Las señales de mi padre

Mi padre nació en Luyanó y cuando tenía unos veinticinco años amplió sus horizontes estudiando, trabajando y enamorando por Playa y por el Vedado. 

Estaba casado con una mujer, tenía dos hijos (mi hermana y mi hermano) y una casita a unos pasos de la casa de sus padres.

Empezó con mi madre una relación extramatrimonial. Eran amantes. Se veían a escondidas

No sé cómo, pero mi madre lo convenció de pasarse una paloma por todo el cuerpo en un ritual espiritista, para que ella pudiera salir embarazada. 

Cuando yo nací mi madre se curó de su epilepsia. A cada rato le recuerdo que soy su salvador.

Mi madre y mi padre se fajaron por una bobería, y me inscribieron con los apellidos de mi madre. Tiempo después mi padre me dio su apellido. 

Yo visitaba la casa de mis hermanos, donde me daban una leche muy sabrosa, con sabor a fresa, y me regalaron una ametralladora igual a la de Camilo Cienfuegos, pero de juguete.

Un día, en Luyanó, se escapó un toro negro del matadero. Yo tenía un pulóver rojo. Me tuve que agachar detrás de una columna con mi ametralladora.

De adolescente quise dejar la escuela y mi madre llamó a mi padre para que me hablara, me condujera, me encaminara. A los pocos días mi padre, que era diseñador, se apareció en mi casa con un cartelito de quince centímetros que decía: 

El pesimista se queja del viento.
El optimista espera que cambie.
El realista ajusta las velas.

El cartón tenia un borde rojo muy cuidado. Ese día no hablamos mucho más.

Mi padre estaba viviendo en el reparto Flores. Había brincado como una ranita de Luyanó al Vedado, de Plaza a Playa.

Vivía con una mujer que tenía un nombre muy raro, un perro que se llamaba Rambo y una vista al mar.

En esa casa se comía mucho arroz imperial. Mi hermana y yo robábamos comida del horno. 

Mi padre empezó a beber mucho y poco a poco fue cayendo en una desolación personal. La mujer lo dejó, o él se fue, no me queda claro. Agarró a su perro poodle y se alquiló con el poco dinero que le quedaba en un cuartico cerca del mar.

Tengo una foto de él acostado en la cama, sin camisa, con Rambo al lado.

Rambo murió, mi padre quemó el colchón del alquiler y se quedó sin dinero.

Hay una imagen que no sé si viví o me imaginé, una imagen de ese hombre de piel tostada, de constitución flaca, cargando el cadáver de su mascota hasta la costa. Entre sargazos y guisasos, abrió un hueco. Y ahí lo dejó.

Como una ranita más vieja, mi padre saltó de Playa a Luyanó, a vivir con mi hermana. El camino de vuelta del héroe. El regreso con el elíxir. 

De vuelta a su casa natal, empecé a visitarlo más. Me hice la costumbre de llamarlo todos los domingos.

En Luyanó se encontró un perro nuevo, un perro que estuvo con él hasta su muerte. 

Cuando mi padre murió apareció de la nada la verdadera dueña del perro, que lo quería de vuelta. Mi hermana se había encariñado con el animalito: era el perro de mi padre, decía. Y no lo quiso devolver. Creo que la cosa acabó en la estación de policía.

Mi hermana se pudo quedar con el perro de mi padre.

Un domingo, mi hermana me llamó para decirme que el viejo había muerto. Alquilé una máquina y fui corriendo, llegué rápido y le pedí a mi hermana que me dejara verlo. En la funeraria pude ayudar un poco a vestirlo, le toqué el tobillo frío y, no sé de dónde me salió, le toqué la frente y dije: pobrecito.

Después de la muerte de mi padre tuve una sensación rara, un sentimiento al que me sentía ajeno, creía que estaba por encima de todo eso, pero no: me afectó mucho. Tanto, que ya no le veía sentido a seguir llamando a Luyanó. Ya no estaba él.

Dándole al pensamiento, encontré que quizá todas mis llamadas de domingo eran esperando a que él me dijera algo. Algo más. 

