Por estos días se está estrenando Mientras dure la guerra, la nueva película de Alejandro Amenábar. En ella descubrimos el enfrentamiento entre Miguel de Unamuno y el general Millán-Astray en la Universidad de Salamanca. Una historia que habla de la España de ayer, pero también de la situación actual y el peligro de la vuelta del fascismo. El guionista de esta película es un cubano sencillo y generoso llamado Alejandro Hernández.
En mis años de estudio en la Escuela de Cine de San Antonio de Los Baños, todo el tiempo estuve escuchando hablar de él. Luego tuve la suerte de conocerlo en Madrid.
Nos hemos encontrado varias veces. A mí me da tremenda alegría encontrarme con Alejandro, y escucharlo. Aunque lo que casi siempre pasa es que, por el embullo y por la admiración que siento, solo hablo yo. Y él, muy tranquilo, me deja hablar a mí.
Entonces, creo que es el momento de callarme un poco, y dejarlo hablar a él.
A los que no leen los créditos de las películas, los actualizo: Alejandro Hernández es el guionista de Hormigas en la boca (Mariano Barroso, 2005), 1898. Los últimos de Filipinas (Salvador Calvo, 2016), Caníbal (Manuel Martín Cuenca, 2013) y El autor (Manuel Martín Cuenca, 2017), entre muchas otras. También ha escrito series de televisión como El día de mañana (Movistar +, 2018) y Criminal (Netflix, 2019).
Alejandro, para el que no te conoce y en pocas líneas: ¿Quién eres?
Soy un cubano de La Habana, criado en El Vedado. Nací en 1970, fui pionero, le tiré flores a Camilo y grité “Abajo la gusanera” en el 80. Mi padre era un piloto de combate formado en la China de Mao Tse Tung. Mi madre era secretaria en el Ministerio de Alimentación.
Crecí entre aviones y bases aéreas. Mi hermano mayor se hizo piloto. Aunque ese es un mundo que me fascina, yo siempre tuve claro que lo mío era escribir.
¿Qué estudiaste?
Lengua Inglesa, porque no me dio el promedio para Filología. Yo siempre saqué muy buenas notas en letras, pero odiaba las ciencias. Aún tengo pesadillas con los números.
¿Primeras películas?
Me impactó mucho el Chaplin de Tiempos modernos y Luces de la ciudad. A los diez años mi padre me regaló Las maravillas del cine, de George Sadoul, y empecé a fantasear con dedicarme a esto.
Una vecina mía, Vivian Gamoneda, era psicóloga en el ICAIC. Como sabía que me gustaba escribir, un día me preguntó si quería hacer un guion para un dibujo animado. Lo hice y le encantó. Nunca se rodó, pero con diez años fue mi primera historia escrita.
Cineastas que admiras… Películas que adoras…
Kristof Kieslowski cambió mi forma de entender el cine el día que empecé a ver las diez películas del Decálogo. Fue en una sala de video del cine Chaplin, una proyección pésima, pero cada noche salía con los pelos de punta. La película que cierra la serie: No robarás los bienes ajenos, me sigue pareciendo la historia mejor contada que he visto en una pantalla.
Luego descubrí a Tarkovski, David Lynch, Coppola, Scorsese… Tendría unos 23 años y recuerdo esas sesiones en el cine como un refugio en medio de los meses más duros del periodo especial: apagones, falta de comida, incertidumbre…
¿Cuándo abandonas la Isla?
En agosto de 1998. Yo había estado un año haciendo talleres en la Escuela de Cine de San Antonio. Allí entré tras ganar un concurso del ICAIC. Un día me llamó Daniel Díaz Torres y me preguntó si quería irme a hacer un Máster de guion a Noruega.
Resulta que un productor cubano le había enviado un fax desde Amsterdam proponiendo dos nombres: Eduardo del Llano y yo. Como solo había una plaza, Daniel, que entonces estaba escribiendo junto a Eduardo Hacerse el sueco, prefirió proponerme a mí para no perder a su guionista.
Tuve suerte, porque esa decisión me cambió la vida.
Llegar a Noruega fue como aterrizar en otro planeta. Un país donde las mujeres conducían autobuses, la policía no te pedía el carné por la calle, nadie vigilaba lo que hacías y mi universidad organizaba ciclos de cine erótico inaugurados por la alcaldesa de Bergen, que era una señora de sesenta años. Tardé un par de meses en recuperarme del shock. Cuando lo hice me acordé de aquella maravillosa novela de Milan Kundera: La vida está en otra parte.
Mientras estudiaba en Bergen vendí en España mi primer guion: Hormigas en la boca. Era una novela de un hermano de Mariano Barroso, al que había conocido en la escuela, en Cuba. Mariano me propuso escribirla con él. Se vendió bien, y con el dinero decidí conocer el mundo.
