Ella había estado presa y toda La Habana se había enterado. En las redes sociales, cientos de amigos habían compartido su historia y hasta se había hecho un crowfunding no sé para qué. Yo, entre el apuro y las cosas de la vida, no había estado muy al tanto de todo, pero a veces compartía y daba likes.
En fin, que la chiquita ya había salido de la prisión. Y estaba en la calle, libre, y con tremendas ganas de vivir. Se había propuesto recuperar el tiempo perdido y echarla toda.
Pero los vivos, los blancos y la gente del Vedado son de pinga y, como si fuera una apestada, habían hecho un espacio alrededor de ella. La gente la saludaba con cariño, pero como pura formalidad.
Nada, que la presa estaba sola.
La primera vez que le escribí por el Messenger me mando un emoticón que nunca entendí. Luego le pedí disculpas por mi frescura y le dije que le descargaba cantidad y que quería conocerla.
En ese momento, para mi sorpresa, la presa se conectó un montón y me mando una pila de mensajes. Desde el principio me dijo: “vamos a echarla, no estoy para novio fijo ni para nada que me amarre”. Yo sabía que se había perdido un montón de cosas y que ahora estaba en busca del tiempo perdido… Pero andaba creído y le dije que OK.
Una noche quedé con ella y me confundí de dirección. Al final, gracias a las nuevas tecnologías de los celulares, pudimos vernos y me dijo: “yo lo que quiero es un café”. Eran las diez de la noche, yo era un poco mayor que ella y, a pesar de saber que si me tomaba un café más nunca iba a dormirme, acepté.
Ella encontró un café de tercera categoría con luz blanca y reguetón en un televisor. Yo invité. En una mesa del fondo había una familia comiéndose unos espaguetis. La presa me empezó a hablar muy alto y a contarme sus experiencias en la prisión del Kilómetro 6 y medio. Yo la miraba a los ojos, superenganchado, pero al mismo tiempo con un poco de temor por lo que podía pensar la gente. La presa era más libre que yo y le daba igual todo.
Después caminamos rumbo a su casa y en el camino, como era bien bajita, la mandaba a subirse en los contenes para así poder abrazarla y mirarla a mi altura. Luego de par de abracitos me dijo: “yo soy Escorpión, así que refresca esta talla”.
La dejé en su casa, esperando un beso, pero nada.
La segunda vez que la vi fue dos meses después. Dos meses dolorosos en los que yo le caí atrás cantidad. Cuando se cansó y por fin me dio visa, me dijo: “costa, lo que quiero es costa”.
Me puse mi short verde y mis tenis rojos; traté de disfrazarme un poco para impresionarla, para gustarle. Se apareció con una mochila donde traía una botella de vino y un porro de marihuana y me montó en un taxi para los yaquis de la playita de 12.
Yo tenía once años más que ella y así y todo nunca había estado en la playita de 12. En fin, que cuando me dijo dónde poner la ropa para que no se la llevaran ni se mojara, conduciéndome luego a través de las rocas y el dienteperro, yo sentí por primera vez la felicidad.
El agua estaba cálida. Era por la tarde y la gente que estaba ahí, gente humilde, nos trataron de maravilla. Fue lindo verla en trusa. Nadamos hasta los yaquis. Nos tocamos para ayudarnos a subir. Nos miramos. Hablamos. Atardecía. Se me quitó toda la carga que tenía arriba por mis problemas con la página en blanco. Fue perfecto, pero duró poco. A la hora más menos, me dijo: “tengo otro compromiso”. Y se fue. Bajanda. Bye Bye, Lulú.
Pasó el tiempo y pasó no sé qué ave por el mar y ella cada vez me respondía menos. No sé si me huía o estaba para otra talla, como ella misma siempre me advirtió.
Durante ese tiempo yo le mandé una foto de una sombra, una foto de un plato de cebiche a medio comer, una silla vacía, una flor marchita, un poema, el nombre de una calle que tenía que ver con su nombre. Ella me mandó su reflejo en un vidrio, una foto de una negra bailando, y un emoticón que yo seguía sin entender.
Disolvencia en la película, la dejo refrescar. Conozco a gente nueva, trabajo mucho, viajo un poco… Y nada, me dejo llevar. Una noche recibo un mensaje: “Bar Morón, ¿vienes?”. Y enseguida le dije que sí.
La recogí en la puerta de su casa. Ella estaba con una amiga y con una mochila llena de cervezas. Caminamos por la calle 13 en una oscuridad total y, mientras hablaba, lo único que yo hacía era acariciarle la melena. Ella me miraba como si yo estuviera loco.
