La siguiente entrevista ocurre a través del éter de la cuarta dimensión (nos reservamos el modo de transporte por razones obvias). El corresponsal de Hypermedia Magazine viaja al año 1952, a la casa de Don Fernando Ortiz: Calle I No. 160, Vedado, La Habana.
Don Fernando, muchas gracias por concederme esta entrevista. He leído recientemente su libro La africanía en la música folklórica de Cuba, magnífico estudio sobre la importancia del aporte negro a nuestra música. Celebro esta distinción: “ni toda música folklórica es vulgar y cotidiana y puede ser remota y excepcional”.
Gracias, aprecio su lectura. Eso es lo que es folclor, estrato básico.
Me interesa conocer por qué incluye la contribución de la música de los indios cubanos en su primer capítulo.
Como digo en la introducción, y perdone que me cite a mí mismo: “la música cubana es bermeja, negra, blanca y amarilla”. Disculpe otra vez, incluso en la musicología peco de etnólogo.
Sin embargo usted admite al principio del libro que “en cuanto a la música de los aborígenes (indios) hay que negarla en lo absoluto”. ¿No hay acaso música aborigen?
No niego que la hubiera. Ahí están los testimonios de Las Casas, Álvaro Núñez, Diego Colón y Fernández de Oviedo. Hay un producto ritual, musical y danzable del indocubano que es el areíto. Al igual que en la música negra, el areíto tenía su lado religioso y su lado bacanal. Pero también ha habido mucha distorsión al respecto. El libro lo deja claro; mucha responsabilidad de esta distorsión la tienen los indianistas y en particular Eduardo Sánchez de Fuentes, a quien admiro mucho como compositor.
Esa polémica le ha traído enemigos. ¿No es cierto?
Enemigos no sé; desafectos, muchos. Hay otro asunto de índole política que debe conocer.
[Don Ortiz se reclina en su sillón, respira profundo y enciende un puro].
En nuestra historia siempre se ha visto al aborigen indio como más fino que el negro. Y lo mismo ocurre con la música.
Una arista del asunto tiene que ver con la disputa entre melodía y ritmo, donde lo segundo (la esencia africana) resulta más primitivo que lo primero. [Don Ortiz asiente con la cabeza]. ¿De dónde sale eso?
La generación de los independentistas blancos siempre tuvieron preferencia con el indio.
Don Fernando, le confieso que se presta a confusión. Usted niega y no niega. ¿Qué niega exactamente?
Que de los areítos, tristemente, no quedó nada, excepto su recuerdo. El traductor de las Décadas del Nuevo Mundo de Pedro Mártir aduce que existen ejemplos, pero nunca ha dicho dónde. Además, no debemos confundir el areíto antillano con formas parecidas de los indios centroamericanos que pertenecen a una etnia muy distinta. Los indocubanos no tenían notación musical.
O sea, que la musicología comparativa se debe a un contexto etnográfico.
Está claro que el aborigen antillano es distinto al aborigen centroamericano. Y sin un previo sincretismo anterior a ambos, sus areítos deben ser diferentes.
Por ejemplo, el conocido “Areíto de la Anacaona” ya es una forma sincrética. Dice: “Ayí, ayá bomgbé”; la última palabra es africana. ¿Para qué engañarnos? Pese a lo que digan los indianistas, ese areíto no es indocubano; es un cuplé usado por los negros del vudú haitiano. A raíz de la controversia de la Anacaona, tuve la grata noticia de leer en la prensa un artículo de Alejo Carpentier apoyando mi punto de vista.
¿Entonces dónde está el aporte bermejo?
Le diré algo que, aunque implícito en mi texto, no parece obvio. La influencia indocubana es parte esencial del ajiaco de nuestro folclor, incluso aunque no podamos apuntar con certeza qué es. No soy yo solo, ya por los años 30 Amadeo Roldán decía que la música india estaba extinguida. El prestigioso musicólogo español Adolfo Salazar concuerda conmigo, y lo cito: “La música que tuvieron los indios aborígenes es puro misterio”.
Pasemos ahora a la música afrocubana en sus dos vertientes, la religiosa y la profana. La primera, es la que acompaña a los ritos y ceremonias de las sociedades secretas; la segunda, de carácter popular más amplio.
Agregue que las dos son, desde su nacimiento, decididamente sincréticas. El asunto es por dónde comenzar.
¿Por el principio?
Claro está, pero nuestro principio es solo una continuación. Recuerde que los negros ya traen su música de África.
Correcto.
Hay que distinguir la verdad originaria. La población negra viene de etnias muy diversas. Hay variaciones musicales entre las ascendencias dajomé, lucumí, la carabalí y conga.
¿Y qué trae cada una?
