Conocí a Javier Marimón en mayo de 2015. Pasamos juntos seis horas de un domingo en San Juan. Hasta donde recuerdo, a pesar de la ciudad y la época del año, usábamos abrigos y de vez en vez nos frotábamos las manos. Yo llevaba dos días con fiebre y vómitos, encerrado en una habitación del hotel Hyatt. No tenía ganas de conocer a nadie, mucho menos a un poeta, pero Gerardo Fernández Fe, amigo en común, le dijo que se encargara de mí, y cuando rezaba para que ya no apareciera, Javier llamó a la habitación desde el teléfono del lobby.
Bajé de mala gana. Nos saludamos y tal. Hacía dos horas el motor de su carro había combustionado y él había tenido que salir corriendo antes de que el fuego alcanzara el asiento del chofer. Me enseñó las fotos en su celular, el humo ascendente, el capó carbonizado, la gente alrededor, una diapositiva detrás de otra. ¿Qué vas a hacer ahora?, pregunté. No sé, comprar uno nuevo, creo que dijo. Pero en realidad le daba igual.
Parecía contento de que pudiésemos pasear a pie, aunque no tuviera la menor idea del lugar al que debíamos ir. Le dije que no nos moviéramos mucho de la zona. Cruzamos la calle, caminamos unos cientos de metros y me invitó a un Texas de Brasil, que es un restaurante bastante caro en el que te sientas y te van trayendo innumerables cortes de carne, uno detrás de otro, un vértigo, como si fueran diapositivas de celular.
Nos llenamos la barriga y luego nos regalaron unos tiques para que debutáramos en un casino contiguo. Lo dudamos un rato. Si llegábamos a ganar dinero en las tragaperras o donde fuera, había después que pasar por una serie de trámites burocráticos para cobrar el efectivo, según nos explicó el portero. Y si ganábamos, naturalmente no íbamos a dejar ir el premio. Así que decidimos que lo mejor era no jugar y no ganar nada y seguir por ahí un rato más hasta donde diera la cosa. Yo con malestar y fiebre, él con el auto hecho mierda.
En una de esas Javier me hizo las preguntas típicas —qué hago, qué pienso hacer, de qué va lo mío— y yo le devolví las respuestas que esas preguntas merecen. Entonces le pregunté yo. Qué haces, qué piensas hacer, de qué va lo tuyo. Estábamos en Puerto Rico. Javier venía con credenciales de poeta. Y ese fue justo el momento en que desenfundó el hacha, después de haber cumplido las formalidades. Compongo reguetón, dijo. No mentía.
Ahora, dos años después, tengo Sinalectas en mi mesa de noche, el poemario que Casa Vacía le ha editado. Su poesía viene de ahí. Tomar la pregunta típica, el gesto prosaico, el trámite vulgar, y dinamitarlo. El poema inicial del libro está más o menos a la mitad y dice:
“Hace rompecabezas de algo: gaticos, cae pieza al suelo; baja la mano para cogerla y gato desconocido la muerde, araña, sangra. Conducta es motivada por lo anormal de referirnos a algo: gatos bajo palabras sumergidos”.
La venganza por lo anormal de referirse a algo es que la palabra “gato” cae al suelo, y cuando Javier, que está armando su rompecabezas, es decir, su sinalecta, baja la mano para recogerla, la palabra, o lo que está sumergido y ahogado en el interior de la palabra, salta y lo muerde.
Esta epifanía propicia la vuelta de tuerca. Javier empieza entonces a destazar, raja al medio, abre la cárcel del signo, trabaja con vísceras. Es Daniel Day-Lewis interpretando a Bill Cutting en Gangs of New York. Lo que otros escriben con tinta o caracteres binarios, él lo escribe con un bisturí. Sus poemas son trozos, lo que sobrevive de la carnicería semántica.
En La Extraña, Sándor Marai acuña el mandamiento herético por el que Javier se rige: “Las palabras se encadenan, se ajustan unas a otras, no hay que perder el tiempo amoldándolas…” Y también, luego, la recompensa por la apuesta literaria al límite: “El significado de las palabras no es solo lo que significan, sino el ámbito que iluminan. Uno se pone en marcha en la oscuridad iluminada por unas pocas palabras…”.