En el bar había música en vivo. Yo entré y ella, la muy degenerada, se quedó afuera. Un bulto de gente nos separó. Pero esa noche, entre canciones, la toqué un poquito más.
En un momento de la noche se apareció un piquete de presidiarios. Dos tipos superfuertes, machos alfas, con más músculos y más muela que yo, acapararon su atención. Los tipos andaban con dos chicas. Dos chicas que iban pegadas todo el tiempo. Al parecer los cuatro hacían unas orgías muy ricas y muy famosas en la parte baja de la ciudad.
A partir ese momento, minuto a minuto, fui perdiendo a la presa. Era como si yo fuera un abuelito sudado interfiriendo en la conversación de un grupo de hípsters cool.
La noche acabó en el Malecón. Yo solo miraba el reloj. Se hacía tarde y no tenía tiempo para eso. Yo tenía que levantarme a las siete de la mañana para escribir, porque si no, no iba a poder trabajar.
Para no alargar mi sufrimiento, me le acerqué y le dije: “me voy, ¿vienes?”. Y ella me miro con decepción y negó. Me fui solo, caminando, y en la esquina de Casa de las Américas pasó El Válvula con Raquel y fue un encuentro lindo, la verdad.
Acabo de regresar de ver el documental sobre Natalia Bolívar y gracias a Dios que la sala estaba bien oscura. El cine estaba lleno, pero yo, como un niño chiquito, lloré un par de veces.
Una mujer brava, con fuerza, la que nos muestra Ernesto Daranas. Hay un momento en que aparece una foto de Natalia Bolívar joven, presa por formar parte del Directorio Revolucionario, acabada de torturar.
Esa foto. Y otra foto que muestra a una presa de sonrisa cínica, con unos ojos que parecen decir: “¿Tú sabes con quién te estás metiendo?”.
Pensé mucho en mi presa. De regreso a casa me compré tres cervezas y prendí los datos móviles. Le escribí: “¿Dónde estás?”.
Y a los pocos segundos veo la señal: ha visto el mensaje. Bebo, camino, miro bien antes de cruzar las calles. Respuesta: una foto de ella junto a un amigo de mi escuela, en una pirámide. No sé si está en México o en Guatemala. ¿Se ha ido? Apago los datos. Ya la he perdido. No hay más nada que decir.
Camino. Llego a la casa y prendo un tabaco. Tengo que ganarle a este sentimiento. Enciendo la computadora y me pongo a escribir.
El arte, esta pinga, la escritura, coño, qué cheo… Nada, que esto es lo que me salva. Acabo el texto, y no sé si mandarle una copia y decirle: “Mira, esto me lo inspiraste tú”.
Reviso un poco Facebook y veo unas noticias terribles de una masacre en el Medio Oriente. Me siento culpable. Deslizo el dedo por la pantalla y veo un diseño muy bonito de un perro labrador con gafas oscuras arriba de una patineta. Me río. ¿De dónde es la foto del perro? ¿Venice, California?
Reviso el perfil de la presa: viajes, bailes, amigos, comidas, cierto compromiso social. Y me siento un poco feliz por ella, solo un poco, a fin de cuentas, es una mujer libre. Una mujer libre disfrutando la vida. La libertad. Es una presa libre.
Voy al baño y me acuerdo de un libro en francés, un libro que yo tengo: Mauvaises Filles: incorrigibles et rebelles.
El libro trata sobre mujeres que, desde 1840 hasta la actualidad, se han portado mal. Mal ante los ojos de los hombres. Por sus páginas desfilan mujeres histéricas, mujeres (como la mamá de Cary Grant) que fueron encerradas en manicomios por sus esposos, mujeres asesinas, mujeres que vistieron como hombres, mujeres con cocteles molotov, mujeres raperas…
El capítulo final lleva por título “Lolita 2.0” y se refiere a las mujeres en la era de Internet. En una de las últimas páginas del libro sale una foto de una adolescente con un bate en la mano. La chica mira al fotógrafo fijamente, con frialdad. Y yo siento un escalofrío.
Siento que tengo a esa chica al lado, diciéndome al oído:
abróchate el cinturón, vienen turbulencias.
abróchate el cinturón, vienen.
abróchate el cinturón.
abróchate el.
abróchate.
Galería
Nelson Rodríguez
Acabo de regresar de Gibara y quizá por eso tengo a Humberto Solás muy presente. Sus canas, su camisita blanca, su fuerza. Estar en el festival que él creó, me ha hecho pensar. Y como algo muy natural, si uno piensa en Humberto es imposible no sentir la presencia de Nelson Rodríguez.