Pasé dos meses en Asia, viajando en tren por China y durmiendo en ciudades enormes, montañas y templos budistas. Hice el transiberiano con dos amigos, un costarricense y un argentino (quien por cierto, tiene el mejor restaurante de carne en Praga: se llama Gran Fierro). Recuerdo aquello con mucho cariño, pero fue todo una aventura.
Viajamos con temperaturas de hasta 38 grados bajo cero. Nos quedamos sin dinero. Me robaron el pasaporte, me arrestaron en la frontera ruso-mongola por entrar sin documentación; montamos a caballo con nómadas en el desierto de Gobi, vimos la Siberia de los gulags, el lago Baikal cubierto de nieve y una madre abrazada al cadáver de su bebé congelado en una calle de Ulán Bator. Conocí cubanos en Beijing, Mongolia, Moscú…
Después de todo eso, en el año 2000, decidí que no tenía sentido regresar a Cuba. Era ir a guardar mi pasaporte en un cajón sin saber cuándo volverían a dejarme salir. Así que compré un pasaje a Madrid y me fui con una mochila y cinco mil dólares en el bolsillo, a empezar otra vida.
Tu relación con Manuel Martín Cuenca…
A Manolo lo conocí en 1997, en la escuela de San Antonio, gracias a Mariano Barroso, que era jefe de cátedra de Dirección. Los tres nos entendimos muy bien desde el principio. Tuve suerte, porque Mariano y Manolo son dos de los más prestigiosos directores del cine español. Pero más allá de eso, han sido mi familia, mis hermanos mayores.
En cuanto llegué a Madrid los llamé. Me ayudaron a instalarme en una ciudad que desconocía. Los cubanos salimos de la Isla muy desorientados, y hay que aprender a adaptarse. Y a aceptar que no mereces nada por el simple hecho de haber nacido en Cuba. No eres el centro del mundo, por mucho que te hayan criado entre consignas egocéntricas y autobombo.
En Madrid viví dos años ilegal, pero ganaba dinero como escritor no residente (no necesitaba permiso de trabajo mientras pagara impuestos, pues al Estado le daba igual si yo escribía los guiones en el desierto del Sahara o en la Gran Vía); gracias a Mariano y a Manolo nunca me faltó trabajo como guionista.
Con Manolo hice El juego de Cuba, mi primer largometraje, que era documental, y con Mariano Hormigas en la boca, mi primera peli de ficción. A partir de ahí siempre he trabajado con ellos.
La primera vez que me nominaron como mejor guionista a los Premios Goya, en 2014, fue por dos películas escritas junto a ellos: Caníbal, dirigida por Manolo, y Todas las mujeres, dirigida por Mariano; las dos compitiendo en la categoría de mejor guion adaptado. Fue muy emocionante estar en la ceremonia con mis dos amigos.
Soy socio, además, de la productora de Manolo. Por eso en nuestras películas firmo de productor, aunque el trabajo duro lo hace él. Ahora estamos a punto de arrancar nuestra séptima película juntos.
Con Mariano llevo tres películas y dos series de televisión: El día de mañana, que fue un éxito de crítica y público en España, y Criminal, una serie internacional de Netflix dirigida por él y donde ambos hemos escrito los guiones.
La suerte de trabajar con buenos directores, sobre todo directores de actores, es que tienes más posibilidades de que la peli o la serie te quede bien. Y eso hace que otros cineastas se fijen en tu trabajo.
Fue lo que me ocurrió con Salvador Calvo, el director de 1898. Los últimos de Filipinas. Le había gustado Malas temporadas, y me propuso trabajar con él. Salvador comparte conmigo el gusto por el cine épico, un género que no había escrito nunca porque suele ser caro.
Primero hicimos una serie de TV, Los nuestros, la primera sobre militares que se grabó en España, y donde coloqué a un personaje de origen cubano, hijo de un veterano de la guerra de Angola. Una guerra muy desconocida en Occidente y en la que yo participé como soldado entre 1988 y 1990.
Un año después, Salva me propuso hacer Los últimos de Filipinas. Siempre le estaré agradecido por eso. Ahí me puse las botas porque se trataba de una historia fascinante, pero muy manipulada ideológicamente por el franquismo. Al final hice un guion sobre seres humanos, no sobre patriotas. Hablé de lo que yo sabía, porque en las guerras la patria es algo impreciso, figurado; lo único real es el miedo, la angustia, la desesperación.
De niño yo tenía un fanatismo enfermizo con Amenábar. ¿Cómo llegaste tú a él?
