Confesiones líricas de una invertida ideológica

1

Para crear una nación hay que joderse. La nuestra aparece luego de una azarosa travesía hacia lo desconocido, hacia las Hespérides, hacia Cipango, un ente amorfo, sin discurso (sin palabras), hasta que Cristóbal, el-que-cruza-las aguas-con-el Niño-a-cuestas, atraca, se adelanta y pronuncia (según Las Casas, precursor del nabokoviano Charles Kimbote) la sentencia de muerte de lo increado: “Esta es la tierra m…”. 

Lo demás es un largo etcétera.

Así Cuba, Colba o Coibai, habla. Su primer hablante es un navegante. Que el navegante se llame Cristóforo, o portador de oro, es, como se diría en buen cubano, un poema. Lo demás es geomancia patriótica, la cubanada de crear un mundo del polvo. Había que joderse, y fuimos descubiertos. Quizás todavía somos nada.

Lejos de casa (Cristal de agua, 2018) —por Las Casas— pudo haber sido el título de un primer poemario poscolombino. Luego pasa un águila por el mar y, en cadenas y oprobio sumido, el Descubridor vuelve humillado al país que Gleyvis Coro Montanet llama cariñosamente “Hezpaña”. En cadenas y oprobioChristophorus, que fue forastero como Gleyvis (genovés, apátrida, holandés y judío errante) en España. 

El libro de Gleyvis es del tipo que no viene ya y que tanto se echa de menos: es un libro serio. No hay más que ver el solemne subtítulo parentético (Memoria lírica del problema cubano) para darnos cuenta de que nadie escogería semejante lema si no estuviera dispuesto a respaldarlo con visiones y palabras. Palabras y memorias mortalmente serias.

Lo que no significa que Lejos de casa (Memoria lírica del problema cubano) sea un libro pesado. Por el contrario, es un libro ágil, desbordante de humor negro, uno de los más juguetones escritos por un cubano o cubana en mucho tiempo. Por lo menos, desde aquella memoria tragicómica del mismo asunto, Siempre nos quedará Madrid (2012), de Enrique Del Risco.

José Antonio Saco, Gertrudis Gómez de Avellaneda y Domingo del Monte son precursores, entre otras eminencias del XIX, de Gleyvis de Hezpaña. El exergo de María Zambrano que abre el poemario da la idea de la distancia que nos separa de la Cuba secreta que, en el siglo XX, fue refugio de tránsfugas hispánicos. En el XXI, la vida dio un vuelco y se trocaron los papeles. Si necesitáramos abusar de la metáfora, diríamos que Lejos de casa es el testimonio de una inversión histórica, las confesiones de una invertida ideológica. 

¡Lectores de Gleyvis, no temáis una inversión gloriosa! Coro Montanet construye su libro a base de interpolaciones. Los polos opuestos son los pasajes en prosa y los módulos de versos rimados y formateados para uso fácil del internauta patriótico. Hombro con hombro, unidos por hipervínculos digitales, prosa y verso son como el komsomol y la koljosiana, y constituyen una especie de yunta PDF metatextual, o las rimas y leyendas de un desastre en hezpañol. Porque el castrismo arranca, precisamente, de la generación de María Zambrano —¡de aquellas aguas estos lodos!—, de la nefasta emigración republicana, del nihilismo hispano que parió su juguete rabioso en Cuba.

Tomo el primer poema de la serie biunívoca y lo cito in extenso debido a que permite apreciar el mecanismo de subversión de que hablo. El título es “Tango”, está dedicado “a Tatá”, y dice así: 

La forma que mi abuelo lo decía:
Aquello o esto fue cuando Batista;
el énfasis verbal que le ponía
al sustantivo infame de Batista,
me inclinaba a pensar que él prefería
diez millones de veces a Batista
que a Fidel Castro Ruz. Yo que leía
en el colegio horrores de Batista
y loas a Fidel, en lo absoluto
podía comprender una emoción
opuesta a la incrustada en la lección
que abuelo ni leyó, porque era el fruto
incómodo y resoluto
de otra generación.

Esta extraña pieza trata de la experiencia única, exclusiva de los cubanos que tuvieron acceso a la memoria histórica. Vendrán otros desabuelados para quienes solo existan el adoctrinamiento y el olvido; pero a través de Tatá, Gleyvis accede al mundo de los antepasados, y es obvio que no hay entre nosotros antepasado más traspapelado que Fulgencio Batista.  

