Mi madre está echándome las cartas constantemente. Ella no tiene el don, o por lo menos no lo tiene como su madre, mi abuela, que sí estaba muy clara (mi abuela era una de las clarividentes más fuertes del Vedado). Pero así y todo, mi madre no deja de consultar las barajas.
Mi madre tiene mucho miedo. Tiene miedo de que la policía me vaya a agarrar, de que “dos desconocidos” me vayan a entrar a golpes en un parque oscuro. Le asusta la prisión, la enfermedad, el desgaste mental.
Mi madre casi no sale de la casa. Con toda la energía puesta en eso, revisa y revisa cada baraja. Casi siempre todo sale bien, y ella se tranquiliza.
Mis palabras, los consuelos, ya no la calman. Mira que le digo y le repito que yo no soy tan importante, que no estoy en el primer anillo de acción, que antes de cogerme a mí tienen que coger a mil personas que andan más calientes que yo. Pero todo da igual. Mi madre se preocupa.
Ya varias veces me ha dicho que prefiere que yo me vaya. Aunque ella se quede sola. Se quedaría más tranquila.
El futuro nunca ha estado tan espeso. Entre la pandemia, la necesidad y la represión, no se sabe qué puede pasar. Una tía mía, que está afuera, a cada rato me escribe: “¿Estás bien? Hoy estás en la prensa… ¿Todo bien?”.
A ella también trato de calmarla. Me río, le digo que no pasa nada, es que la gente se está cansando, se está perdiendo el miedo, etcétera.
Ayer tuve dos experiencias parecidas, bien curiosas, que me pusieron a pensar.
Un amigo de Facebook, un cuarentón que me cae muy bien, que a cada rato comenta mis textos y hasta me ha mandado recargas de celular, me escribió preocupado. El socio tiene a su madre y a su padre solos en la isla. La anciana pasa mucho trabajo para poner un plato de comida en la mesa. Ella está en la calle. Sabe cómo es la cosa. Nadie le puede meter un cuento. Pero el viejo es un comunista de los de antes, un idealista. No tiene la menor idea de cómo llega el pedacito de pollo a su tenedor. No sabe de dónde sale la leche con que le hacen el cortadito. Ni el jabón con que se baña.
El amigo de Facebook ya me ha contado varias veces que tiene que trabajar muy duro allá en Valencia para poder mandar el dinero con que mantiene a sus padres, que su madre tiene que vencer todos sus achaques para hacer las largas colas, y que ambos, él y su madre, están muy preocupados por las boberías de su padre.
Cuando se refiere a las boberías del padre, está hablando de que el viejo no para de atacar a la gente en las redes. El anciano no acepta ninguna crítica, y va de perfil en perfil atacando a los que piensen diferente a él. Mi socio me dice que no pasa nada, que lo tienen que dejar, pero se preocupa porque no entiende cómo el viejo puede ser tan ciego; cómo puede obviar su situación, el entorno familiar, y no reconocer la realidad.
Para colmo de males, el viejo apoya la violencia. Incita al odio. A dar golpes, a acabar con la gusanera. A cada rato lo suelta en cualquier espacio. Mi amigo ha llegado a dudar: no sabe si el padre realmente se cree todo lo que dice o lo hace para mantener las apariencias. Por miedo. Por inercia.
No lo sabe.
Esa desconexión entre dos generaciones. La vieja Cuba y el nuevo país al que aspiramos están en fricción constantemente. En todo.
El socio me manda un mensaje muy interesante donde ahonda en la idea de que la mayoría de los viejos de la isla, como han pasado tanto trabajo y han estado tan privados de muchas de las libertades más básicas, ahora no pueden admitir que la gente joven esté dando el berro, se queje, pida algo mejor sin dejarse ganar por el miedo.
Hablando, nos bateamos par de ideas. “Quizá es que te esté protegiendo”, le digo. “Quizá”, me responde.
Luego, una amiga me escribe por WhatsApp para alertarme de que su madre ha escrito en Facebook contra uno de mis textos. La señora dice que soy un vendido al imperialismo yanqui, que es una vergüenza que lleve este apellido, que me vaya… En fin.
Por supuesto que no le voy a responder, le digo a mi socia, y bromeamos con la idea de empatarnos para que así mi “suegra” me tenga que ver en todas las reuniones familiares de los domingos.
Me conmovió mucho esta hija. Por el dos, a escondidas, trataba de proteger a su madre.
Estos últimos meses nos han dejado momentos muy duros, pero también han salido a relucir escenas hermosas. Hemos visto cómo la madre de uno de los muchachos del 27N apoya a su hijo hasta las últimas consecuencias, deja su trabajo y se sienta en el contén del barrio a manera de queja. Hemos visto cómo la madre de otro de los amigos del 27E se apodera de las redes y pregunta por el paradero de su muchacho.
No dejo de sentirme orgulloso de tantos padres y madres que son capaces de cualquier cosa por sus hijos. No recuerdo bien la letra de “Guillermo Tell”, de Carlos Varela, pero los años han pasado y no creo que ya nada tenga que ver con aquello de la manzana y la ballesta.
No hay nada más lindo que aceptar la contradicción dentro de un mismo discurso. En este momento, más allá de las diferencias generacionales, muchas madres caminan pasito a pasito al mismo ritmo que avanzan sus hijos. Y esa fuerza (madre-hijo) no hay Partido, ni jefe de Partido, ni palo de policía que la pueda destruir.