A través de Fernando Bovaira, su productor. En 2010 Fernando leyó un guion mío no producido, y le gustó tanto como para localizarme (no tenía mi móvil) y proponerme hacer algo juntos. Poco después se convirtió en productor de Caníbal, mi peli con Manolo. Un día, volviendo de Granada en tren, donde rodábamos, me dijo que quería presentarme a Alejandro Amenábar. A mí me encantan sus películas, así que me pareció una oportunidad maravillosa.
Quedamos los tres a comer y así nos conocimos. Alejandro estaba terminando su guion de Regresión y quería empezar una historia nueva. “¿Te vienes el lunes a mi casa y lo hablamos?”, me propuso. Por supuesto, le dije que sí.
Trabajar con alguien que no conoces es delicado. No sabes si vas a sintonizar o si compartirá tu forma de ver las cosas. Pero con Alejandro funcionó muy bien desde el principio. Consiguió que me sintiera cómodo. Cuando entras a un despacho donde hay nueve premios Goyas, un Globo de Oro y un Oscar, piensas: “¿Y yo qué le puedo aportar a este señor?”. Pero él fue muy humilde y me transmitió muy bien lo que buscaba en sus historias.
Al principio nuestras reuniones se centraron en Regresión, y yo hice de script doctor, o sea, de analista. Eso ayudó a ver todo lo que teníamos en común. Luego me propuso escribir el proyecto nuevo. ¡Lo terminamos en un mes y medio! Fue rapidísimo, pero ese guion nos salió demasiado caro y tuvimos que guardarlo en un cajón.
Empezamos a buscar otra historia. Un día yo le hablé de Fidel Castro, de ahí pasamos a Stalin… y un par de meses después él me llamó y me dijo: “¿Qué te parece una peli con Franco y Miguel de Unamuno?”. Así fue como empezamos Mientras dure la guerra.
Háblame de tus relaciones con los cubanos de España.
Viví varios años en un barrio madrileño junto al río Manzanares, rodeado de cubanos. Chaple Rodríguez, mi compañera de piso, era actriz y me presentó a mucha gente. Yo nunca he sido muy social.
Tenía de vecinos a Kelvis Ochoa, al que conocía desde Cuba, y a su mujer, Elbita, que había sido amiga de una novia mía en los años de la Universidad. Y solía pasar gente como Pável Giroud, Víctor Navarrete (gran amigo), Boris Larramendi, Pável Urquiza y todos los de Habana Abierta.
Por cierto, Kelvis es un cocinero cojonudo. Hace los mejores frijoles negros que he comido en mi vida.
Aquel barrio era mi conexión con Cuba, porque yo siempre me he movido en el cine español. Para que tengas una idea: a la actriz María Isabel Díaz, que lleva más de veinte años en España, no la conocí hasta hace unos meses, porque trabajó en un corto que yo escribí para una ONG. Y es alguien a quien admiro mucho, pero nunca nos habíamos cruzado.
Lo mismo me pasó con Vladimir Cruz, al que conocí cuando protagonizó Los buenos demonios, mi primera peli auténticamente cubana, dirigida por Gerardo Chijona.
Ya no vivo en ese barrio, pero mantengo contactos con los pocos cubanos que estamos en el mundo del cine. Tengo un amigo, Luis, también habanero, que tiene una empresa de posproducción en Madrid y le va muy bien. Él es quien me avisa cada vez que un cineasta cubano pasa por aquí.
¿Tienes pareja?
Llevo quince años con una médico española, que además de ser una mujer inteligente y preciosa, me lo cura todo. Empezando por el ego. Siempre le paso mis guiones, y ella no tiene ningún problema en decirme si son una mierda. Eso jode, pero también ayuda.
Gustos personales: café, té… ¿Cómo es tu día a día?
Los españoles dicen que tengo poco de cubano, porque ni bailo salsa ni tomo café. Pero en Cuba me aficioné al té (cosa rara, porque allí no es costumbre). Todos los directores con los que trabajo saben que lo primero que hago antes de ponernos a currar es beberme una taza de té verde.
Trabajo unas seis horas al día. Uso el programa de guion Final Draft, que facilita mucho las cosas (no entiendo cómo hay guionistas profesionales que siguen usando las plantillas de Word). Normalmente trabajo en dos proyectos: uno por la mañana y otro por la tarde; en el medio hago ejercicio para desconectar y cambiar el chip.
No tengo redes sociales. Apenas consumo tele, pero tengo casi todas las plataformas: Netflix, HBO, Amazon, para estar al tanto de lo que se produce en el mundo. Y también la Major League Baseball, porque aunque viva en España y mi hijo sea del Real Madrid, no hay nada en este mundo como un buen partido de pelota.
¿Un recuerdo lindo de Cuba? ¿Uno feo?
Pues mira, uno lindo, aunque parezca feo.