Batista, como meollo y meridiano de la historia de Cuba, aparece en armadura de relampagueantes certidumbres: ese Fulgencio benjaminesco es nuestro ángel de la Historia, su nombre es evocado en torno a la fogata de las vanidades revolucionarias. Aún antes de conocer la carne, la joven Gleyvis ha probado “el fruto incómodo y resoluto / de otra generación”.

La gnosis se presenta, en primer término, como una toma de conciencia, y la inversión ideológica no es el aspecto menos fascinante de Lejos de casa. Porque la lejanía a que se refiere Gleyvis es la distancia que la separa de la patria como asiento del dogma. La poeta se ha desterrado de la creencia, y, acaso, también del sentido común. 

Entre los rimbombantes sonetos que componen el libro —Gleyvis Coro Montanet es magister ludi del heavy metal— los hay terciados, heroicos, con estrambote, shakesperianos y petrarquianos. Se invoca a Violante, se manipula a Quevedo, se le da cranque a la máquina de pensar hasta hacerla crujir con estribillos como estos:

Hoy anda por Miami, de turista,
de paso por la misma pasarela
que ayer calificó de neofascista,
de inmunda y despreciable ratonera.
Qué tonto es el azar y qué bromista.
Qué pequeño es el mundo, compañera.

[“Qué chiquito es el mundo”].

Y estos:

Habrá quien más pondere los cojones.
Yo muero por tus glándulas mamarias,
moviéndose al compás de las canciones
megaultracontrarrevolucionarias…

[“Conducta impropia”].

Y este extraño ejemplo de soneto dodecafónico:

Andaba yo sin patria, de extranjera,
presa en la inconcordancia de un Babel
tipo ciudad que más que ciudad era
mar de bares… Allí la voz de Adele
marcaba mi tristeza y la mecánica
inexplicable del momento aquel,
buscaba en el inglés de la británica
su descripción exacta, porque Adele
le cantaba a su aldea originaria
y, aunque fuese un horror, la componía
al golpe de una voz extraordinaria.
Ejercicio de amor que yo quería
trasladar a la forma literaria.
Pero forget, stop, no se podía.
Mi aldea era sumisa y carcelaria
y un escritor cubano, porquería.

[“Hometown with no glory”].

En cuanto a la prosa, se trata de una polinización cruzada, un discurso donde coinciden lo político y lo poético. El libro se lee como un prontuario de dobles sentidos, y en él aparece un nuevo tipo de ironía y una forma inédita del desparpajo: no cubrirse, no enclosetarse, no rehuir el bochorno de la declaración directa.   

Cromitos cubanos y octavillas patrióticas que nacieron en el ambiente populista del medio digital: a la concatenación estrófica se superpone un sistema de referentes hipertextuales. El libro de Gleyvis habla a la Cuba del aire, un locus virtual que circunvala la ubicua censura. La poeta se vale de esa latitud y transforma el Éxodo en su particular tropo literario. 

He aquí la introducción al “problema”:

Lo nombra mal quien lo nombra diferente. Exilio es una palabra muy suya. Como un poema bucólico es muy suyo, aunque sea bucólico. Éxodo es una palabra coral, representativa de fuga, sistémica. Parte si no el todo de nuestra insuficiente comprensión del problema cubano, deriva de catalogarlo mal.

[“Génesis del éxodo”].

Lejos de casa es un libro del Éxodo que contiene su propia exégesis, un libro de entradas (posts, colaboraciones, memes) condenado al medio inerte del papel. Libro que busca desesperadamente entablar el diálogo, busca interlocutores: desea lo imposible. Porque es evidente que sus contenidos rebasan la medida del lector-hembra y del lector-macho, y que requieren un lector hermafrodita:

Mi pensamiento se hace popó en el culto universal hacia lo acaudalado, en lo chic, lo civilmente correcto (…) Y yo le digo a mi pensamiento: pensamiento, no te radicalices ni te cagues tanto en los demás pensamientos. Y lo digo porque, en gran medida, he cometido múltiples y pustulosas acciones de derecha.

[“Nunca digas de esta Coca Cola no beberé”].