Mi padre tenía un gran sentido del humor. Nunca fui objetivo con nuestra relación, y la subjetividad y ciertas boberías me llevaban a decir: “mi padre es un tipo simpatiquísimo, pero es un mujeriego que no ha sido el mejor padre”.

Hay quien dice que yo heredé su gracia.

El domingo de su muerte, por la tarde, encontraron entre sus cosas unas notas de despedida para cada uno de sus hijos. La mía decía algo así como que a pesar de mi frialdad, él me quería mucho. Y que estaba muy contento con mi novia Sarita.

Sarita llevaba más de diez años fuera de Cuba. En ese entonces yo estaba casado con Claudia.

Es raro: la nota de despedida era una nota vieja. Un trozo de papel que no había tenido una actualización.

No sé lo que decían las notas de mis hermanos.

Unos meses más tarde, después de mi divorcio, me vi acostado en una cama en la misma posición que tenía mi padre en aquella foto, la del alquiler con el perro.

Volvía a estar marcado por su presencia. 

¿Me convertiría yo en un mujeriego? ¿Ya lo era? ¿Me empataría con la primera que apareciera con tal de no pisar sobre sus huellas? ¿Solo para reescribir la historia de una manera diferente?

La verdad es que yo, como una ranita, también había brincado de vuelta a casa de mi madre.

Como un adolescente, pero de casi cuarenta años.

A veces me descubro haciendo las mismas muecas de mi padre. Sus mismos chistes.

Nunca supe el nombre de mis bisabuelos paternos. Y me gustaría saber dónde están todos sus diseños. Los diseños de las portadas de los libros de la editorial Pueblo y Educación. Sus diseños para logos y marcas de algunas firmas extranjeras. 

Sería bueno tener todo eso en una cajita.

Poco a poco, yo voy haciendo mi propia cajita. Pero los discos duros se joden, las computadoras se rompen, los papeles se mojan o se queman.

Mi leche es poca y espesa. No sé si pueda tener hijos. Nunca, o casi nunca, he preñado. Pueden ser los varicoceles. 

Tiene que haber algo más. Más allá del momento de placer, del momento de dolor. Uno pasa por la vida para algo. Digo yo. Espero

Mi padre me regaló una familia hermosa, una hermana que es una luchadora, una tía que es un personaje y unos sobrinos a los que me gustaría tener más cerca (a veces culpo y busco justificaciones, pero la verdad es que está en uno la posibilidad de estar más cerca).

Una vez mi hermana me contó que mi padre se iba de noche para la calzada, a comprar cigarros en la funeraria. Una de esas noches, bien tarde, se encontró a una morena flaca que tenía hijos y no tenían casa. Vivian en un albergue. 

Mi padre se encariñó con esa mujer y a cada rato iba a verla. Lo que nosotros le regalábamos, el se lo daba a ella.

Se acompañaban. Y seguro que a él le hacía bien eso de ocuparse de alguien.

Pongo la mano al fuego: estoy seguro de que yo viviré en el futuro algo muy parecido.

En una reunión de diseñadores, en una casa en Siboney, hace muchos, muchos años, los colegas y los antiguos profesores de mi viejo lo trataban como si fuera un payaso incorregible. Las alabanzas y felicitaciones iban para otro diseñador, un gordo con una cadena que se había comprado un Volvo viejo.

La vida no es fácil. No se puede estar bien con todo el mundo. Y a uno solo le quedan restos, señales, para tratar de formar el rompecabezas de lo que sintió y vivió otra persona.

Solo nos queda eso: dejar señales. 




Perdiéndole el miedo a Antonio José Ponte - Carlos Lechuga

Perdiéndole el miedo a Antonio José Ponte

Carlos Lechuga

Con Antonio José Ponte me pasa algo muy extraño: lo admiro mucho, pero al mismo tiempo le tengo un miedo tremendo. Tengo la sensación de que es un hombre solitario que anda con una causa a cuestas. La búsqueda de la verdad, o simplemente tratar de escribir lo mejor que puede.