Uber Cuba 0075

· Uber Cuba 0074


Decidí que iba a botear de nuevo. Me conecté al App de Uber y enseguida me cayó un pedido: “Clarita”, decía su perfil, y estaba a menos de una milla de distancia de mí.

Acepté la solicitud de inmediato. No es fácil tener una erección sólo de ver la foto de perfil de una cliente, pero desde el inicio “Clarita” fue mucho más que una relación estrictamente profesional.

Me lavé los dientes a la carrera. Desodorante, perfume, un tin de talquito. Me tiré por encima el pulóver de Cuba Libre medio empercudido. Y salí matándome por la puerta y me monté en el carro. Yo ya la amaba, eso era un hecho. La cosa ahora era saber si ella alguna vez llegaría a amarme a mí. Tiempo al tiempo.

En cinco minutos estaba parqueado ante su puerta. La esperé hecho un mar de nervios, pero tratando de disimular mi ansiedad. Salió de su casita de hadas y vino dando salticos, como escapada de un cuento infantil, según se aproximaba a mi Chevy Cruze. Clarita en el país de las maravillas.This is America.

El corazón se me quería salir por la boca. Entonces la vi abrir la puerta del carro. Y entrar.

―¿Clarita? ―le pregunté por rutina.

Yep ―me soltó―. Orlando Luis, hmm? ―dicho como si fuéramos viejos amigos o amantes, que de pronto coinciden por azar después de muchos años sin amistad y sin amor.

―Súper ―dije, y empecé el viaje en el App y en la realidad.

Clarita era alta y flaca, con rodillas nudosas que sonaron como cascabeles cuando se sentó en la parte de atrás. Brazos de bailarina que podrían tocar el cielo cada vez que a ella le diera la gana. Vestía un vestidito negro de tirantes, cortísimo, como flotando al viento, con un diseño floral hecho a lo comoquiera. Telita probablemente barata, acaso comprada en una de esas tiendas de modas que rematan productos hechos a toda velocidad en países anónimos, preferiblemente por niños obreros de manos habilidosas.

Como las manos de ella.

El tirantico del hombro izquierdo se le caía constantemente, y constantemente ella tenía entonces que arreglárselo.

Manejamos en silencio durante algunos minutos que me parecieron toda una eternidad. Su cara iluminada, como una verdadera millennial, por el resplandor de un móvil de última generación.

A ratos, Clarita sonreía. A ratos, Clarita emitía un sonido gutural. Hasta que se quitó el teléfono de la cara y comenzó a zafarse el cinturón de seguridad. Mis ojos clavados en ella a través del espejo retrovisor, como contemplando la mejor de las películas mudas, a la espera de la próxima escena silente.

Levantó la pierna derecha y la puso sobre el asiento, mostrando sus zapaticos de marca Doc Martens con las medias recogidas encima. Su rodilla era tan blanca como el alabastro. Sus piernas tan largas como una columna clásica romana.

Clarita arqueó el cuerpo, apoyándose en su pierna, y terminó como izada sobre el asiento, remeneándose sin dejar nunca de sonreír. En este punto, la verdad es que no tengo la más puta idea de cómo pude seguir manejando al volante sin mirar ni una sola vez a la calle. Minutos. Milenios. Da igual. Entonces se los vi.

Mínimos, estrujaditos, rosados (por supuesto), de algodón celestial: blumercitos con un diseño reincidentemente floral que mis ojos trataban de escrutar en detalle.

Se los bajó, deslizándolos a lo largo y estrecho de sus piernas con aquellos zapatones de marca. Su sexo siempre a la sombra, como inexistente. Cuando acabó de quitarse el blúmer, abrió su mochilita y sacó una especie de cofre donde lo guardó con sumo cuidado.

Cogió un plumón y una vez más sonrió, moviendo la cabeza a uno y otro lado, como ponderando, musitando (sí, “musitando” es la palabra) algo inaudible según escribía algo ilegible en la tapa del cofre.

Guardó el plumón y sin ningún recato me miró. Nuestros ojos chocaron en el espejo retrovisor. No choqué mi Chevy Cruze de puro milagro.

―Están a la venta ―dijo.

¿El qué, el quién? ¿Cómo, cuánto, a quién? Ninguna de estas preguntas fue preguntada. De pronto se me había olvidado hasta la última traza del inglés que durante toda mi vida yo había celosamente atesorado. Así que permanecí en silencio, personaje chaplinesco, contemplándola, a la espera impaciente de que mi modelo de la belle époque me aportara un tin más de información comercial.