Ayer mismo, en la tarde, salí a la calle a dar un paseo y la ciudad estaba militarizada. No como casi siempre: un poco más. Quería salir sin el celular, pero me entró un miedito y regresé a buscarlo. Tenía que estar comunicado.
Me senté en la fuente de Paseo y Malecón a ver pasar los buses negros llenos de tropas especiales. Algunos conocidos estaban presos, algunas amigas estaban con vigilancia. El mar daba fuerte contra el muro y la luz se filtraba por las olas. Tuve una sensación bien rara. Como si no estuviera vivo. Como si no hubiera país.
Mi mejor amigo me lo dice: “Estamos respirando, pero no estamos vivos”.
Me encuentro con una socia que anda en bicicleta para todos lados. Pedalear la despeja, no tiene que pensar en nada. Caminamos juntos un rato. Ella tiene la teoría de que, en cada casa, en cada familia, hay una guerra civil. Los padres quieren una cosa y los hijos otra. Le digo que yo que he estado pensando mucho en eso, y no estoy de acuerdo. Le cuento mis experiencias de esa mañana.
Ella también me cuenta que tiene a sus padres afuera, y que cuando cortan el Internet o no tiene datos, sus viejos son los primeros en pensar que ella está metida en alguna de las movidas esas del Ministerio. Nos reímos, y luego nos pasamos tremendo rato en silencio.
Nos llama la atención que muchos familiares, a pesar de que no se creen nada de lo que sale en el noticiero (saben que es mentira el plan de la papa, la construcción, etcétera), sí se creen todo lo relacionado con el invento ese del “golpe blando”. No se percatan de cuán peligroso y lleno de odio es el discurso oficial. No se dan cuenta de que los videos están editados, de que divulgan interrogatorios como si nada, como si no se estuviera haciendo nada ilegal ni dañino.
En la televisión hablan de estar abiertos al diálogo, mientras siguen cogiendo presa a la gente. Mientras se vigila y se acordona, con policías armados, a un grupo de jóvenes pacíficos.
¿De qué diálogo hablan? ¿Un diálogo a base de amenazas y armas?
Lo que sí tienen bien claro los jóvenes que están pidiendo un cambio es que, de nuestro lado, nunca va a haber un ataque. Nunca va a existir un manotazo. Cero violencias.
La incapacidad de escuchar, de sentarse a hablar sin miedo, lleva a los funcionarios a caer en la bajeza, en la violencia, en el uso la fuerza… Sesenta años de mandar sin que se discrepe de ellos, han hecho que muchos de estos militares, ministros, trabajadores, no tengan la menor idea de cómo lidiar con estas situaciones.
Nos van a seguir metiendo miedo. Van a seguir golpeando. Y espero que nunca se llegue a algo peor. Pero si llega, a nuestro lado habrá muchas madres y muchos padres. Y entonces no sé qué van decir.
¿Que los viejitos son unos terroristas? ¿Que las madres están pagadas por el imperialismo yanqui?
Estos días he recibido muchos mensajes. Algunos amigos, desde el extranjero, me dicen que no me meta en nada. Que Cuba es un país bloqueado, que afuera es peor, que esto no es una dictadura de verdad. En fin. A todos les respondo con tremendo cariño sin entrar en detalles. No tengo tiempo que perder, tengo que trabajar y conseguir el dinero y el alimento para el hogar.
Me llama la atención que, en muchos de los países de donde vienen los mensajes, más allá del millón de problemas que tengan, más allá de las situaciones graves o de lo que sea, ellos sí se sienten con el derecho a discrepar. Pero cuando yo discrepo en mi país, me mandan a callar. No solo las fuerzas de acá, sino también los extranjeros. Para ellos, Cuba debe seguir siendo la isla bonita que tienen en su cabeza.
No pasa nada. Estos asuntos no van a romper amistades. Son tiempos de unir, no de separar.
Cuando todo esto termine, nosotros, como hijos (espero no tener 70 años cuando hayamos alcanzado un mejor país) tendremos la tarea de hablar más con nuestros padres. Y al mismo tiempo tendremos que aprender del pasado: aprender a escuchar a nuestros hijos.
Pase lo que pase, me siento muy orgulloso de lo que se está logrando. Nuestros dirigentes tienen mucho que aprender. Algunos están a tiempo. Solo hay que poner las manos atrás, como cuando se entra a un museo. Escuchar y quitarse la careta.
Es fácil. Lo que hay es que sincerarse y decir: “Sí, sé que en este momento la policía está dando golpes, pero yo no puedo hacer nada, porque tengo miedo, porque también tengo una hija”.
Y ahí, solo a partir de ahí, podremos todos sentarnos en el mismo contén y aplaudir.
Aplaudir desarmados, pero muy alma-dos.
El ministro violento, el viceministro policía
Alpidio Alonso no es un poeta. Y los cuentos de Fernando Rojas nos los sabemos todos. Ya todo es a la cara. Hay muchos represores que no muestran el rostro. Pero estos policías del Ministerio de Cultura no van a tener dónde meterse. Pueden cortar el internet, quitar los teléfonos, golpear… Pero la verdad siempre saldrá. Ahora o mañana. El tiempo de los violentos se venció. Paz, pero no olvidaremos.