—, en el preciso momento en que escucha el ulular de una ambulancia.
Siempre ante el dolor que se revela como causa de muerte, pero también ante la imagen de una biblioteca ardiendo, siente que está ante el tiempo, el vacío del tiempo, las revelaciones de una presentida fugacidad.
¿Por qué entonces esta intermitencia de saberse enfermo? Vivir con esa memoria, la vulnerabilidad del cuerpo, no es deseable, pero no sabe muy bien cómo administrarla.
No tiene que ver con la respiración ni la capacidad motora, mucho menos con el funcionamiento cerebral o muscular. No morirá por “enfriamiento” durante la caza, como refieren textos medievales, pues el poseedor de una biblioteca no considera que tiene tiempo para otras cetrerías.
“No toméis descanso en tiempo ventoso”, decían esos mismos textos medievales, “pues la destilación del aire penetra los poros y entra hasta el interior del cuerpo”.
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Durante los últimos tres años, al menos tres veces por semana, su ruta laboral se iniciaba o culminaba en una biblioteca universitaria. El hombre es ese animal debido a ciertas ceremonias, recordaba Wittgenstein. La puerta encristalada del cuarto de trabajo colindaba con unos bien provistos estantes metálicos repletos de libros de filosofía, y justo al lado de estos, los ejemplares encuadernados de varias revistas literarias, entre ellas Sur, Vuelta y, oh, de la Universidad de La Habana.
Al retornar de las vacaciones del último verano, los estantes estaban vacíos. Libros y revistas habían desaparecido. Los múltiples ruidos ajenos, como el acompasado del elevador o el de una puerta al cerrarse, ahora corrían libres, lo mismo que el eco de escasas voces de estudiantes, pocos, la verdad, y no sabe ya si es malo esto, que llegan con sus laptops. Todo convertía aquel salón iluminado en una versión del vacío, una caverna de los horrores ilustrados.
Descubrir la verdad, la pequeña tragedia que hay detrás de esos cada vez menos extraños movimientos. ¿Adónde se han ido todos aquellos volúmenes? Los estudiantes vienen cada vez menos a la biblioteca, dicen, y cuando vienen lo hacen con sus dispositivos.
Han construido unas nuevas locaciones lejos del campus donde no pueden acceder los lectores y hacia allá han trasladado los libros. Pasó en College Station, su anterior campus, y ahora llega a la Universidad de Arkansas. El objetivo es cambiar el concepto de biblioteca por unos edificios multifuncionales que conecten mejor con los tiempos.
Si alguien desea un libro debe llenar una solicitud online y en menos de 24 horas lo tendrá en las manos. Aquellos viejos placeres de caminar entre estantes, manosear antiguas ediciones y, lo más importante, el placer de la sorpresa, quedan también en el pasado.
Es de imaginar que además evitan robos.
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Enrique Vila-Matas celebra que exista en Europa una Sociedad de Autores que desde hace diez años publica una lista anual de obras que, a su parecer, están “insuficientemente traducidas en los países de la Unión Europea”. Señala que por Acantilado ha aparecido Maupassant y el otro, un breve ensayo de 1934 de Alberto Savinio, de quien el lector ya conocía Capri por la editorial Minúscula, leído meses atrás.
Pero de Maupassant es Los domingos de un burgués en París, donde flojea y con él Periférica, que lo editó. Pensó que encontraría otro libro, pero no es el escritor de prosa vigorosa e inteligencia despierta que había conocido por Bel ami y Bola de sebo y otros cuentos.
Este es un libro, sí, divertido, pero tampoco demasiado, construido a partir de capítulos cortos y situaciones que no tienen mucha continuidad ni muchas conexiones entre ellas. Algún capítulo está ahí solo de relleno.
Lo salvan algunas situaciones hilarantes, pero hay poco más que eso. Hay en sus páginas un retrato de la fervorosa misoginia de la época, un fresco de primera magnitud para entender el momento en que fue escrito y ya quizás por eso se justifica. Todos los personajes femeninos son negativos (la primera mujer que aparece le roba al protagonista, la segunda es una típica arpía) y la novela concluye con un curioso debate sobre el papel de la mujer en la sociedad.