Me dijo que era una artista (como era de esperar), y que hacía ya bastante que se dedicaba a vender sus bragas en la página digital de Etsy, para pagar sus estudios en el conservatorio de arte de Saint Louis. Estas bragas en específico, estaban en venta desde tempranito ese día bajo el rótulo de “Sesión de estudio en casa de un amigo”, y recién las había vendido cuando solicitó el taxi Uber precisamente desde casa de su amigo. Es decir, cuando me solicitó a mí, un cubano que desconocía que en el mundo existía algo llamado “Etsy”.

Me contó de otros de sus productos de gran demanda online: “Oyendo Take Care de Drake bebiendo vino rosado” (repárese en los generosos gerundios), “Viendo una película triste muy triste y llorando un poquito al final”, “Discutiendo a muerte con mi madre tras un día de compras”, “Volando sobre el nido del cuco”, etc.

Me pidió que añadiéramos una parada en su casa, antes de dejarla en su destino final, pues debía recoger otro encargo especial que increíblemente había olvidado. Su memoria, como la de toda su generación multitask, era ya mala, muy mala. Es decir, justo la necesaria.

Me sentí feliz como hacía siglos no me sentía. Era en la dirección contraria a la que íbamos, así que este imprevisto extendería nuestro tiempo juntos en la vida por al menos quince minutos de fama más.

Clarita me contó entonces todo sobre su negocio, el tipo de arte que cultivaba, y sus prodigiosos planes para el futuro toda vez que terminara en el conservatorio. Estaba, dijo, absolutamente excitada con su futuro. Como yo, no le dije, que estaba absolutamente excitado con su visión: tanto optimismo me la paró.

Me preguntó entonces sobre quién era yo. Lo usual, lo común. Le dije lo común, lo usual. Orlando Luis Pardo Lazo. De Cuba. En Saint Louis, Missouri, desde el 2016. Haciendo un PhD en Literatura Comparada. Le dije de todo. Es decir, le dije nada. Mi pasado, lo precario del presente, mi no futuro.

Los quince minutos volaron y ya estábamos en su casa. Otra casita de cuentos infantiles. Tuve un ataque de ternura. Quise deslizarme hasta el asiento de atrás y hundirme en su regazo, acurrucándome junto a ella por los quince minutos de los quince minutos hasta el fin de los tiempos, de manera que Clarita nunca recogiera sus cosas y se alejara de mí.

Que me dijera más. Más de su arte. Más de sus planes cargados de futuro como una pistola. Ya yo quería ser parte de su negocito por cuenta propia, ayudarla y ayudarme a vivir. Sin darse cuenta, ella me había trastocado completamente mi biografía vacía. Yo quería ver y verla y verme y vernos dentro de su casita de muñecas.

Mientras Clarita terminaba de recoger sus objetos mágicos, hizo una pausa teatral y me miró. Bendito espejo retrovisor. Mis ojos en sus ojos de nuevo. Mis ojos en sus ojos para siempre desde la primera vez que chocaron.

Se agarró de los espaldares de alante y vi cómo su reflejo invertido se acercaba peligrosamente hasta mí. Mis pupilas dilatadas, casi clínicamente, según su fantasma soplaba en mi nuca un aliento tibio, a ras de oído, susurrando esta frase en inglés mientras nuestros ojos no se destrababan todavía:

You can come up ―dijo mi niña hermosa, mi niña divina, mi niña caprichosa, mi niña enferma.

Viré la cara para besarla para el carajo y terminar preso en cualquier prisión federal. Pero fui demasiado lento para vivir en el Mid-West. Ella era la rápida aquí.

Se escurrió por la puerta contraria y me dejó a mitad de beso y con media sentencia dictada por el jurado. Mareado y medio.

La vi alejarse, trotando más que caminando hacia su casita. Un triángulo de sudor o acaso de savia mucho más vital que el sudor quedó fragante sobre la piel del asiento. In fraganti. Me quedé extasiado mirándolo. Medio minuto, medio milenio, media muerte. Da igual.

Decidí terminar el viaje también para el carajo. Que se jodiera Clarita. No habría un segundo viaje para ella ni para mí. Pisé el acelerador y salí chillando gomas hasta la mitad de su cuadra. Entonces frené, con un chirrido aún más escandaloso que el anterior.

Tiré el carro contra el contén. Apagué el motor, cerré el App de Uber, y de paso apagué mi móvil también.

Salí de mi Chevy Cruze dando un portazo. Respiré. Y caminé sin caminar de vuelta hasta su casita. Orlando Luis Pardo Lazo en el país de las maravillas. This is America.

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