En la pared blanca de mi cuarto hay grietas de determinado grosor que podrían despertar sospecha o incluso miedo, si tenemos en cuenta lo que ha sucedido. La cal está levantada a la altura del techo, y detrás de una silla en la que se amontona la ropa sucia hay otra rajadura aún más violenta, con un recorrido accidentado de ascensos y descensos hasta el marco del clóset.
Esta última grieta comienza en un hoyo que nunca resané, luego de haber lanzado contra la pared no recuerdo qué cosa hace ya un tiempo. Quizá un vaso en un acto de furia. Eso quiere decir que nada es en vano. Mi rabia se esfumó al rato, pero meses más tarde hubo una consecuencia.
Han pasado ya algunas noches desde que el 19 de septiembre de 2017 la tierra temblara de modo salvaje en Ciudad de México. Yo vivo en la calle Eugenia, eje 5 Sur, muy cerca de la Avenida Coyoacán. No es cualquier sitio. Debido a los destrozos, la zona se mantuvo cerrada al tráfico durante varios días.
Desde entonces, no he dejado de encontrar grietas en todo el apartamento: pequeñas hendiduras en el cemento, rayas mínimas en la pared, algún tajo cualquiera en algún lugar del techo. No hay nada significativo en esto, salvo el hecho de que alguien lo descubra.
Probablemente no suceda nada, porque esos cortes no son más que, llamémosle así, las imperfecciones comunes a todas las casas, detalles que no están hechos para que el ojo los vea. Solo se llega a ellos a través de la obsesión. El apartamento trajo estas cicatrices consigo seguramente desde siempre, pero ha ocurrido un terremoto y después de un terremoto ya nada queda oculto. Quieres conocer tu casa como tu cuerpo, incluso más, al menos en mi caso.
Para casas, la de uno. Para cuerpos, los ajenos.
Hace dos años, en el verano de 2015, tumbé cocos con mi padre durante ocho horas diarias en el condado de Miami-Dade, hasta que creíamos tener los cocos suficientes. Luego los vendíamos a un distribuidor en Hialeah y ganábamos algunos buenos dólares. No hay lugar que haya visitado luego en el que haya un cocotero y yo no lo descubra. Supongo que cada cual, dependiendo de dónde viene, ve siempre algo que los demás no ven, cosas que en realidad son intrínsecamente pueriles u ordinarias, como un cocotero en el trópico, pero que tu circunstancia específica ha reconfigurado como trascendentes o graves.
El huracán tiene un punto de histeria, el terremoto es parco.
Planteémoslo de la siguiente manera: el objeto de tu obsesión te busca; tú no lo descubres, él se descubre para ti. Ya sé que cuando viaje a Cuba voy a reparar, lo quiera o no, en las grietas minúsculas de las casas que visite, rincones donde el ojo del dueño nunca se ha posado, justo porque en Cuba la experiencia vital —mi marco de referencia— es la del huracán, que es un fenómeno horizontal, una larga pieza de teatro que hasta cierto punto puede predecirse.
Uno asiste a su evolución: se fortalecen en aguas cálidas, arrasan durante su trayecto, declinan en tierras continentales y finalmente se diluyen. Pero el terremoto es sorpresivo, viene rompiendo de abajo hacia arriba como un vómito. El huracán tiene un punto de histeria, el terremoto es parco. El huracán es Al Pacino en Scarface, y el terremoto es Al Pacino en The Godfather.
Tanto La Habana como Cárdenas, las dos ciudades cubanas en las que viví, son plazas abiertas al mar, de cara al norte. Ciudad de México, en cambio, está custodiada por volcanes, construida en un valle sobre las ruinas de un imperio, encima de un lago dragado y de sucesivas capas de barro y arena. El suelo, además, se mueve. La catástrofe no está afuera, está abajo. No llega o desembarca, germina. Es el fruto definitivo de la ciudad y cada un tiempo florece de golpe, después de tanto madurar.
La muerte aquí no es algo que pueda ver como la veo en La Habana —la muerte vulgar de la destrucción, la muerte de los edificios rotos, comidos por el abandono crónico de todas las cosas—, pero sí puedo tocarla y olerla. La capa de esmog encima de nosotros aumenta la sensación de que en la Ciudad de México uno está metido adentro de algo, de que uno vive no en una superficie sino, a pesar de la altura, en una profundidad.
Cuando la tierra comenzó a temblar aquella tarde, yo estaba en el mismo cuarto de paredes blancas —impecable entonces— que ahora tiene grietas de determinado grosor. ¿Cuánto tiempo me tomó llegar a la calle? Cualquiera sabe. Veinte segundos, veinticinco, una eternidad. En realidad, la única medición cabal es la que dice que demoré en ponerme a salvo justo lo que demora en formarse una grieta en la pared.