Lo llamo la raíz. A los efectos de su pregunta, la constante es que los negros traen su coralidad y sus instrumentos. Ahora bien, la voz es un instrumento y el más precioso son las cuerdas vocales. Se habla de los cantos de pregón negros desde fines del siglo XVI en adelante. Aquí entran los ritos mágicos. La música negra es música grupal. La fuerza del encantamiento crece en tanto se suman muchas voces.
Ha dicho usted que el coro es una forma de cooperación.
Es que el coro impone una métrica de ritmo y contrapunto esencial. Esa forma de cooperación colectiva se hace popular y tradicional a la vez.
¿Son cantos al unísono?
Aunque hay otros cantos con armonías. El bembé y los coros ñáñigos expanden la armonía. Mucha de esta música se escucha en los sambeques y timbeques.
¿Y en cuanto a los instrumentos?
¿Ha presenciado alguna vez el ritual del Orilé?
No.
Es un rito afro-espiritista donde se musicaliza el sonido con el cuerpo. Es un canto de resuellos. Llegado el rito, los coristas se agarran de las manos y en círculo resoplan un estribillo al compás del ruido de sus pies. Son resoplidos rítmicos.
¡¿A qué suena eso?!
Un tamboreo bitonal. Algunos se golpean el pecho creando una caja de resonancia. A la manera de orfeón, que junta las palabras del canto con los sonidos imitadores de los instrumentos. Esa es música de bemba, lenguaje de ultratumba. Son resoplidos “saca-muerto” sin solista ni cabecero. Cuando la rueda humana llega al paroxismo se tiene la visión de algo macabro, como un coro de moribundos. Esa danza transmundana poderosa puede que se halla originado en Cuba.
¿Y cuáles son los instrumentos de esta música?
Amigo mío, los instrumentos nacen de los criterios de magia. El grito, el chiflido, el ululato y la palabra, son instrumentos; tienen ya un valor de criterio extrahumano.
¿Y el sonido es captado por la onomatopeya?
Sí. La bramadera y la zumbadera es el ruido de las ráfagas de viento y el tornado. Con el tambor se imita el ruido de los truenos. El chachareo de las maracas es el chipichipi de la llovizna. De ahí salen los membranófonos e idiófonos como la marimba; lamelófonos como el Ikembe y el llamado piano de los bantú: la marímbula.
Todo eso es ritmo, ¿dónde queda la melodía?
No olvide que el tambor es un instrumento rítmico-melódico.
De ahí el dicho: “buen conguero afina sus congas”.
[Don Ortiz asiente y da una bocanada a su tabaco].
Eso ya le dice que la música negra contiene melodía, pero es melodía rítmica. Después esos instrumentos comienzan a mestizarse. Aun con todo, el empeño por conservar la pureza musical en el terreno religioso, la fuerza de las circunstancias históricas obligaba a la mezcla. Melaza pura.
Mejor aún.
Entienda, amigo: la música negra es la expresión emocional de lo inefable, pero esa expresión no es vocabularia. Es como una supermúsica pantofónica.
Tremendo. Ahora me hizo pensar en la definición de la música concreta. La música es ruido, un súper ruido.
Buena analogía. Lo moderno y lo primitivo están conectados.
¿Y qué ocurre después?
Después viene el ajiaco.
[Risas].
Desde muy temprano el negro se adapta a la música española. La interpreta en los coros de las iglesias. Y la interpreta muy bien. Según la tradición, las primeras orquestas del país estaban integradas por gentes de las dos etnias. Y de ahí en adelante la música cubana goza siempre del privilegio de juntar negros y blancos.
¿De cuál siglo hablamos?
Siglo XVII, en Bayamo. Estos músicos acostumbraban a tocar en muchas de las fiestas y entierros de la localidad.
[Don Ortiz hace una pequeña pausa].
¿Le apetece un cafecito?
Por supuesto.
[Diez minutos después entrevistado y entrevistador regresan a la biblioteca].
Don Fernando, ¿qué me dice de la música secular negra?
Bien, vayamos poco a poco. No hablo de lo que hoy en día se llama música lúdica, me refiero a su inmediato antecedente: la música anónima, folklórica, digamos levemente aculturada.
¿Cuál sería la transición?
Los cantos de trabajo, los de puya, los toques congos, los toques de yuka, etc. En la cultura afrocubana no es fácil separar lo profano de lo sacro: la vida diaria, incluyendo la diversión, está saturada de sustancia religiosa y viceversa.
¿Por ejemplo?
Los ritos del bembé que le sigue al toque de los batás, o la celebración de los días onomásticos. Y con esa música litúrgica los asistentes a la fiesta, mientras rinden pleitesía a sus santos, gozan y se divierten. La gente no comprende el secreto de la música afrocubana.