Como cualquier poeta original, Coro Montanet retoma los miedos de sus precursores y los reinventa; vuelve a dar vida a un idioma que había caído en la hipocresía. El logos megaultracontrarrevolucionario viene plagado de ambigüedades: es el otro discurso que teme decir su nombre. Desde los tiempos de Sade, Corday y Saint-Just, el terror ha sido la continuación del sexo por la política, simetría espantosa que asoma la oreja en la espesura lírica de Lejos de casa.  

2

El aspecto frutal de la escritura de Gleyvis Coro Montanet entronca con fuentes tan dispares como el Joseph Hergesheimer de San Cristóbal de La Habana (1920), el Ramón Alejandro de ¡Vaya papaya! (1992) o el Silvestre de Balboa que enumera “mameyes, piñas, tunas y aguacates, plátanos y mamones y tomates”. 

Gleyvis, de La Tirita, va más allá del simple acuarelismo: ella es la cultora del “fruto incómodo y resoluto”, el marañón de la política libidinal.

Hergesheimer ve en la luminosidad de un vitral “el carmín y el naranja y el púrpura ciruela y el amarillo (…) extraordinariamente vívidos, como preciosas frutas amontonadas”. Casi un siglo más tarde, Gleyvis suspira: “Quien dice que tus tetas son melones / sacó el lugar común de entre las rejas / porque aunque levemente disparejas / tus tetas son dos suaves perfecciones”. 

Y este juego cucalambesco de palabras:

Yo, de tanto entusiasmo, le daría
la guayaba mejor de mi campiña.
Pero algo me dice que, a María,
solo le gusta la piña.

O este refrescante soneto lúbrico:

Quimbombó que resbala con la yuca,
la moja, la exorciza, la dispara,
la sumerge en un químbara-quimbara
que agota el argumento de la yuca.
Con sandunga y vigor la despeluca.
Quimbombó planta a muerte la porfía
y luego de un gran susto de agua fría,
cae, todo sutil, sobre la yuca,
que se torna sumisa y, mameluca,
destila incierta miel de blanca baba
y al quimbombó se pega, en una traba
volcánica y ritual que los desnuca,
pues lo del quimbombó y de la yuca
es un pleito que empieza cuando acaba.

[“Contrapunteo cubano”].

Las frutas poetizadas se vuelven arcanos; iluminadas, transfieren su esencia al suelo natal: tal es el sentido profundo —el sentido heráldico— del vitral cubano visto por Hergesheimer. La poesía de Gleyvis, como ese abanico multicolor, fructifica todo lo que toca: en su lengua retozan las islas garrapiñadas de Lezama, el jardín de las delicias de Reinaldo Arenas y las “abras tupidas y mangales” de José Martí.    

En Lejos de casa, la patria se empapa y se empapaya, deseada e invocada desde la distancia (que no es el olvido, sino el exilio). Habría que ir a buscar la contrapartida de este patriotismo deseante, hermafrodita y dicotiledóneo, a la obra de Ramón Alejandro, a La Champola / La douceur du Corossol (1989), y al vientre venusino de su Virgen del Apocalipsis (2016), que se abulta como una calabaza o un matraz rebosante. 

Ni Reina María Rodríguez en Variedades de Galiano (2008) alcanza tal suculencia, tan sabrosa sustancia; diríase que ella es aún la poeta-macho necesitada de lectores hembra. Pero con Gleyvis retorna el instinto maternal —material— condenado a dolores, pujos y germinaciones. Con Gleyvis la literatura cubana regresa a un maternalismo histórico anclado en la carne, el sufrimiento y la circunstancia.  

Gleyvis cruza el océano en el sentido contrario al de la travesía colombina, cargando en hombros a una Niña. Su poesía quiere separar esas aguas, hacerlas transitables, deshacer la maldición virgiliana y regresar a la semilla: se trata de otra inversión —la última— rayana en la transmutación. El pasaje que lo expresa es un diálogo de tú a tú; un poema histórico, entre tantos otros que hacen historia en este libro: 

Aunque La Isla en peso sea la pieza
más febril que escribió cubano alguno
—aquella, en que una hembra lava uno
de sus turbios pezones y otra freza
el jugoso panal de su soldado,
donde el agua más puta dicta el curso
de una cárcel atroz— es un discurso,
a mi modo de ver, equivocado;
producto de la terca rabia nata
de un poeta que no halló ni paz ni auxilio
y que apenas vivió como una rata
en prisión, mas sabría —¿o no Virgilio?—,
que la cárcel mayor era el exilio,
que estar fuera de Cuba es lo que mata.

