a las abuelitas
Hice Santa y Andrés montado por un espíritu que quería reconciliación. La idea era muy sencilla: tratar de sentar en una misma mesa a dos personas completamente diferentes, y que al final se dieran cuenta de que son más las cosas que las unen que las que las separan.
Esta oración la he tenido que escribir, desde el 2016 hasta ahora, un millar de veces.
La verdad es que se me hace muy cansón escribir sobre esto. Ha llovido mucho. La cosa era esa: no dejarle espacio al odio. No dejarse enquistar.
Durante todo el proceso de la película tuve a mi lado a Claudia Calviño; no solo era mi esposa y mi productora: Claudia era mi bastón, mi Iré.
Hay gente que dice que para lograr el permiso de rodaje entregamos un guion falso. Hay otros que dicen que el rodaje fue un infierno, que la comida se echaba a perder por el calor, que los foquistas se desmayaban.
Da igual. Se hizo. Se acabó.
Claudia y yo pusimos dinero nuestro. Unos 30.000 euros que teníamos de premios. Con ese dinero nos hubiéramos podido comprar un carro y hoy no existiría la película. Con ese dinero nos hubiéramos podido ir del país. En fin.
A mí la película me encanta. Nunca he sido tan libre. Se estrenó en Toronto, luego en San Sebastián, y pasó por más de 80 festivales internacionales. Ganó premios, se estrenó comercialmente en mil lugares… Caminó bien.
A la hora de estrenarla en Cuba, tuvimos que llevarla al ICAIC para que la vieran. El ICAIC no tenía una respuesta y llamó a un grupo de cineastas, quienes desde el minuto uno nos apoyaron y lucharon porque la película se estrenara. Al mismo tiempo, se venía preparando una reunión con los ministros, viceministros y unas cuarenta personas de la UNEAC que estaban en contra del estreno. A esa reunión asistimos después de una proyección que fue bastante ofensiva para nosotros. Y a esa reunión no pudimos llevar celulares.
Esto ocurría mientras la Seguridad del Estado me visitaba, me preguntaba por la salud de mi madre, me citaba a lugares raros, me montaba en carros, me vigilaba, me llamaba a la casa. Mientras vivíamos este proceso, mucha gente ajena a la situación, sin saber, sin entender, nos pedía respuestas. Quería que habláramos más, que hiciéramos prensa, que denunciáramos la censura.
Nosotros no denunciamos la censura porque seguíamos luchando por poner la película.
Luego, con el tiempo, no hablamos porque estábamos cansados y cagados. Las frecuentes visitas de la Seguridad del Estado me aplastaron. Me cansaron. Me dejé intimidar. Me cagué. Pasé mucho miedo. Era nuevo en eso. Y todo a solas con Claudia, porque no queríamos hacer sentir mal a nuestros padres.
Dos cineastas, Claudia y yo. Los dos independientes. Los dos quedados en la isla, tratando de hacer una obra, y con obra probada. No había que engañar a nadie, no queríamos ganarnos la confianza de nadie. Dos cubanos: ovarios, huevos, y su dosis de miedo.
Como dos seres de cine, adultos, maduros, nuestra meta era estrenar la película. No hacer una performance en el Yara ni acabar con el Festival de Cine de La Habana. Esas tareas les tocan a otros. A mí me toca hacer cine, y a quien no le guste, su bolso con rueditas. Mi sueño era poner la película en el Yara y ver a la gente, al pueblo, gozar, llorar… Que se vieran reflejados allí.
Trataron de comprarme. Me podían pagar mi próxima película si decía en una carta que Fidel era intocable. Por supuesto que no lo hice.
Tuvimos que robarnos mi pasaporte de una institución, para poder viajar.
A Uruguay, mandaron a un seguroso a acabar con mis presentaciones. Una periodista de La Diaria me lo confirmó luego en México.
En Guadalajara, además, me enteré de que parte de la delegación cubana tenía miedo de andar con nosotros, y que desde Cuba estaban llamando a Nueva York para que la película no se pusiera en un festivalito muy pequeño de allá.
Por suerte la película estaba en Francia, en Colombia. No eran los años 70. No podían destruirla.
Este es un resumen muy corto. Fueron cuatro largos años. Todos los cuentos están en un libro que ando preparando. No me da la gana de debatir ni contar más. Para eso será el libro. Minuto a minuto. Ni siquiera sé si será interesante.
Mi último encuentro con uno de esos segurosos fue hace unos meses. Guardé silencio. Tenía miedo. No miedo a no filmar más, no: miedo real. Sin embargo, nada de esto me importa realmente. Al final, yo hice la película que quería hacer. Ya me puedo morir.
En la actualidad, muchos “colegas” y jóvenes me achacan que fui un cobarde. Que no me lancé a las calles con un cartel. Que no armé lío en las redes.
Es verdad, tuve miedo. Pero con ese mismo miedo pude hacer la película, y con ese mismo miedo luché porque la pusieran y me enfrenté a malanga.
Con ese miedo que dicen que tuve, mostré en pantalla la vida de mucha gente que pasaba y pasa por lo mismo.
En las redes hay mucha gente “valiente” que ni sabe lo que pasó, ni tiene obra, ni se lanza a las calles. Es la supuesta “contracultura” actual, que critica y critica sin hacer nada. Piden “definiciones”, como si estuvieran en la Plaza de la Revolución. Tratan de ganarse un espacio a base de estar en la tiradera.
Me pueden seguir tirando. Ok. No hay lío. Pero les aconsejo que se pongan a filmar, a escribir una novela, no sé. Es súper liberador.
Viendo las cosas en perspectiva: me siento orgulloso de mí, me siento orgulloso de Claudia. Pasamos por algo que, los pocos que lo han pasado, han terminado exiliados.