En algún momento debo haber corrido por el pasillo que va hasta la sala, debo haber tomado la llave del cenicero donde también acumulo las monedas con que pago el metro, debo haber quitado el seguro de la puerta del apartamento, haber bajado la escalera de caracol —algo que, luego supe, una vez comenzado el sismo ya no se debe hacer bajo ningún concepto— hasta el lobby de la entrada y haber llegado al portón principal.
Supongo que así sucedió, pero no hay memoria sobre esto. Quizá una mano me tomó por el cogote y me puso directo en el portón principal y me dijo sin decirme que a partir de ahí me las arreglara por mi cuenta. Quizá solo fue de ese modo inverosímil. No era una tarea fácil, en cualquier caso.
Una ola de pánico venía subiendo, mientras me decía a mí mismo que intentara atajarla y pensar, que intentara enfocarme en la cerradura y olvidarme de mí, toda la gravedad posible puesta en un asunto tan prosaico, pero mi mano no ensartaba y la cerradura se movía de un sitio a otro, era un punto de fuga que no se dejaba localizar.
Lo que aprendes en un terremoto es que quieres seguir pensando. No quieres perder la vida, naturalmente, pero hay otra porción en juego sumamente importante y es que, ya que la vas a perder, al menos que te permitan detenerte un momento en eso.
Es el papel del tiempo, la brasa de un repentino conocimiento absoluto, lo que hay que entender de un terremoto. No se trata solo de la muerte, que es de lo que uno juraría que va el dilema. La muerte es apenas una parte del cuento. Al comienzo de El Maestro y Margarita, la novela ejemplar de Mijáil Bulgákov, dos escritores rusos charlan en un local desierto sobre la existencia o no de Cristo, cuando de repente aparece un señor misterioso, que a la larga resulta ser el Diablo, y en un punto de la conversación el señor misterioso dice esto: “Sí, el hombre es mortal, pero eso es solo la mitad de la tragedia. Lo malo es que, a veces y de repente, es mortal. He ahí el truco”.
Eres mortal, pero a veces lo eres de repente. No hay un recorrido previo, no hay una enfermedad, una guerra en curso, un conflicto familiar, una depresión profunda, una venganza, un error de cálculo, un pensamiento psicópata o uno estúpido, el lento e inexorable paso de los años, causas cualesquiera, algo que prever, un estado al que adaptarse, una degradación. Es literalmente una fuerza instantánea que se multiplica por cero y logra no dar cero. Que la muerte sea más rápida que la vida no sorprende a nadie, no hay ninguna carrera en que la muerte a la larga no termine llegando primero. Pero lo que estamos diciendo aquí es que la muerte es más rápida que el pensamiento. La muerte no como un kenyano o un etíope de fondo o medio fondo, sino como un jamaicano de cien metros.
Lo que aprendes en un terremoto es que quieres seguir pensando. No quieres perder la vida, naturalmente, pero hay otra porción en juego sumamente importante y es que, ya que la vas a perder, al menos que te permitan detenerte un momento en eso. Desde luego, hay un truco implícito en el asunto: si todavía estás pensando, todavía estás viviendo. O que, descarteanamente, pensar es vivir. De cualquier manera, en medio del terremoto, en medio de tu batalla personal con la cerradura del portón de salida a la calle, estas son todas ideas del cuerpo, no de la cabeza. Pensamientos de la piel y de los huesos y de los intestinos.
En No Country for Old Men, el asesino psicópata interpretado por Javier Bardem le pregunta al vendedor de una tienda en medio de la nada qué es lo que más ha perdido en un cara o cruz. El vendedor no sabe qué decir. Bardem lanza una moneda y le dice que elija. El vendedor dice que no se ha jugado nada. Sí, sí se lo ha jugado, dice Bardem. Se lo ha estado jugando por toda su vida, pero no lo sabía. La moneda ha viajado durante veintidós años para llegar hasta allí y ahora el vendedor tiene que elegir cara o cruz. ¿Qué puedo ganar?, pregunta. Todo, dice Bardem.
Esas placas tectónicas que mantienen a México en vilo han estado chocando entre ellas y cargándose de energía quién sabe desde hace cuánto, incubando durante años las ondas que van a sacudir la tierra, abducir los edificios y matar a cientos de personas, mientras nosotros simplemente hemos estado haciendo lo nuestro, pero un día la moneda va a llegar a la tienda que administramos.
No fue hasta la tercera o cuarta noche que me vine a dar cuenta de que la pared blanca de mi dormitorio se había cuarteado. En un momento no ves nada y luego empiezas a ver y luego todo se empieza a asentar. Ahora las grietas de las cosas no dejan al ojo en paz.