El viejo Sam escribió más de mil páginas para Jessica. Jessica lo partió en dos como a un lápiz amarillito de esos. Lo volvió loco. Le hizo la vida un paraíso… y un yogur.
Sam Shepard tiene muy buenos cuentos. En una entrevista lo oí decir que no escribía por dinero ni fama. Escribía para sacarse de arriba a una mujer. No podía decir su nombre. No podía hablarlo con nadie. Ya tenía cansado a Patti Smith con las quejicas y lo único que podía hacer era descargarle, en la soledad del desierto, a la página en blanco. Ya nadie, ni sus amigos ni él, querían saber nada de Jessica Lange. La actriz lo había hecho sufrir mucho. Como ya dije: lo había partido.
Mr. Shepard tuvo que quedarse solo, con muchas de sus historias, besos, olores que cargó entre pecho y espalda hasta que murió. Hasta la tumba.
Escribo esta columna y pienso en una columna vertebral rota. Roto. Broken. El chamaquito que acaba siendo rey en Juego de tronos.
Estoy enamorado de una mujer que está casada. Ama a otro. A mí, nada más me cogió para el sexo. Me dejé envolver. Perdí. Tremendo punto que soy. Pero cada minuto que disfruté con ella no lo cambio por nada del mundo. Voy a estar llorando, mucho. Y ni siquiera puedo contar lo que pasó.
En fin. Así es la vida.
Cuando uno ama así a alguien, y no lo puede decir, es de pinga. Cuando tú, después de tres días de cama, quieres agarrarla de la mano y caminarla 23 arriba y 23 abajo para que todo el mundo sepa con quién estás. Y no se puede. Y te esconden. Es de pinga.
Cuando no puedes ir al cine con ella. Ni a un bar. Ni a un café. No la puedes besar en la playa. No. No. No.
Hace unas horas, quise dedicarle una de estas columnas mías en Hypermedia Magazine y ella me dijo que no. Que la borrara. Que la rompiera. No quiere que nadie se entere de lo nuestro.
El karma. Yo le he hecho mucho daño a algunas mujeres. Ahora me toca a mí.
En casa tengo una foto que por mucho tiempo me ha inspirado. Siempre he querido hacer algo con ella. Les cuento:
La foto es en blanco y negro. En ella aparece una pareja a principios de los años 50 en el club El Zombi. Una pareja en una mesa. Parece que tiraron la foto in fraganti porque el hombre se tapa la cara. La que está sentada a su lado, en la mesa, sí muestra la cara. Es mi tía abuela Xiomara.
Cuando mi abuelo Carlos cumplió 40 años, su padre (mi bisabuelo) se lo llevó a comer a una cafetería y le hizo un regalo: le presentó a su hermana Xiomara, que tenía la misma edad que mi abuelo y que por 40 años había estado en “modoavión”.
El bisabuelo no quería que se conocieran. No se conocían los hermanos.
Bueno, la verdad es que mi abuelo salía en la televisión y por muchos años Xiomara lo tuvo que ver. Sabiendo quién era. Pero sin que el periodista supiera quién era ella.
En la vida de Xiomara hubo como un karma raro, destinado a repetirse muchas veces. Su padre no la reconoció. La mantuvo escondida. Y luego, el hombre al que amó la escondió también. El tipo estaba casado y nunca quiso nada serio con ella. Nunca iba a dejar a su mujer por ella. Jamás.
Xiomara era un mujerón. Una trigueña hermosa, con tremenda sonrisa y los dientecitos de adelante un tin separados. Vivía por el Parque de los Mártires y tenía la casa llena de guajiritas jóvenes a las que ayudaba a encaminarse. Les daba un plato de comida. Les buscaba un buen trabajo o incluso un buen marido. Hacía por ellas lo que nunca pudo lograr para sí misma.
Ah, pero eso sí: cuando llegaba su macho mandaba a todo el mundo para el carajo y se dedicaba a él.
Xiomara se moría por aquel hombre. En esa foto, estoy casi seguro que fue ella la que le pidió al fotógrafo, a escondidas, que apuntara para allá. Ahora lo entiendo todo. Ella quería salir. Ya bastante que el tipo no estaba con ella en su cumpleaños, ni en las fiestas de Navidad, ni en fin de año…
La gente se tenía que enterar. Así sería más real la cosa.
Para todos, Xiomara estaba sola. Pero Xiomara le había dado su corazón a un tipo. Un hombre gordo, de zapatos de dos tonos, que nunca supo darle su lugar.
Me pregunto qué pasa con los amantes cuando se mueren. Y cuando se mueren sus parejas, los que están casados. Los recuerdos, los besos, las caricias que se pierden. No quedan fotos. No quedan hijos. No queda nadie que recuerde lo que pasó. Porque lo que pasó fue secreto. Y, como el paso de los seres humanos por la vida, es leve.