Salvando las diferencias, y sin comparar estéticamente: lo nuestro no era un corto, lo nuestro no era una película hecha “a escondidas”. Nosotros hicimos un largo, bien claro, directo al corazón, y pasamos de todo y de todos. Nuestra meta: homenajear a los oprimidos. El resultado está ahí. 25 veces por segundo. Una hora y 44 minutos.
En medio de esto murió Fidel. Más allá de El Sexto, todos estaban trancaditos en sus casas, calladitos; y a nosotros nos armaron una campaña diciendo que en Santa y Andrés había un diálogo que decía: “Fidel singao”.
Sin posibilidad de mostrar la película, las amenazas eran constantes. Amenazas escritas por viceministros, por gente de la AHS que decían que no eran mansitos y que estaban listos para dar golpes. Y Claudia y yo solos, en casa, trancados.
Gente que ahora no llega a los 30 años, seguro que sí se hubieran lanzado a las calles. Gente que está en Los Ángeles y pide sangre acá, seguro que sí son valientes de verdad.
En fin.
Nos vetaron la entrada a varios festivales de cine, a muchas actividades. Habíamos “muerto” para miles de trabajos, que aún hoy nos perdemos porque la gente no llama, o son incitados a no llamarnos.
Mucha gente nos apoyó. Muchos cineastas. Muchos artistas. Ellos y ellas saben quiénes son. No los menciono. Saben que están en mi corazón.
Y ahí, suaves, tranquilos, estábamos Claudia y yo. Dos jóvenes cubanos con ganas de hacer. No andábamos de borrachera, ni de fiesta y pachanga, ni haciendo una performance. Estábamos tratando de hacer cine, con nuestras ideas, de frente y por el medio.
Mis películas, Melaza y Santa y Andrés, les gustan mucho a las abuelitas de La Habana y a las abuelitas de Miami. Muchos críticos no saben cómo acercarse, no les gustan, no quieren escribir sobre ellas, no se atreven. O sí escribieron, pero a raíz de la censura. Me da igual. Muchos jóvenes las notan “raras”, blandas, feas. Me da igual. A mí me encantan, y me encanta el público que tienen.
Yo sabía en lo que me metía. Sabía las consecuencias. Pero lo que nunca me imaginé es que gente joven, gente sin obra, gente que nunca hubiera puesto su dinero, ni su empeño, ni sudor ni lágrimas para hacer una película así, me tiraran a matar.
Gente que me pide salir a la calle envuelto en llamas, sin hacerlo ellos mismos. Gente “cercana” que, sin la fuerza y la perseverancia que conlleva hacer una película así, ahora se hacen los durakitos.
No me ayuden. Tírenme. Pero no le tiren a Claudia. Y estudien. Estudien mucho.
En medio de toda esa situación, hacia finales de 2016, una mujer a la que no le voy a dar publicidad, nunca nos llamó para decirnos: acá está mi hombro. No. Esa persona, que se hace la más “independiente” de todas, y otros pocos, en vez de abstenerse, hicieron como la Seguridad del Estado: nos tiraron.
Gente que se creen los bárbaros, que ellos sí van contra todo, y que al final estaban haciendo lo mismo que la policía. Machacarnos. Tirarnos.
Yo soy un cineasta independiente. Hay gente que las etiquetas les parecen demodé, gente que practica la teoría. Es verdad que ser independiente es complejo, es amplio, pero a mí, que trabajo para las abuelitas, no me da la gana que me cuestionen eso.
Soy independiente. Y no por deseo propio: lo soy porque a la salida de la escuela nadie me dio dinero para hacer mi ópera prima. No tuve esa suerte.
Si tú haces tu película en tu casa con dos dólares y te crees el más independiente, es cosa tuya. Ahora bien, recalcarlo tanto y andar por ahí todo el tiempo repitiéndolo hasta el cansancio: yo sí, tú no, eso es bobería y desconocimiento. Créetelo de verdad y ya. Hay espacio para todos. No serruches el piso de los otros como un oficinista gris. Elévate. Elévate, espíritu maligno.
Todo este texto aburrido viene porque hace unos días se llegó a un punto de no retorno con eso de la tiradera a Claudia, a mí, y a Santa y Andrés. No una tiradera del Estado, ni de los segurosos: una tiradera de algunos de la “contracultura”, que al final son más policías que los policías.
En mi ser no hay espacio para el odio. Pero tampoco voy a aceptar mentiras. De hecho, este texto tiene pasajes que no me gustan. Pasajes donde caigo en lo que ellos quieren, a donde me quieren arrastrar. Pero escribirlo es una manera de sacarlo todo del cuerpo, como un peo.
Está de más decir que desde que se me ocurrió mi primer corto mostrable, Cuca y el pollo, siempre he estado del lado del oprimido, desde lo que mi bomba y mi cabeza me permiten.
Aplaudo a los que son más valientes que yo. Me quito el sombrero.
Solo recuerdo a René Ariza, al final de Conducta impropia, diciendo: “Hay que cuidarse del Fidel Castro que todos tenemos dentro”.
Paz, amor y creación. Ya he perdido mucho tiempo en esto. Cien películas y cien libros me ayudan a pasar la oscuridad. No he parado de crear. Nada ni nadie me para.
Abuelitas de Miami, abuelitas de La Habana: vienen cositas lindas.
Santiago Mitre: “Hay algo casi macabro en cómo se administra el poder”
Hoy tengo la suerte de poder dialogar con un guionista y director de cine argentino que es todo un misterio. Odio la palabra “necesario”, pero si hubiera que escoger un cineasta latinoamericano con una obra necesaria, ese sería Santiago Mitre.