En Cuba, Javier no me remite a otros poetas mayores, y sí, en cambio, a Aquelarre, ese conjunto de relatos de Ezequiel Vieta sorprendentemente escrito en 1954. En la lengua, el maestro de Javier es sin dudas Macedonio Fernández, pero si bien Macedonio, según apunta Piglia, pretendía crear “un nuevo lenguaje como utopía máxima: escribir en una lengua que no existe”, Javier no es un tipo que se visualice a sí mismo en esos términos. ¡Qué va a querer inventar un nuevo lenguaje alguien a quien no le importa siquiera si el auto se le incendia o no!
Su trayecto es visceralmente antiliterario porque está tomando a la palabra por el pelo, la está arrastrando a través del pasillo, le está rompiendo las rodillas y los labios en el asfalto y la palabra llega hecha un trapo al lugar desde el que Javier escribe. Ya aquí Macedonio —lo que se dice un Escritor— tampoco cuenta.
Fernández Fe acaba de publicar una reseña en El Nuevo Herald donde apunta que Javier ha hecho literatura de “situaciones irreconocibles con las que a diario, sin prestarle la menor atención, se topa el ser humano”. Hay un poema profundamente emotivo —emotivo a la manera del poeta ungido, algo que nadie esperaba encontrarse en Sinalectas— que capta la situación trivial y la devuelve no ya como retrato, sino como relato.
Para mí, junto al poema de Fleming y su esposa griega Voureka (si quiere leerlo, compre el libro aquí), es la mejor pieza de Sinalectas.
“Botella de leche en mostrador abandonada le lleva a vacas de campos que irrigan su añoranza, trayéndole a su propio propio: se inclina al pagar. Botella de leche y dependiente, socios en fraude, ríen de cómo los cautivos de ilusión siempre compran algo”.
¿Qué es su propio propio? ¿Es la infancia del cliente? ¿Es el instante en que eres cautivo de ilusión, cuando algo te ha remitido a las vacas en los campos, paisajes que añoras? Todos tenemos nuestro propio propio. La leche, sin embargo, está adulterada, eso que te ha permitido remitirte al país de tu nostalgia no es lo que tú crees que es, tu momento está corrompido por el gesto prosaico. El dependiente y hasta la botella, cómplices, sonríen con el timo.
Este es un texto bisagra, un increíble poema de dos caras, que vuelve a ser uno cuando el relato se cierra sobre sí con todos los implicados alcanzando su definición mejor. El cliente inclinado al pagar, ya en otro sitio al que no esperaba ir, visiblemente conmovido, el dependiente y la botella igualmente satisfechos, su embauque ha salido como deseaban. El acto corrupto y lineal propicia la suspensión temporal, el pliegue grave, una hiperestesia. Sin perdedores.
Hay sinalectas que incluso van más allá y aplican este mismo método no ya con hechos cualesquiera, sino también con pensamientos, esa pila abierta que continuamente vierte basura en nuestra cabeza, chatarra onírica, asociaciones descabezadas, los retardados trillos del pensamiento ilógico.
He aquí: “¿Partera va a parir y piensa a peluquera que tal vez quiera cortarse el pelo? ¿Súbito cortarán indecisas tijeras pelo crecido de exfeto adelantando?”.
Sé lo que es. Sé lo que se está diciendo. Mi mente y mi corazón han estado ahí.
Aquel domingo de 2015 Javier y yo caminamos un rato la ciudad, luego él me invitó a algunas cervezas y luego nos sentamos en una explanada cerca del Castillo San Felipe del Morro, con la noche atornillada sobre nosotros, a fumar yerba en pipa. Recuerdo que reímos mucho y que nos abrazamos y que hablamos hasta por los codos hasta despedirnos. Ahora conversamos por mail y por wasap y aún nos debemos la fumada.
El viento apagaba la pipa y Javier la encendía, pero el viento la volvía a apagar.