Modo vaca

Tengo una amiga que ha llegado a mi casa llorando. Tiene un problema. Bueno, tiene un millón de problemas, como todos, pero además, para colmo, tiene un lío tremendo con un hombre ahí.

Mi amiga acaba de cumplir 39 años. Es una mujer inteligente, superpreparada, exitosa. Se podría decir que lo tiene todo. Casa propia. Un perro lindísimo. Un grupo de amigas que dan la vida por ella. En fin.

Poniéndome un poco superficial: para mí ella es de las mujeres más bonitas que hay en este país. Varias veces la he visto así como entretenida, con una luz especial dándole en el rostro, y la verdad es que desmorona. Parece una actriz italiana de los años sesenta.

Mi amiga, entre suspiros y lágrimas, me cuenta que ya no se machaca tanto por haberse enamorado de ese tipo. Según ella, ahora lo que más le quita el sueño es que, como no tuvo la fuerza de cortar por lo sano y dejar de verlo, estas pequeñas recaídas, como una película repetida una y otra vez, hacen que ella vuelva a sentirse como la mierda. Como la caca. Pupú.

Ese hombre la hace sentirse mal, pero mal mal.

Agarrándome las manos, me dice:

—El problema, Charlie, es que el tipo se supera. Cada minuto la caga más y más y no le importa nada. Solo piensa en él. Es de un egoísmo extremo. Por ejemplo, el otro día, a media mañana, (ya habíamos hablado que ese día de trabajo era importante para mí), me llamó para meterme en un lío tremendo con una amiga mía. Me llamó tan solo por una cosita que le picaba, sin percatarse de que eso me podía joder el día… Qué digo el día, ¡la semana! Y le dio igual.

Y continúa:

Ese tipo conmigo es como una aplanadora, me aplasta de izquierda a derecha, y vuelve a pasar. Le da igual. Ni se da cuenta. Y lo peor de todo, Charlie, es que yo lo dejo hacer, y el tipo lo sigue haciendo. Es como si yo no tuviera la fuerza de pararlo y mandarlo a cagar. O sencilla y llanamente echarlo a un lado en mi mente, y no responder más nunca sus mensajes.

La veo desencajada. Yo no entiendo por qué el hombre ese la sigue llamando. Se lo pregunto, y ella tampoco tiene mucha idea de por qué lo hace. Para colmo de males, hace unos días, después de singar, como medio en broma, pero medio en serio, el tipo le empezó a decir a mi socia que ella era una burguesita, una acomodada, una vieja desquiciada.




Eso último fue lo que más recalcó. Entonó las palabras con una fuerza tremenda: es que eres una vieja desquiciada.

—Pero, ¿qué pinga le pasa al loco ese? ¿Por qué te sigue llamando? ¿El sexo es tan bueno? ¿Tiene ganas de joder?

Mi amiga dice que no sabe. Ya ha pensado de todo. Ha pensado que el tipo solo la coge para eso porque ella cocina rico, porque lo ayuda, o simplemente porque está aburrido. Ella no sabe.

—Y la verdad —me dice—, es que me hace mucho daño seguir pensando.

Mi amiga se justifica. No la culpo. A mí a veces me pasa lo mismo.

Mi amiga dice que la calle está muy mala, que quizá en dos años todos vamos a estar muertos por la pandemia, que las colas para la comida son inmensas, que la televisión está inmetible, y que lo único que le queda es este tipo. Volver a verlo. Volver a entregarse, como si nada, pero dándolo todo. Así, sin petos ni escafandras.

Por supuesto que, en cada entrega, el tipo la hace más mierda. Pero ella está como en un loop, no sabe cómo salir de eso, y vuelve y vuelve y vuelve a caer.

Sería una tontería de mi parte preguntarle por qué le sigue cogiendo la llamada.

Por supuesto que le coge la llamada: a todos nos ha pasado, es un estado del que es muy difícil salir.

El punto clímax llegó hace dos días. Mi amiga invitó al bárbaro a pasarse el sábado con ella. Iban a cocinar, follar, conversar, oír música, fumarse una yerbita, en fin, la gloria. Ella me hace el cuento con muchos detalles (cuando habla, puede llegar a ser supermeticulosa, casi exaspera): se levantó temprano, consiguió un mamey maduro en el agro, unas acelgas, compró una botellita de ron… Tenía la casa limpia, la hamaca lista, Omara en el equipo de música, el pelo recogido como al tipo le gusta. Panetela borracha.

El bárbaro llegó un poco tarde, sudado, como apurado, como en varias cosas a la vez. Cuando la vio un poquito asustada, se sintió en control y se relajó. Puso sus cinco sentidos a mi amiga, o se hizo el que le puso los cinco sentidos para disimular que andaba en algo. Se comieron unos chocolates, fumaron y acabaron en la cama.

Ella no se mide: me cuenta con lujo de detalles todo lo que hicieron.

Ella y yo podemos hablar de eso sin ningún tipo de problemas, a pesar de que sabe que yo soy un enfermito.