¿Cuál es?
Que la adoración y la diversión van juntas. El negro canta sin cesar. La música no puede separarse de la vida. Se canta cuando nace un hijo y también cuando se muere; cuando se trabaja y se descansa. Mi nodriza repetía un viejo refrán lucumí: “Sin canto cuchillo no corta”.
Por ahí tengo el libro de artículos costumbristas, publicado creo que en 1859, de Anselmo Suárez y Romero. Nos cuenta que en la vida del ingenio no había casi ninguna actividad que no estuviese relacionada con el canto.
[Haciendo un altavoz con las manos] Oye-e-e-e, oye mangüé/ vendo mango, oye mangüé/ piña blanca, verde y morada/ ciruelas de California/ barata la pera de agua/ para comer melocotones/ de China son las naranjas/ naranjero.
¡Qué memoria la suya!
Es la memoria del acervo. De esos cantos salen joyitas como “El Manisero” de Moisés Simons. Los cantos son la materia prima de los estribillos más sabrosos de nuestro acervo popular. Ahí tiene “Hojas para Baño”, de Los Matamoros: “Vende hojas para baño mamá. La llevo de romerillo. Vende hojas para baño, mamá. La traigo de confitillo. Vende hojas para baño, mamá”, y así sucesivamente.
¿Cómo es el ritual de la yuka?
Es un ritual congo de recholata y cortejo de la hembra. La sociedad lo consideraba baile de “papalote” o indecente. La mujer incita al macho con contoneos de caderas y hombros pero a la vez le huye. El macho la sigue buscando el “vacunao”, que es un golpe de frente, vientre con vientre. La hembra tiene la libertad de darse nkimbá (el ombligo), o no. El macho que presiona se lleva la conquista, pero requiere de pericia.
¿Y su música?
La orquesta de la yuka tiene siete instrumentos: tres tambores, dos maracas de pulsera, una guagua y una muela. Los tambores llevan por nombre yuka, mula y cachimbo. Los yukeros se montan sobre la caja y repican la membrana con ambas manos. La caja la llevan dos cajeros: uno golpea el parche y otro lo acompaña con la guagua. Es un ritual lúdico, de raíces de bacanalia.
¿La guagua?
Es un palo forrado en una pieza de latón que se percute con dos baquetas.
¿Y qué me dice de la puya?
Son cantos antifonales de jaleo y trifulca. Se trata de una disputa cantada supeditada al ritmo. Cada rival es coreado por su grupo. El “gallo” lanza frases de desafío y menosprecio. Los suyos la corean. El adversario replica y es coreado por su gente.
¿Cómo termina ese asunto?
[Con cara de misterio]. No se sabe. El repudio puede ir desde la carcajada a la fajatiña. Lo he presenciado.
¿Dónde?
En Pueblo Nuevo y en Jesús María. En un solar cerca de la calle Apodaca, un toque de santos a pura cañandonga.
Barrio caliente.
De ese barrio salen los amalianos, la cuna de los negros curros; aunque es también un lugar de mucha hidalguía. Pero volviendo al tema, la salida más apreciada de la puya es otra puya más ácida. Ese es el duelo verbal de los negros.
¿Puede darme un ejemplo?
Un gallo podía cantar: “Lucero madrugá cambia color”. El otro responde a matar: “Potrero no hay toro, vaca va meá”.
[Risas].
Y ahí las mujeres dejan la fiesta.
La puya se usaba, sobre todo, para mover a Changó. Y sus dichos podían ser bastante ofensivos. Al más valiente de los dioses se le cantaba: “Erú okoto pami. Erú okoto pami.” O sea: “El esclavo del güiro se acobardó.”
[Don Ortiz, satisfecho, se incorpora de su sillón].
Creo que podemos tomarnos un descansito. ¿Le parece?
Por supuesto, Don Fernando. Muchas gracias.
(Continuará).
La presente entrevista le debe a los siguientes libros:
— Fernando Ortiz, La africanía en la música folklórica de Cuba (Publicaciones del Ministerio de Educación, La Habana, 1950).
— Fernando Ortiz, Un catauro de cubanismos, Colección de libros inéditos o raros, Volumen 4. (La Habana, 1923).
— Fernando Ortiz, La yuka. (Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1995).
“La música afrocubana”, Revista musical chilena, 1952, págs. 16-45.
— Jorge Castellanos e Isabel Castellanos, El negro en la música cubana, Volumen I. (Ediciones Universal, 1988).
Tus 10 de la música (IV)
El pintor cubano americano Arturo Rodríguez es un melómano con una colección de más de 5.000 discos compactos, que para rematar, es también un audiófilo redomado. Conversamos en su casa estudio de la Pequeña Habana.