La acabo de conocer y ya le estoy brindando mi leche. Ella le dice esperma. Yo le digo leche.
Miro mi reflejo en un cristal del bar y me digo: cojones, te estás convirtiendo en un loco, en un Guillén Landrián, en un Juan Carlos Flores. Pero no, porque no tengo el talento de esos crazies.
Ella es una argentina que trabaja en el cine. Estamos en el mismo taller (o laboratorio) que nos ayuda a mejorar nuestros proyectos cinematográficos. Es argentina y tiene cuarenta años. Blanca, gordita, ojos claros. Una carrera impecable. Después de Lucrecia Martel, ella es la tipa.
Empezamos la tarde en una mesa de una calle de Sao Paulo, hablando con nuestro profesor. El profesor se va, porque tiene que ir a una reunión, y nos deja solos. Y así como si nada ella me suelta: creo que me estoy acercando a la edad en la que quiero tener un hijo, pero no tengo pareja, es difícil… Yo levanto la mano y, como si estuviera hablando de alfajores, le digo: tranquila, yo te doy mi leche.
No sé cómo llegué a esto. No entiendo cómo salieron esas palabras de mi boca.
Después le digo que yo tengo muchas ganas de tener un hijo, pero no quiero tener un hijo en Cuba. Aunque tengo un problema: no me gusta vivir fuera de la isla. Fumo tabacos, la temperatura es buena, el sexo es fácil. Es mi país. ¿Por qué me tengo que ir? ¡Que se vayan ellos!
A partir de ese momento, como buena gata, ella empieza a medirse y a calcularme. A partir de ese momento, yo pierdo interés en todo. No sé si lo tuve alguna vez. Y paro. Se me va la cabeza. Y eso conlleva que mate su personaje ahora. De ella no vamos a saber nada más. Al carajo.
Si algún día me llama y yo estoy para eso, le doy la leche; a fin de cuentas, no sé lo que me deparará el destino. Lo que si sé es que, en este momento, esa argentina tiene sus problemas resueltos y yo no.
El motivo de este texto (si es que hay alguno) es que no tengo más ganas de jugar este juego. Cuando digo este juego me refiero a esa cosa de tener una vida normal, guardar las apariencias, “ser alguien”.
No me gustan las reglas. Es un juego feo. Lleno de tramposos. Realmente estoy para encontrar a una mujer que me guste e irme al campo a tener animalitos, a hacer el amor, a juguetear con las axilas de mi mujer, con su sudor… Y ya.
“¿Qué fue de la vida de Carlos Lechuga, el chama ese que hizo par de películas?”
“Ah…, vive aún, está ahí, por Bauta, le llevas par de tabacos y te hace sus historias”.
Para eso estoy. Estoy cansado de jugar el juego del civismo, de sonreír, de portarme bien, de no decir malas palabras, de contener la locura.
Me encanta soltar la locura, dejar que fluya, que camine. Suave. Echarla.
Mis amigos, bueno, ex amigos, porque desde mi divorcio, o desde antes: desde la cosita de mi película, mucha gente tomó partido y desapareció…, en fin, mis conocidos me miran por encima del hombro como diciendo: qué loco, qué mal está Carlitos, con esos textos raros en Hypermedia Magazine llenos de sexo.
“Lechuga está de pinga”. Y se ríen, sintiéndose superiores. Ok. Me da igual.
Mis enemigos, por su parte, piensan: “Este ya no va a levantar cabeza”.
Y, ¿saben qué? Puede ser. Puede ser que esté de pinga, que no levante más la cabeza, que no vuelva a filmar un plano. Pero en el fondo, en la cueva que hay entre el corazón y la piedra, ahí, me da un poco igual. Gente más pingúa que yo, gente más talentosa y más buena que yo, han sufrido la aplanadora.
Pues nada, que abro los brazos y le digo a la aplanadora: “Cógeme, mami”.
La primera noche en Sao Paulo me encontré con mi amigo Rubén y con Alicita. Los dos son cubanos, artistas; viven allí desde hace tres años. Me invitaron a comer y hablamos mucho. Hablamos de lo bien que están. Son felices. Sus parejas, sus encuentros amorosos, el trabajo, la vida…
Nos vamos a un concierto que hay en una esquina. La esquina del bar está repleta de gente joven, de entre 30 y 40 años, que se toman unas cervezas tranquilos mientras ven descargar a un grupito compuesto por una guitarra, un tambor y un cajón. A los músicos no les paga nadie. Los jóvenes se reúnen y ocupan la calle sin pedir permiso. La fiesta se da.