Cuando regresé de Angola, allá por 1990, me salió una infección en una mano y me fui a tratar al Hospital Militar, que tenía un pabellón especializado en manos. Aquello estaba lleno de heridos de guerra, sobre todo a causa de las minas. Recuerdo que estaba sentado en el portal del pabellón esperando que me llamaran cuando vi salir a un herido.
Un zapador; tendría veinte años, como yo. Le había estallado una mina personal y le había destrozado la cara; el brazo derecho se lo había arrancado hasta el codo y en la izquierda solo le dejó dos dedos de la mano. Tenía vendajes recientes por todo el cuerpo. Iba en pijama, con chancletas, y en los dedos sanos sostenía un cigarro. Parecía un muerto viviente.
Yo era el único que estaba en el portal. Me miró. No dijo nada. Yo tampoco. De repente vimos pasar una enfermera por la calle de enfrente. Una mulata muy sensual, con su uniforme blanco. El zapador le dio una calada a su cigarro y entonces le lanzó un beso de esos largos, sonoro, y gritó: “¡Cosa liiiiindaaaaaa!”
La enfermera se giró hacia nosotros. Primero miró al zapador, pero al verlo tan terriblemente mutilado dio por hecho que el piropo no podía ser suyo. Así que me miró a mí, y yo sonreí negando con la cabeza. Dándole a entender que estaba igual de impactado que ella.
Me acuerdo mucho de ese momento. De ese zapador. Porque es la metáfora perfecta de lo que significa echarle cojones a la vida.
¿Y qué hacer cuando llega el desánimo?
Acordarte del zapador.
¿Tu plan perfecto para una tarde de domingo?
Una buena peli con mi mujer y mi hijo. O un partido de los Yankees o los Dodgers.
¿La película tuya que más disfrutaste?
La primera, El juego de Cuba. No estuve en el rodaje, pero la estuvimos montando durante meses y aprendí tanto del arte de contar que desde entonces recomiendo a mis alumnos de guion que pasen tiempo en la sala de edición. Esa es la mejor escuela.
¿Y la que más sufriste?
Honestamente, nunca he sufrido con ninguna película. Es de las cosas buenas que tiene ser guionista y no director.
¿Una esquina de La Habana?
La terraza de mi amigo Julio Carrillo en 12 y 19, en El Vedado. Un sitio mágico.
¿La canción de tu vida?
Serían muchas canciones. Recuerdo que llegué a Angola escuchando heavy metal y regresé tarareando boleros de Orlando Contreras.
Una virgen o santo que te acompaña…
Soy agnóstico, pero guardo con mucho cariño el rosario que me regaló un monje budista durante mi viaje a China, en las montañas de Wu Tai Chau. Recuerdo que también me dio una foto de su maestro y unas oraciones que, si las recitaba, ayudarían a que las cosas fueran mejor en Cuba.
Recé tres o cuatro veces, pero no funcionó.
Una semana después, al llegar a Mongolia, me robaron la foto, las oraciones y el pasaporte. Lo cual me lleva a tu siguiente pregunta…
¿Un refrán?
“Cuando el mal es de cagar, no valen guayabas verdes”.
¿Signo zodiacal?
Tauro.
¿Un ritual?
Escribir cinco páginas diarias.
¿Una actriz de toda la vida?
Juliette Binoche.
¿Por qué?
Porque me sigue pareciendo igual de talentosa, bella y enigmática que hace treinta años.
¿Una película de toda la vida?
Memorias del subdesarrollo. Es divertida, es triste… Es Cuba.
¿Caminas, paseas?
Nado. Cincuenta minutos tres o cuatro veces por semana.
¿Directores cubanos favoritos?
Fernando Pérez, Gerardo Chijona, Ernesto Daranas, tú mismo. Mis pelis cubanas favoritas de los últimos años son Conducta y Melaza.
¿Un amigo muerto con el que te gustaría un café?
Daniel Díaz Torres. Echo mucho de menos nuestras conversaciones en Madrid. Era el mejor cuentacuentos que he conocido.
¿Fumas?
Nunca he sido fumador. Pero cada vez que voy a Praga, a la escuela de cine, me gusta irme alguna tarde a la casa del Habano. Me pido un ron Santiago, un Montecristo número cuatro… Y es la vida misma.
¿Qué no le debe faltar a un cineasta?
Disciplina. Mucha gente con talento se pierde por el camino. Porque es un camino duro.
En cambio, he visto gente sin mucho talento, pero sobrados de disciplina y actitud, hacerse un hueco en la industria. Eso no es justo ni injusto. Es la realidad.
Formas de llamar desde la manigua
El Reparto Embil es una zona de silencio. Poca cobertura. Allí todavía es 1994. Los vecinos son buena gente, pero no se han enterado de que Fidel murió. Leen el Palante. Cuando ven pasar a una muchacha vestida de negro le gritan: Niña, ¿tú eres friqui?