Un besito hacía que se acabara el mundo para Xiomara. Y ese besito no era más que una hojita que caía en un parque. Una minibobería. Una cosita que nada ni nadie recordará.
Mi tía Xiomara murió sola. Flaca. Con una cara de tristeza tremenda. Y sí, se llevó con ella la mayoría de sus historias.
Como Sam Shepard, como yo, tuvo que saber estar. Rotura y silenciador.
Cuando murió mi abuelo, el hermano de Xiomara, mi familia se desarticuló. La mujer de mi abuelo se enfermó de los nervios y se buscó un novio pelotero. Los libros, las fotos, los recuerdos de toda la vida de ese señor alto de barba canosa terminaron en latones de basura. Poco tiempo después de su muerte fui a visitar a mi abuela política y ella me dio el reloj de mi abuelo y yo me llevé par de libros. Un par de libros al azar.
Esos libros, con los recuerdos y el dolor, los dejé a un lado. Hasta hace poco.
Cuando reviso veo que uno de los libros es El amante, de Marguerite Duras. Veo que tiene en la primera página una dedicatoria. Una dedicatoria que no era para mi abuelo. Una dedicatoria que era para ella: su mujer, mi abuelastra.
Leo:
“Es difícil expresar con palabras los profundos sentimientos y eso mismo me sucede ahora. Has sido una gran persona en mi vida, con una profunda calidad humana y me siento afortunado de conocerte. Este libro es una historia de amor que me invadió. Qué profundo e intenso puede llegar a ser el amor y qué difícil puede ser demostrarlo…”.
No sé si mi abuela política tenía un amante. No sé si es un simple amigo o compañero de trabajo que, en agradecimiento, le puso esto. Lo que sí sé es que mi abuelo dejó una película de 16 mm donde estaba en Varadero bailando y gozando con ella. La amaba. Le gustaba. Y ella a lo mejor tenía un amante. Y él a lo mejor también la engañó a ella. Nunca se sabrá.
Como tampoco se sabrá cuantas veces Xiomara hizo el amor con aquel hombre.
Ni cuántas veces Jessica Lange no regresó al rancho.
Ni cómo me besa esta mujer que está a punto de acabar conmigo.
No lo puedo contar. No lo puedo escribir.
Pero mi abuelo sí pudo dejar una película mostrando su felicidad. Mil fotos y algunas cartas.
Los seres humanos, cuando viven juntos o se casan, pueden dejar un poquito de constancia de la existencia de ese amor. Pero los que se aman en secreto, no.
A los que se aman en secreto no les queda más que el recuerdo. Y cuando ponen alguna cancioncita triste siguen la música con la boca y piensan en lo que solo ellos saben.
Es duro. No hay más nada que eso. Recuerdos. Aire. Nada.
Es como escribir y tener que quemar los papeles.
Soltaste todo. Lo botaste. Te sentiste mejor por dos segundos. Pero para nada. No quedó nada.
Habría que hacer una película que ocurriera en un cementerio. Un cementerio que es solo para amantes. Para hombres y mujeres a los que escondieron. Seres pequeños que pasaron sus fiestas esperando una llamada telefónica que nunca llegó.
Gente que se escondió detrás de un poste y tuvo que ver pasar al amor de sus vidas del brazo del otro. Madres y padres en potencia que nunca pudieron tener hijos.
Gente buena que en algún momento perdió los papeles e hicieron brujería, sacaron cuchillos, amenazaron con suicidarse.
Gente que amó más que lo que los amaban. Gente que no fueron suficiente. Platos de segunda mesa.
Esa película es de cuatro horas. Ese cementerio es grande. Voy a ponerme para ese filme. No lleva mucho trabajo investigativo. Como una ola y una pila de canciones cheas me ayudarán. Va y me meto par de meses escribiendo y me olvido de ella. Va y no.
Al menos siempre tendré la página en blanco. Hay gente que nunca se decide a escribir y es peor. No tienen como soltar eso. Tendré que disimular los nombres. Revisar. Editar. Revisar. Borrar. Repetir. Pero sí: hay que escribirlo. Para que sea un poco más real.
Escribir “pies” sin poder describirlos. Escribir “ojos” sin que la palabra capte esos ojos. Poner “manos” y seguir… a medio decir… sin poder trasmitir…
El cuentecito de los amantes es un cuentecito mediocre. Nunca llega a ser un buen escrito. No hay manera. Es un texto inútil.
Los días de gloria se fueron. Con todo lo que un día fui.
Picadillo de Palma Real
Este pueblo, sus dirigentes y nosotros, hemos alcanzado un nivel de cinismo muy grande. Hoy, por ejemplo, no se podría hacer una película como Una novia para David. Una obra tan inocente, en el buen sentido. Esa belleza, ese amor desinteresado, ese poder-creer-en-algo, ya no existe. Ni para los que vivimos acá dentro ni para los que viven fuera.