El castrismo es como un monte cerrado

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Nunca conocí a nadie que me recordara la estatura de Rafael Alcides hasta que ayer, sábado 15 de julio en la tarde, visité el apartamento de María Elena Cruz Varela.

Es pequeño, hay libros, cuadros y adornos, atestado y magnífico. Una alfombra cubre todo el suelo. Ella no sabe a quién carajo se le ocurrió ponerla, si estamos en Miami, una ciudad húmeda y calurosa.

Yo estaba emocionado y también un tanto contenido, a pesar de que visitaba a alguien que, desde que hablamos, solo me había entregado mucha ternura.

Me invitó a su podcast en Martí Noticias hace un par de meses.

No lleva mucho tiempo allí, sin embargo. Llegó a Miami desde Madrid en 2013 y enseguida trabajó cinco años como guardia de seguridad de once de la noche a siete de la mañana, cuidando no sé qué en no sé dónde. Me dice que nunca leyó tanto en su vida como en ese lugar.

Ella es una heroína de todas partes y yo fui a conocerla como un tributo, pero todo era también un deleite íntimo. La imagino leyendo en la noche en un garito, ya con más de sesenta años, alguien que enfrentó al castrismo y que luego fuera de Cuba se negó a subirse en la pasarela de las víctimas, una mujer absolutamente incapacitada para la queja, que padeció más que todos y que no hizo carrera sublimando un rosario de desgracias ni alargando en el papel de reprimida, a través de sí, la vida de la tiranía.

Fui a conocerla como un tributo, pero todo era también un deleite íntimo.

“La dignidad no está cotizada”, me dijo. “Hay que saber desaparecer, la gente está dispuesta a hacer mucha mierda por miedo a desaparecer”.

¡Qué poquita cosa se volvía todo el ruido nacional en aquella sala! Me contó que Nazaret dice algo que no recoge el Nuevo Testamento: “Las víctimas y los enfermos son tiranos”.

En sus primeros años de exilio, cuando la presentaban en alguna lectura de poesía, enseguida recordaban: “La hicieron tragarse unos papeles”.

María Elena ripostaba: “Yo no me los tragué”. E igual seguían: “Bueno, ella, a quien le hicieron tragarse unos papeles”.

Nos reímos bastante. Yo fui allí a aprender y también a oficializar una compañía que viene desde mucho antes. Le asombra la cantidad de jóvenes que la recuerdan o que saben lo que hizo en Cuba.

Le dije que es raro, que yo la conocí tratando de encontrarme a mí. En un momento uno decide no callar y cree que va a abrir camino por primera vez. El castrismo, cualquier poder, es como un monte cerrado que desde adentro parece que nunca nadie atravesó. Pero, una vez puesto en marcha, ves trillos, rutas, unas huellas por aquí, unos gajos rotos, y te das cuenta de que esa peregrinación al éxodo y la soledad ya la hicieron otros desde mucho antes, con un precio todavía más alto.

Ella me venía acompañando, y cualquier cosa que yo haya hecho, ha sido hecha para acompañarla también en un momento en el que, técnicamente, no habría podido estar presente.

En la emoción recordaba (en realidad siempre la estoy recordando), esa impagable frase de Benjamin: “Tampoco los muertos estarán seguros ante el enemigo cuando éste venza”.

Que la antecede otra: “Articular históricamente lo pasado significa adueñarse de un recuerdo tal y como relumbra en el instante de un peligro”.

Que la antecede otra: “Nada de lo que una vez haya acontecido ha de darse por perdido para la historia. Por cierto, que solo a la humanidad redimida le cabe por completo en suerte su pasado. Lo cual quiere decir: solo para la humanidad redimida se ha hecho su pasado citable en cada uno de sus momentos”.

Castro no es su enemigo, porque todavía no hay nadie que merezca un lugar así en su vida.

Le dije que fuéramos un día a la playa, pero me dijo que nunca más ha ido, que ella estuvo en avionetas de Hermanos al Rescate y vio desde arriba muertos en el mar, un cementerio sin cruces.

Castro no es su enemigo, porque todavía no hay nadie que merezca un lugar así en su vida.

Le queda por escribir un libro. Prosa, dice, no poesía. La poesía ya estuvo, no ha vuelto, y remató: “Yo no ensucio el ángel agotado”.

Cuando llegó a Madrid en 1995, a recibir el premio Mariano de Cavia de la prensa española, Aznar le preguntó qué quería y ella le contestó: “Quedarme en España… con gesto enamorado”.

“No entendió Aznar”, me dijo, “no había leído el poema de Miguel Hernández a Pablo de la Torriente Brau”.

En unas semanas voy a presentar Los intrusos en Miami junto a dos amigos. Uno de ellos será María Elena.

Comimos tortilla de patatas y yo bebí una cerveza. Tiene setenta años y es extremadamente bella. Todo pasó muy tranquilo, preñado de silencios que a nadie incomodaban.

Este es un verso suyo, que viene al caso: “¡Ay qué pena me das, Esperanza, por Dios! Ciento treinta minutos en todos los relojes de esta tarde…”

Fue homeless en La Habana, y desde su apartamento de Alamar, en 1993, pensó el futuro, que no llega ni va a llegar jamás del modo en que refulgía en su cabeza.

Tiene estrés post-traumático. Siempre lo va a tener, dice, pero eso no la define. “Está ahí, es como alguien que perdió un dedo o una mano en una contienda, nada más”.

Sabe que salí definitivo de nuestro país hace apenas dos años y medio. Ayer, cuando me recibió, metió su cabeza en mi hombro y se quedó un rato ahí.

Días antes, cuando le dije que este sábado finalmente la visitaría, me escribió de vuelta: “Te espero. Todavía debes oler a Cuba”.



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A veces y de repente eres mortal

Carlos Manuel Álvarez

Para casas, la de uno. Para cuerpos, los ajenos.