La imagen parece una publicidad. En Cuba sería imposible esto. En dos segundos estaría ahí la policía acabando con todo. Y lo que es peor: nadie, o casi nadie, se reúne para simplemente ponerse a tocar en una esquina. Eso es cosa de publicidades de ministerios de turismos y agencias de viaje.
Una fiesta así, en Cuba, lleva otra talla. Otros intereses. La gente está pasando tanto trabajo que la fiesta no puede darse naturalmente, porque sí. La gente estaría mirando a todas partes para ver quién es la extranjera, quién paga la comida, qué pasa con el dinero de los músicos. Mucha maldad.
A mí me pasa igual.
El tiempo de la fiesta se acabó. El momento de la inocencia, ya se fue.
La segunda noche, Rubén y Alicita me llevaron a un estudio musical donde un grupo de desconocidos se reunían con sus instrumentos para ensayar una cumbia. El lugar era como una especie de aldea hippie; niños descalzos y perros apestosos se mezclaban con los músicos y con los visitantes.
Entre tragos, con una música hermosa a todo lo que da, logro ver a Alicita tocando la campana, tocando y bailando como una posesa. Y, de lejos, mi primer pensamiento es: coño, parece una yuma.
O sea: el simple hecho de divertirse, de no tener que estar pensando en el mañana, en tener que ir a trabajar… El hecho de no tener que pensar en el transporte para Alamar, o en la caja de puré de tomate, grande o chiquita… Reunirse sin cobrar, tan solo para tocar… Un lujo que en la isla es casi imposible.
Ellos son libres. Y no por haberse ido del país. Son libres por haber podido dejar atrás eso que algunos llaman “ser cubanos”.
Ellos son seres humanos. Seres del mundo. Sin patria. Sin amo. Supieron salirse del juego.
Y para eso mismo estoy yo.
Ahora, prefiero no hacer nunca más una película a tener que jugar el juego de las apariencias para poder hacerla. Sonreír, vestirme bien, ir al coctel del Festival de Cine y tirarme una fotico.
Hay tantos artistas cubanos, ya mayores, que se han demorado tanto en tener lo que tienen que ahora lo único que hacen es hacerle la guerra a los jóvenes. Están amurallados, disparándole con un rifle a todo el que se pueda acercar. Tratando de ponerle traspiés a cualquiera.
La envidia. La poca cosa.
En un país gobernado por gente de 90 años, alguien de 60 es joven, y no es confiable. Es como esa talla de los mormones: los jóvenes para afuera. Para que los tembas puedan tener sus carritos con gasolina y puedan ponerse sus guayaberas.
“Qué lindo quedó el evento del Caracol”. “Qué fino quedó Sonando en Cuba”. “Pánfilo, ¡qué osado!”.
No. Prefiero morirme antes que estar haciendo daño. Prefiero morirme antes que seguir jugando el mismo juego viejo ese.
Tampoco quiero juzgar a los demás. Yo estoy loco, y lo que quiero es descargarle a mi locura sin ser juzgado. Cuando uno cae en un “bache social” (te censuran, te divorcias, en fin), gente sin obra, gente de dos caras te dan pequeñas pataditas para que te acabes de morir. A mí me da igual el que no me saludaba antes; me jode el que antes saludó y ahora se hace el bobo.
Pobres Virgilio, Reinaldo Arenas… Y tanta gente que ni sabemos su nombre. Y tanta gente gris, aferrada.
Yo soy penco. Yo entiendo el miedo. Entiendo lo rico que es dormir con aire acondicionado. Y andar en carro por Quinta Avenida. Pero, ¿en serio? Nada, caballero: hay que descargarle a soltar. Soltar el poder, soltar ser el jefe de una empresa, soltar a tu amor, soltar…
Zen. La onda de Yimit Ramírez. Nada más.
Sé que se dice fácil, y que nadie va a soltar nada. Pero bueno. Yo estoy dando mis pasitos hacia la nada. Poder abrazar la nada.
Y, ojo: el día que me tire de un edificio, disfrutaré el aire dándome en el pelo, en los brazos, en la pierna. Y voy a caer, pero voy a caer con la pinga parada. Sintiendo algo que mucha gente no siente.
Porque, como un niño, en un juego de parque, yo he decidido no participar. No juego. Ganen ustedes. Nadie está cuidando la base. Sean los reyes. Con sus coronas de cartón.
Molina o Muerte
Jorge Molina es el director de cine cubano que más resistencia tiene. Para, él tirar la toalla no es una opción. La mayoría de sus compañeros y alumnos se han rajado, dejando atrás los sueños de dirigir. Esto a él duele. Y lo va dejando cada vez más solo. Solo con su sueño: Cine o Muerte. Hay que ser muy fuerte y muy íntegro para seguir.