Alejandro Yero, un amigo que es familia y que ahora cursa Dirección Documental en San Antonio de los Baños, se graduó en 2013 de Periodismo con una película de media hora que a lo largo de estos años he visto ya varias veces, cada vez con más estupor. Se llama Natalia Nikolaevna y trata sobre una mujer kazaja que a fines de los ochenta conoció, creo, a un joven cubano estudiante de ingeniería en la URSS. Ambos se enamoraron, se casaron y recayeron, repletos de ímpetu e ilusiones, nada menos que en la Ciudad Nuclear, un rincón de Cienfuegos en el que Fidel Castro comenzó a construir con la ayuda de los soviéticos una imponente Central Electronuclear, hasta que todo se fue a pique.
El documental, rodado en 2012-2013, comienza con varios planos generales y una música claramente influenciada por el Philip Glass de Koyaanisqatsi. Se observan los edificios vacíos, las construcciones a medio hacer, armatostes de cemento deshabitados, los parques yermos, las calles desoladas, algún perro que cojea, alguna sombra en la distancia. Pero si en Koyaanisqatsi el mundo está en constante actividad, aquí está completamente muerto, o con un hilillo de vida. Todo excesivamente triste. También se ve el mar, los barcos oxidados por el salitre, arañazos de luz solar recorriendo la superficie del agua. El horror es inminente. La amargura es inminente. La estolidez es inminente también.
No solo no puede cantar ya, sino la han borrado de los anales, desaparecido de un plumazo sin explicación ni causa posible.
Natalia es una mujer menuda. Cómicas botas negras, pantorrillas robustas, un largo vestido de rayas anchas y el pelo recogido en un moño flácido. Parece una koljosiana. En su momento, Natalia fue contratada por la Empresa de Cultura de Cienfuegos para cantar lírico en la capital provincial. Y, dice, cantó. Pero ya no canta. Y no se explica por qué. De hecho, el documental, aunque también tiene muchos otros rostros que luego irán emergiendo como epifanías terribles o como muecas insoportables o como rictus agónicos, en principio no parece ser más que la cruzada de Natalia por volver a cantar y porque le restituyan su pasado. No solo no puede cantar ya, sino, dice Natalia, la han borrado de los anales, desaparecido de un plumazo sin explicación ni causa posible.
Tiene una libreta con la firma de setenta y cinco músicos de la localidad que ella ha conocido a lo largo de los años, con los que ha colaborado, y que acudieron en su defensa. Ha recorrido todas las instituciones cienfuegueras y la fiscalía de la ciudad le ha confesado no encontrar ninguna prueba de que ella realmente haya sido cantante lírica. Natalia dice haber hallado su expediente laboral falsificado. Guarda, además, un recorte del periódico local 5 de septiembre. Son solamente dos palabras, pero son de mucha calidad y muy cariñosas, dice, esbozando una sonrisa o bien riéndose a mandíbula batiente. “Nuestra soprano Natalia, invitada especial de la segunda noche”, se lee en el recorte de prensa. Entonces, dice Natalia, ¿hay pruebas o no hay pruebas de que Natalia Nikolaevna fue cantante lírica?
No hay dinero, pero ya tenemos repertorio suficiente.
Su acento es particularmente gracioso. Su acento, casi un trino, es seductor, como si el acento dijera todo por sí mismo. Resulta evidente que el drama de Natalia es aún más drama por el acento con que lo cuenta, o que es drama únicamente por el acento con que lo cuenta, un acento kazajo, deslavado, contrito, lo cual, por oposición, viene a decirnos que el acento del cubano no es un acento idóneo para la tragedia, tal vez para cualquier otra cosa sí, pero no para el terreno del sufrimiento y la penuria. En el conteo universal del drama, el acento cubano no cuenta y, por lo mismo, el drama cubano no cuenta y, mientras no encuentren otro tono para relatar su travesía, sus dudas sobre el futuro, sus traumas del pasado, el drama y el acento cubano, los dos por igual, seguirán mereciendo la más burlesca de las trompetillas o el más humillante y merecido ninguneo.
En las mañanas, Natalia atraviesa en una lancha de pasajeros la bahía de Cienfuegos y en la glorieta de la ciudad canta algunas arias de Rossini, Donizetti o Verdi. Como el brindis de La Traviata, por decir lo obvio. Algunos turistas o alguna pareja de recién casados la escuchan y le donan algunas monedas. Algunos viejos indigentes también la escuchan. Quien inauguró el canto lírico en Cienfuegos, a comienzo del siglo XX, fue Caruso, dice Natalia, y quien lo inauguró en la Ciudad Nuclear fue Natalia Nikolaevna. Durante las tardes, Natalia ensaya con el organista de la iglesia, un muchacho joven que no le presta mucha atención, aun cuando Natalia lo anime a organizar un concierto. Un concierto particular, dice, no importa que no nos apoyen. No hay dinero, pero ya tenemos repertorio suficiente, dice, y así nosotros nos animamos también. En realidad, Natalia ya está animada, no parece que el ánimo se le vaya a esfumar, al menos no a corto o mediano plazo. Pero el organista sí luce un tanto pesimista y Natalia, que no es tonta, se percata. Le preocupa quedarse sin acompañante.
Hay peligro para mi salud desde hace tiempo y están detrás de mí con las sustancias para afectar mis cuerdas vocales.
Esta fue mi ayuda para sobrevivir en el Período Especial, dice Natalia, y enseña a la cámara una báscula. Natalia, la solista lírica de Cienfuegos, andaba por la calle con esto para poder sobrevivir, dice. La gente se pesaba por una cantidad de dinero. Llegué desde cincuenta quilos a cinco pesos. Un peso primero, dos después. Y así. Pero los funcionarios del Poder Popular, dice, me prohibieron terminantemente seguir pesando personas. Natalia suelta una carcajada contagiosa. Y yo estoy de acuerdo con ellos, dice, quizás en el momento más sublime del documental. Yo esto de acuerdo con ellos, porque una cantante lírica soprano no tiene por qué andar pesando gente por ahí.
Hay algo más que Natalia enseña a la cámara. Y es esto: el certificado de discapacitada con diagnóstico de esquizofrenia paranoica. En una exposición de la galería municipal, Natalia observa los cuadros de los artistas locales y se detiene en un tornillo de banco que, entre sus quijadas, sostiene un huevo. Esa soy yo, dice. Yo digo que yo soy tan frágil que no hace falta tanta maquinaria para romperme ni para sostenerme ni nada. Yo me siento muy identificada con eso, esa soy yo, y realmente pienso que no tengo futuro en Cuba porque tengo unas personas que están tratando de matarme. Hay peligro para mi salud desde hace tiempo y están detrás de mí con las sustancias para afectar mis cuerdas vocales. Usted es cubano —le dice probablemente a Alejandro, que la filma—, usted sabe que los envenenamientos ocurren en la sociedad cubana.