[“Ligera discrepancia”].

3.

Es difícil imaginar estos versos acezantes, de pezones túrgidos y culos redondeados que hacen popó encima de sus adversarios ideológicos (como lo hizo antes el Gulliver de Swift), ganando un premio latinoamericano de poesía. 

Las mujeres de Gleyvis Coro Montanet están más cerca de las amazonas de Robert Crumb que de las chupatintas de la UNEAC. Sus hembras viven también, a su manera, en la contracultura, en la Cuba de los márgenes: son “tortilleras viejas”, empingadas, desterradas y malhabladas. Atrás quedó el manierismo sáfico de Damaris Calderón: la total outsider de Lejos de casa aprendió soñar con la cartilla del comunismo debajo de la almohada:    

Llegué a Hezpaña cuando en Europa se introducían las primeras medidas de austeridad de este siglo. Y me dio mucha gracia (todavía me la da) lo que aquí llamaban desventura.

 Madredediós: esta gente alimenta un concepto tan pancho de la miseria que les ofrecería asomarse veinte minutos/once euros, sin que deban pagar los once euros a la zona más quemada de mi vida.

Así habla Gleyvis, la hija, en un poema en prosa titulado sencillamente “Llamar a Cuba”. Transcribo la coda de ese texto conmovedor, que apunta al sagrado corazón del “problema cubano”:

Solo esta pena de bulto le proyectaría de mí a los hezpañoles: la ansiedad con que observo crecer los dígitos de la factura del locutorio, con la cabeza en la plática y en la velocidad de los números. 

Con la guinda de que, a menudo, en medio de la llamada, mi madre olvida algo, pequeño e importante que debía decirme y lo arrastra por toda la conversación: olvido algo. Nerviosa y segura de que olvida, me oigo decirle haz un esfuerzo final de memoria, hasta que pita el teléfono. Y así se queda. Y así nos despedimos. Hasta el próximo mes.

La novedad de esta poesía es su experimentalismo, aun cuando resulte difícil identificarlo en la corpulencia de los períodos, en el timbre del vozarrón, en el realismo de trinchera o de locutorio. Imposible catalogar una de las propuestas más radicales de las letras cubanas de la actualidad y discernir el experimento allí donde juega cabeza, donde toma distancia de las poéticas —y las poetisas— del laúd feminista. 

Aún menos evidentes son su anarquismo aterciopelado, oculto en las incidencias del más pedestre naturalismo, o su desdén por el esteticismo, o su aversión a la textología en boga, todo lo cual dificulta, a su vez, la ubicación de Gleyvis Coro Montanet en los anales de la Generación Cero, a la que —después de todo— pertenece cronológicamente. 

4.

La hez. La pobreza. El verso blanco. El tenebrismo. Hay muchos otros temas del último libro de Gleyvis Coro Montanet que merecerían ser comentados; pero dejé de subrayar en la página 60 al acordarme que la reseña de un buen libro es el libro mismo. Hubiera querido que esta nota (y me pasa muy poco) fuera la cita íntegra del texto, algo así como el Ceci n’est pas une critique de la crítica. Queda para otro momento la cuestión de la hez española, y de si este libro no será el España, aparta de mí este cáliz de una Cuba en permanente guerra civil. 

Me quedó por decir que un título más apto que el anodino Lejos de casa (seguido de paréntesis matapasiones) hubiera sido: España, aparta de mí este castro. 

Y hubiera querido mencionar el uso del verso blanco, del que Coro Montanet es también maestra (ver el poema “La gran tirana”, dedicado a La Lupe), y, hablando como los blancos, mencionar de pasada el asunto del tenebrismo que regresa hoy a Cuba como hostelería y turisteo. Un tenebroso filisteísmo que busca en la aldea de Láncara unos orígenes que el origenismo había situado en Alejandría; un viaje de ida y vuelta a los Séculos Escuros para la gallega empapayada que pueda gastarse unas vacaciones en Varadeuro. 

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Tráiler del libro Lejos de casa, de Gleyvis Coro (Cristal de agua, 2018):