La conocí en Yoff, un pueblito pesquero a 15 kilómetros de Dakar. Rodeadas de niños (nunca vi tantos niños juntos), chivos, cayucos coloridos y cualquier cantidad de plástico en la arena, pasamos juntas dos semanas del verano de 2009.
Se trataba de un proyecto de atención sanitaria organizado por una ONG gallega. Atendían centenares de gente por día. Yo grababa la consulta y hacía entrevistas.
Todo el voluntariado allí eran mujeres. Tanta progesterona me ponía nerviosa. Por esa etapa, mis amistades eran en su mayoría hombres. Tenía muy dormidos los protocolos sociales “entre chicas”. Cuando de mujeres se trata, se me dan mejor los aquelarres y las ovejas negras. Y estas chicas no tenían pinta de brujas ni de excluidas. Además, trabajaban en un gremio ajeno a mí.
La verdad es que nunca me vi con un estetoscopio colgado del cuello, ni con un bisturí en la mano, ni maltratando mi caligrafía sobre una receta. De niña nunca dije: médico, quiero ser médico. Desde pequeña, y tras salir ilesa del quirófano en varias ocasiones, supe que mi relación con la medicina era de admiración, no de vocación.
Había una nefróloga, una neurocirujana que era una diosa vikinga: Claudia Vollmer. Nunca pronuncio su nombre sin su apellido. Me gusta demorarme en cada oclusiva. Superficialidades mías.
Había también una cardióloga, una fisioterapeuta y el resto, que eran como siete más, estaban terminando su último año de atención primaria. Todas médicas, y todas gallegas.
En esa etapa yo vivía en Madrid, que era (sigue siendo) paradero de migraciones diversas. En las mañanas estudiaba en la Complutense y en las tardes trabajaba en una librería con una señora de Jaén, una chica canaria y otra argentina. Tras años conviviendo en un hervidero dizque multicultural, tenía el oído afilado. Era capaz de diferenciar un andaluz de Conil de otro de Cádiz.
Sin embargo, en Yoff me di cuenta de que el acento gallego me resultaba nuevo. A veces me parecía dulce y candoroso; otras veces, insoportable.
El primer desayuno en grupo duró más de lo habitual. Aminata y Mamadou, los anfitriones a cargo de la ONG en Yoff, nos explicaban las distintas etnias que confluyen en Senegal. Yo me había fascinado con los peuls, que eran nómadas.
Cuando vienes de sociedades programadas (y las europeas lo son bastante) es fácil dejarte seducir por la idea de no estar atada a un lugar y a sus convenciones. Hay quien ahorra y se compra una autocaravana. A mí no me resuelve. Yo quería ser nómada.
Hoy sé que el yihadismo ha instrumentalizado con éxito a una parte de los peuls, pero en ese desayuno los veía rodeados de cebús recorriendo el Sahara. Mientras me deleitaba con aquella imagen, un comentario inoportuno desvió el tema hacia la poligamia.
En Senegal un hombre puede tener tantas mujeres como sea capaz mantener económicamente. Ella lanzó esa pregunta sobre el amor verdadero, que tan mal me sentó. Y peor me sentó que Aminata, siendo una de las tantas mujeres de un hombre, se viese obligada a responder.
Ahí, quizás fue ahí cuando decidí que yo no tenía nada en común con esas médicas gallegas, y menos aún con ella. Pero sí que teníamos, y no era poco: éramos blancas, mujeres blancas rodeada de mujeres negras y hombres negros musulmanes.
Tras desayunar, bajamos a las consultas. La suya era la más cómoda para grabar. Tenía más luz y tenía… No sé a qué otro pretexto acudir para explicar por qué grabé allí más que en otros consultorios. Tengo una inclinación malsana por conocer de cerca a las personas que despiertan mi acidez.
La vida, siempre al acecho de antojos y obsesiones, me ha legado afectos imprescindibles en esta ruta del rechazo. Condicionada por escudriñar en mis antipatías, no han sido pocas las veces que terminé queriendo a quien, en una primera impresión, me cayó como una patada en el culo.
Su nombre era Tania. La observaba trabajar tras la cámara. Lo primero que llamó mi atención fue su relación con Abdulaye, el joven traductor al que ella trataba sin condescendencia alguna. La afectividad entre ellos crecía al ritmo en que iban conociéndose, y no bajo la solidaridad y camaradería premeditadas entre cooperantes.
Una de las cosas que ralentizaba el paso de un paciente a otro era el idioma. Ellas no hablaban francés, mucho menos wolof, y los traductores eran pocos. Yo intentaba ayudar, pero mi francés no es tan bueno, y menos en términos clínicos. Mientras Abadulaye negociaba un tacto rectal con un octogenario que se mostraba reticente, Tania acomodaba la esterilla, se ponía los guantes y tomaba de la mano al mayor con su mejor sonrisa… ¿Era esa la misma guanaja que preguntó lo del amor verdadero?
Los recuerdos de Yoff son agridulces. Más que recuerdos, son una realidad que no cambia. La crisis provocada por el agotamiento de los recursos pesqueros ha dejado un panorama desolador: centenares de niños sin padres, que optan por emigrar como sus padres. Una comunidad de mujeres que enfrentan la vida solas, con hijos a cuestas, con la malaria a cuestas, sin ilusiones a cuestas.
A la semana de estar en Senegal confirmé —test mediante— que estaba embarazada. Lo anuncié en un desayuno, esperando buenos deseos y esas cosas, pero a cambio recibí miradas de reprobación. Me hablaron otra vez de la malaria, de los daños al feto en caso de contraerla, y de la posibilidad de adelantar mi billete de vuelta.