Si Periférica quería con este libro mostrar qué se pensaba de la mujer a finales del siglo XIX y ponerlo a circular en un momento tan particular en este sentido de la sociedad moderna, lo ha conseguido. Pero en términos estrictamente literarios ha quedado a deber.
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¿No está obligado un editor a ser un gran lector? Siempre hemos pensado al editor de ese modo, no así al escritor.
Un librero experimentado afirmaba no hace mucho que los editores, con diferencia, eran los que más libros le compraban, a diferencia de los escritores. Y a estos les decía que si les rechazaban algún manuscrito debían pensar que quien lo rechazó ha leído posiblemente más y mejor, luego algo de criterio tendrá.
Pero es falsa la dicotomía. La diferencia entre ser un “gran lector” y ser apenas un “buen lector” es la clave que distingue una labor de la otra. Un editor no puede sino ser un gran lector, mientras que un escritor podría perfectamente no pasar de serlo bueno, pues quizás con poco le basta.
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Un amigo le anuncia que ha salido una nueva edición del Henri Brulard, pero no la va a comprar pues sabe que ya no se la va a leer.
Un lector menos huraño no se detendría ante eso. Leemos porque no podemos renunciar a leer, a volver atrás para saldar deudas de lectura, intentar borrar las malas decisiones que como lectores tomamos un día al priorizar unos libros sobre otros.
Al leer un libro ignoramos un millón, se nos caen cientos de las manos. No nos detenemos mucho a pensar en ello pues el desconsuelo no tendría final. No vale la pena reparar en esos otros, detenernos un instante para decirnos que el tiempo no nos alcanza.
Pero a la vez es desde siempre falso que el lector se niegue de plano a leer un libro porque ya su tiempo pasó, se cumplió.
Schiller olía una manzana para comenzar a escribir. Stendhal ojeaba el Código Civil. No se pueden enfrentar los días sin antes abrir un libro, leer una página, adquirir cierto don de lenguaje, impregnarse de un olor distinto del de la mañana.
Aquel que se pregunta quién lee hoy a Francisco Umbral o a Edmund Wilson, o aquella otra que aseguraba no leer a Hemingway porque le gustaban los toros. El primero se privará de leer Mortal y rosa. La otra se perdió la riqueza de un estilo por las contradicciones de un carácter.
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Detrás de su casa vivía un hombre sin manos. Las había perdido en un accidente estúpido: encontró una bala y quiso separar plomo y metal.
Quería ver qué tenía, cómo era por dentro.
La bala estalló y a partir de entonces fue un hombre muy solitario que no tenía manos, pero tampoco amigos ni, a saber, familia. Lo veíamos pasar por la esquina de casa arrastrando vergüenza o pena como quien arrastra un pie, pero queriendo pasar de lado, sin ruidos, sin palabras.
Un hombre taciturno con manos de goma.
Se le veía pasar sin amigo, sin pareja.
Jamás lo escuchó hablar.
Tenía el consuelo de un diente de oro.
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“Botana”, que en México y entre mexicanos hemos conocido como sinónimo de aperitivo, es palabra que ya aparece en el Quijote —capítulo 35, el del sueño en la venta, su pelea con el gigante de Micomicón— con el significado de parche que se pone a los odres de vino. La pregunta por el trayecto que debe cumplir una palabra en su transferencia de significado de una realidad a otra.
En la traducción de Bouvard y Pecuchet que debemos a Aurora Bernárdez aparece el verbo zangolotear, que no escuchaba desde la niñez.
Hay quien aboga porque las traducciones se renueven cada cierto tiempo para evitar los giros en desuso. ¿Con qué sustituir zangolotear?
Sus sinónimos no contienen su violencia ni su sonoridad. El idioma, que no se enriquece de la manera en que fue pensada hace medio siglo, rehúye esas palabras, y también otras, como retrucar, estrujado, revolcón…
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Qué relación establecemos entre la biblioteca y una forma específica de pensamiento.
Al parecer hay quien piensa que el acto de leer, de vivir entre y con libros te aproxima a cierta versión del mundo, acaso compasiva, por no decir hipócrita.