Pues eso: que el tipo enseguida le quitó la ropa, giró sobre ella y con la cabeza se abrió paso entre sus piernas. A chupetazos, fue despertando la parte superior de su bollito mojado. Ella enseguida lo agarró y empezó a ordeñarlo. Se comieron a besos. Él se la metió sin condón, a pesar de que ella ya le había dicho más de mil veces que no lo hiciera. No confía. Quién sabe en que anda ese bárbaro por ahí…

Ella se vino como tres veces. Él se vino una vez en su cara, y luego, con mucha atención, agarró una de sus medias y le limpió el rostro. Mi amiga jura que no puede dejar de pensar en ese olor-sabor raro, de leche con media usada. No le da asco.

—Me da tristeza —dice.

Nada, que cuando para ella el día estaba empezando, cuando fue a poner los camarones en la candela, el tipo agarró el teléfono y, con una cara bien sospechosa, le soltó:

—Vidita, me tengo que ir que al puro le dio un mareo.

Salió corriendo y la dejó sola. Con la comida en la candela. Con la música puesta. Con la hamaca movida por el viento, el mamey sin cortar.

Mi amiga, para el fondo del pozo. Como un piñazo en la boca del estómago: se fue abajo.

No podía llorar. No podía conectarse, porque sospechaba que el bárbaro le iba a mandar una pila de mensajes pidiendo perdón y haciéndose el santo.

Lo peor de todo es que se imaginaba al tipo caminando apurado por la calle, rumbo a otra casa, donde lo estaría esperando otra mujer, en otro sofá o en otra cama. Una mujer sin rostro. Una mujer que, como ella, quizá en el fondo de su alma pensaba que ahora sí iba a domar a la bestia. Que ella si podía. Que él era para ella. Solamente para ella.

La interrumpo. Le pregunto con ingenuidad:

—¿Te enteraste si era verdad? ¿El padre estaba malo? ¿Había otra mujer?

Ella no sabe. No deja de pensar en eso. La secuencia vuelve a su cabeza una y otra vez. Recuerda el final de El cuchillo en el agua, de Polanski, cuando el personaje no sabe si creer o no. No tiene la menor idea. Pero el dolor no se le pasa.

Pongo agua para un té. Acomodo a mi amiga en la cama, con una colchita. Le pongo una peli. Le paso la mano por el hombro y trato de animarla. Le empiezo a hacer mil cuentos.

Le cuento aquella historia de cuando tuve que ir al psicólogo.

Aquel psicólogo estaba más loco que sus pacientes, pero soltó una talla bien sabrosa:

—¿Tú has estado montado en un tren? ¿Has visto cuando pasas por el campo y en las llanuras hay unas vaquitas pastando?

Yo asentí con la cabeza.

El doctor prosiguió:

—Cuando tú pasas, ves las vaquitas comiéndose su yerbita. Viras la cabeza para mirarlas, en esa milésima de segundo. Entonces el tren sigue. Para las vaquitas, tú no eres nada. El tren tampoco. El tren es una cosa rápida que pasa —y el psicólogo hace un ruido con la boca imitando la rapidez: fiuuuuuu—. Pues eso. ¿Alguna vez has visto a las vacas dejar de comer la hierba para mirarte?

Niego con la cabeza.

—Pues no —me dice—. Para las vacas, eso es un segundo que pasa haciendo un ruido tremendo, y les da igual. A veces hay que hacer como las vacas. Activar el “modo vaca”, y no hacerle caso a nada. Seguir pastando. Sin mirar.

Mi socia se ríe.

Sigo con otras historias donde una pila de mujeres me cogen para eso. Nos burlamos.

—¿Viste? —le digo—. La vida es de pinga, hay que cogérsela con sentido del humor.

Mi amiga asiente.

—Hay que relajarse —dice—. Y hay que reírse. Hay que reírse de uno mismo. Sobre todo eso. No nos podemos tomar tan en serio todo.

Se siente bien tenerla cerca. La miro y pienso que hay muchos tornados que van y vienen. Fenómenos pasajeros. Vientos que te pueden llevar. Pero si tienes un plomito, una manito para agarrarte a una rama y esperar…, todo va a volver a la calma.

Agradezco mucho haberme mantenido en el friend zone. Tengo que darle las gracias por haber sabido manejarme. Yo no soy fácil. Una vez le quise meter mano, y ella supo llevar muy bien la situación.

La película avanza. Mi amiga cae en la idea de que ella también les hizo mucho daño a dos o tres exnovios. Ella también fue tormenta para algún pobre infeliz. La vida avanza así, entre fenómenos naturales y sentimientos encontrados.

En parte somos eso: una suma de momentos. Mareas altas. Mareas bajas.

Andamos como aquel cartel del gatico blanco, el minino que se agarra con su garrita a la rama del árbol, y abajo reza: “Aguanta ahí”.




Carlos Lechuga

Toque de queda

Carlos Lechuga

Leo palabras sueltas: cola, hija, pollo, bulevar, policía, vecina, llanto. Recuerdo ese poema de Kozer, el que termina diciendo: “(todas) caballo”. Qué loco es todo. Hay una mezcla de gozadera con necesidad y represión. Muchos países dentro de un mismo país. Muchas ganas de escapar, de pasarla bien.