No regresé. Por primera vez sentí lo que es estar expuesta a algo que apenas puedes controlar: el imperceptible vuelo de un mosquito, su picadura. Ocho meses más tarde nació mi hija Antía, sana. Vivaz desde el primer día.
Muchas de las médicas volvieron a Yoff los veranos siguientes. Tania volvió sobre todo por Abdulaye. Desde La Coruña mantenía correspondencia con él. Le interesaba mucho alentarlo en su carrera. El chico estaba a punto de escoger una.
Vivo en La Coruña desde el nacimiento de mi hija. Galicia ha sido difícil de descifrar. En Madrid quedaron los afectos labrados a lo largo de ocho años, las fiestas en mi terraza, las cañas en el bar de siempre. También los trabajos precarios, y una vida en la que yo era hija y no madre.
En La Coruña, esas mujeres médicos que conocí en Senegal han sido mis amigas durante diez años. Tania se ha comido mis depresiones y mis altibajos. Ha intentado subirme a esa noria de eventos que ciñen el devenir de cualquier ciudadano europeo: Navidades, Reyes, carnaval, estampidas a la playa en el verano, San Juan, festival de música número 53… Ha intentado que viva con naturalidad algo que yo experimento con el vértigo de la infelicidad ante la felicidad programada.
Llevo un tiempo pensando que quiero hacer algo por Tania. No sé qué. Algo concreto que le haga saber que la quiero, que es parte de mí y más importante que esa falsa apropiación emocional que tendemos a desarrollar; me interesa que sepa que también yo estoy ahí para ella, para lo que necesite.
Hace tres semanas, las noticias de la COVID-19 nos hablaban de lejos. Al menos en La Coruña, esa era una desgracia que ocurría allá en Italia. Madrid contaba ya con casos confirmados, pero parecía más bien un alarmismo mediático. Otra treta para no hablar a fondo del negocio de la guerras, del cambio climático, del libre mercado, de las olas migratorias, los campos de refugiados, los desalojos, las mujeres asesinadas…
Mientras los males no se viven de cerca, siempre son una lamentable ficción que ocurre lejos, a otros. Así sobreviven los males del mundo.
Anunciaron el cierre de colegios un viernes 13: el viernes 13 de marzo. Tengo un grupo de WhatsApp con mis alumnos de instituto y varios me preguntaron cuándo retomábamos el taller. “Espero que pronto”, fue lo que atiné a decir. Eso pensaba yo.
Como aún no habían decretado el estado de emergencia, ese fin de semana seguí con los planes previstos. Me fui con mi hija a la Ribeira Sacra a impartir otro taller.
En la cena del sábado, en el telediario, recomendaban que todo aquel que estuviese fuera de su residencia habitual regresara de inmediato. Mi hija no quería regresar a su casa. Es hija del monte y le cuesta mucho cambiar el río por el asfalto. La Ribeira Sacra es, además, un territorio hipnótico. Todo es verde, tantas gamas de verdes como árboles crecen alrededor del río verde. (Sería necio describir tanta belleza. Como dice aquel párrafo de Orlando: “Una cosa es el verde en la naturaleza y otra en la literatura. La naturaleza y las letras parecen tenerse una natural antipatía; basta juntarlas para que se hagan pedazos”).
De regreso a La Coruña contemplamos una carretera sin autos y, a nuestra llegada, una ciudad sin gente. Era todo tan raro…
Mi casa olía a pan. Desde la habitación de mi hijo, Bob Esponja decía que no quería entrar en el programa de testigos protegidos; en el salón, su padre escuchaba las noticias. Todo parecía dispuesto para una larga reclusión.
Entró una sola llamada por el teléfono fijo. Era de Tania. Quería saber de nosotros. Y yo también de ella, pero estaba agotada del viaje y le hice señas a Sebas (mi pareja) para que llegado el momento de pasarme el teléfono dijese que estaba en la ducha.
El lunes olvidé llamarla. El martes también.
La semana pasó de repente y, pese a aquel deseo mío de hacer algo por Tania, no la llamé. Lo olvidé. Estaba, como casi todos, observando desde la pantalla aquello que le ocurre a los otros. Leyendo horrorizada la prensa local:
“Uno tras otro, en una larga columna. 30 camiones verdes del Ejército italiano desfilaron en la noche del miércoles por las calles desiertas de la ciudad de Bérgamo. Dentro iban 70 féretros de las víctimas del coronavirus que el cementerio de la ciudad no puede ya acoger. Han tenido que ser trasladados a otras localidades italianas para ser incinerados porque el único horno crematorio, aún trabajando las 24 horas del día, no consigue seguir el ritmo de los fallecimientos diarios…”.
El número de médicos fallecidos también empezaba a crecer. Recordé entonces que Tania acababa su baja maternal. Y ahí fue cuando lo lejano, aquello que le ocurre a otros, me tocó de cerca.
La llamé llena de culpa, llena de angustia, pero no contestó. Ni ese día ni el siguiente.
Supe entonces, por un amigo común, que no regresaría a casa hasta que pasara el estado de emergencia. Tenía miedo a contagiar a su familia en caso de contraer el virus. Temía más aún por los pequeños: un niño de tres años y una bebé lactante.
Diez años después, llegó la respuesta a una pregunta que nunca he formulado sobre el amor verdadero.
Tania era el amor verdadero. ¿Quién si no?
El amor a lo más cercano, el cuidado al desconocido, hacen el amor verdadero.
Hace unos días logré hablar con ella. El coronavirus llegó a su casa antes que a su consulta: su padre y su marido están ingresados. Ella también lo tiene, pero está en casa a cargo de sus hijos. En cuanto se recuperen y su marido vuelva, retomará sus funciones habituales en la consulta de emergencias.
¿Qué hacer cuándo estar cerca es contraproducente?
Estar cerca. ESTAR.