Pero leer, relacionarnos con los libros puede que no vaya necesariamente de eso, sino de (re)afirmar tu visión privada del mundo, a la vez que construir uno nuevo sobre bases que quizás no imaginaste antes.
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Un amigo, más joven que él, le dice que recuerda con lujo de detalles los sucesos de un evento deportivo, pongamos por caso la Eurocopa de fútbol de 1992 o 1996. De esa década apenas puede recordar nada fuera de las Copas del Mundo de 1994 y 1998, los Juegos Olímpicos de Barcelona y Atlanta, alguna final del béisbol cubano.
El resto es hambre, escasez de lo básico elemental, una carrera universitaria en gastadas sandalias y ropas miserables, colas interminables para subir a un tren que lo llevaba a la universidad. Pero también fue el despertar hacia el lenguaje, la literatura con mayor seriedad, los lentos pasos hacia la construcción de la primera biblioteca diez años después y lo que él denomina “el nacimiento de su novela privada”.
Una memoria de estaciones no precisamente felices de la que por un lado no hay mucho que sacar, aunque por otro tendrá que tenerla presente para no olvidar de dónde viene y por qué se largó de allí para no volver.
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¿Por qué, teniendo junto a la cama La gran música alemana, de Dilthey, se sumerge por tres horas en Lo que Varguitas no dijo, de Julia Urquidi? Acaso tiene que ver con sus experiencias lectoras. Las novelas del boom y en especial aquellas primeras de Vargas Llosa fueron importantes en su formación e incluso alguna vez confeccionó una lista de esos tipos de libros que conforman la visión periférica sobre el fenómeno del boom.
Pero este sí lo devora con placer culpable. No es libro bien escrito ni prolijo ni aporta demasiado en términos literarios, pero hay algunas escenas memorables sobre lo que se ha dado en llamar “la cocina” del escritor que fue Vargas Llosa durante sus primeros años parisinos, las penurias que sufrió la pareja y la entrega monacal del escritor a la literatura… y a las chicas de la familia.
Urquidi tuvo dos intentos de suicidio, debió soportar la muerte de una sobrina en el mismo accidente aéreo donde desapareció Jorge Gaitán Durán en la isla de Guadalupe, y acogió en su minúsculo apartamento parisino a la madre de Guevara, ese killer lector todavía idolatrado por legiones de rencorosos militantes. La señora estaba de paso y al parecer le encantó París, a quién no, pero lo más curioso es que ella le encantó a Urquidi.
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Una de las prácticas disuasorias de la lectura del Quijote son las notas al pie.
Parecería escuchar una cervantina carcajada en cada página sabiendo el engorro de traducir un clásico de una lengua que para no pocos está bien muerta a otra que nos hemos inventado para mal comunicarnos cuando las aplicaciones del teléfono así lo permiten.
Cervantes, que expuso al pobre Sancho al escarnio de dos mil azotes para desencantar a Dulcinea, no nos liberó del engorro de bajar la vista allí donde ilustres académicos de la lengua nos explican qué son alcatifas y arambeles y quién Tinacrio el Mago.
“Tener que leer notas a pie de página es como tener que bajar las escaleras para responder a la puerta mientras se está haciendo el amor”, se quejó Noël Coward.
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Lo que sucedió tras el Nobel a Dylan fue la pregunta, la que estaba en boca de un montón de gente: ¿qué hacemos ahora con todo esto?
Y lo que habría que hacer es justamente lo que debimos hacer hace mucho tiempo: olvidarse de eso.
Pero mejor que olvidarlo, es sugerir que acaben de dárselo a Murakami y a partir de ahí continúen con Isabel Allende, Danielle Steel y Padura, y en el medio con algún guionista de cine, un reseñista de los que más nos afean la estantería. Y abunden celebraciones oficiales en palacios de invierno y pabellones de caza.
Que no se hagan más líos ni le den de comer a los periódicos que siguen dando la lata con que si a Borges ni a los más notables ensayistas no se lo dieron. Eso, al fast food, a ponerse a tono con los tiempos.
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Una estructura Rube Goldberg es una que no sirve sino de diversión, con algún fin de divulgación científica y que olvidamos pronto.
La literatura podría ser una magnífica máquina Goldberg, solo que nos sirve para hablar de ella la vida entera.