Créditos

CRÉDITOS

Escribí estas notas en una libreta negra, en la oscuridad funeraria de las salas de cine. Las palabras caían sobre la página en líneas torcidas, un desorden ajeno a la escritura que se concibe a la luz.

Mientras miraba las imágenes en pantalla, múltiples pensamientos se proyectaban en mi mente: cines paralelos. Hacía cine en el cine, escribía y garabateaba sobre la película, un poco a la manera de los experimentos de McLaren.

Mis cines fueron los viejos palacios de Hollywood: el Royal, de Santa Mónica; el Rialto, de Pasadena; el Nuart, de Westwood; el Egyptian y el Cinerama, en el corazón de La Meca.

Hace muchos años me tropecé con el crítico René Jordán a las puertas del teatro Olympia, en Miami. René entraba a ver Ludwig, de Luchino Visconti, y por curiosidad le pedí sentarme con él. Antes de comenzar la tanda, se mudó de asiento tres veces debido a que en las lunetas vecinas alguien comía rositas de maíz o sorbía un refresco. Al tercer cambio me quedé donde estaba. René fue el crítico de la revista Carteles, donde Guillermo Cabrera Infante era el jefe de redacción. Estos escritos le deben más a Jordán que a Caín.

Existía, frente al Capitolio, aún en los primeros setenta, un cine de relajo llamado Capitolio. La entrada estaba cubierta con una cortina de terciopelo rojo. Entré varias veces a ese cine inolvidable y no recuerdo las películas.

Todavía recuerdo la tarde que vi Solaris en el Payret. La escena en que Tamara Ogorodnikova viaja en auto por un paisaje de carreteras futuristas me provocó un estado de desorientación que continuó aún después de salir al familiar exterior habanero.

Stalker fui a verla al Gusman Hall, en compañía del escritor catalán J.C. Castillón y de mi amiga María Ponce. De Stalker retengo la famosa secuencia onírica: el detrito cubierto por el diluvio, la basura trascendente de lo filmado. A la salida, María dijo: «Esta película me produjo un malestar físico».

Los cubanos consideran un crimen el doblaje. El inglés cinematográfico fue otra jerga, otra lengua de nación. Este libro está escrito en los diferentes dialectos del español traducido.

Se cuenta que Fidel Castro mató a un hombre llamado Castro en las inmediaciones del Cinecito.

El ambiente gangsteril de La Habana de los años cincuenta sale directamente del film noir. El cine americano de acción tuvo más influencia en la historia de Cuba que las intervenciones de los marines.

Fidel Castro fue otro héroe de matinée: Errol Flynn, que había sido Robin Hood en Hollywood, alguna vez lo comparó a su personaje.

Durante una visita de Fidel Castro a la ciudad de Cienfuegos, el actor Chema Castiñeira (El robo del cochino, ICAIC, 1965) y Kamil Jamís, hermano del poeta Fayad, planearon un atentado al Líder. Los magnicidas habían plantado un rifle de mirilla telescópica en una ventana con vista a la habitación de Robin Hood. Por desgracia, un delator desbarató el complot.

En 1976, en el campo de concentración de Ariza, Chema solicitó y obtuvo permiso de las autoridades para construir un cinecito al aire libre. Se usaron piezas sobrantes de la concretera anexa al penitenciario donde Chema, Kamil y yo cumplíamos condena.

True story. La primera película que se nos permitió ver fue Atentát, de Jiří Sequens. Estos escritos arrancan de antiguas conversaciones, en aquel cine anónimo, con el actor convicto y magnicida frustrado José Manuel Castiñeira.

Los Ángeles, marzo 2016

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LOS ÁNGELES

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La edad de las ciudades se cuenta a partir del día que llegamos a ellas. Yo llegué a Los Ángeles en 1979, recién salido de la cárcel, en el vigésimo año de la época revolucionaria, en plena era del Disco. Mi primer elepé, adquirido con dinero propio, fue Bad Girls, de Donna Summer; mi primer atuendo angelino, unos pantalones de gabardina sintética y un saco cruzado de solapas anchas; mi primera película, Apocalipsis Now en el Cinerama de Hollywood.

Trabajé en Vernon, en una factoría de muebles; me bañé en el Pacífico; probé la pechuga de pavo con puré de papas, el especial de Woolworth de los viernes por la tarde; caminé por el Paseo de las Estrellas; aprendí a conducir en un Dodge Dart del 64; tuve mi primer accidente automovilístico. A los seis meses me cansé del horror americano y abordé un avión de regreso al gueto cubano, donde halé otra condena de veintiún años.

Una noche —enfermo, intoxicado y envuelto en llamas— escapé de la capital del Exilio. Cogí un autobús de la Greyhound con rumbo (sabe dios por qué) a Los Ángeles. Llegué cuatro días más tarde, en pleno siglo XXI, después de atravesar de costa a costa los Estados Unidos (¿hay algo más hollywoodense que ese periplo?). Regresaba al Oeste, que es el lugar al que pertenezco, aunque venga de otras partes. El director checo Milos Forman dijo que todo hombre tiene dos patrias, el país donde nació y América. Yo he vuelto a nacer, dos veces, en Los Ángeles.

Los Ángeles es muchas ciudades y una serie de universos paralelos. Es Xanadú, Citera, Shangri-la y el prototipo de Disneylandia. Cuando Orson Welles, en Ciudadano Kane, arrasa con una habitación atiborrada, en una mansión ecléctica, erigida por el capricho de un magnate barroco y delirante, está acabando con Los Ángeles. Cuando Robert Altman, en Short Cuts, cierra el filme con un terremoto que pone fin a la historia, está vengándose de Los Ángeles.

Otto Friedrich la llamó la «ciudad de las redes», que es el nombre secreto de Mahagonny, porque Los Ángeles, como Babilonia, Sodoma o La Habana, sedujo a todos los hombres –desde Hitler a Chaplin, desde Borges a Kafka: tan angelino es el Berghof de Obersalzberg como hollywoodenses son La metamorfosis y la Historia universal de la infamia.

Los Ángeles es la ciudad universal, la cabeza parlante del imperio. Aquí Bertold Brecht estrenó su Galileo Galilei y Thomas Mann escribió Doctor Faustus. El Ángel Azul vivió en el valle de San Fernando, que es hoy la capital del cine porno. Un poco más al este, Arnold Schoenberg dio lecciones de contrapunto al joven compositor habanero Aurelio de la Vega. Teodoro W. Adorno y Max Horkheimer residieron en el mismo barrio donde O.J. Simpson mató a puñaladas a Ron y Nicole. Walt Disney fue vecino de Jacques Derrida y Jean-François Lyotard. Aquí Einstein y Chaplin asistieron juntos a la inauguración del cine Los Ángeles.

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EXT. CHINATOWN STREET – NIGHT

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Evelyn Cross Mulwray, que es la madre —y la hermana— de Katherin Cross, recibe un balazo en la frente y cae muerta encima del volante. En la noche tibia de Chinatown se oyen sirenas, los gritos de la niña y el inconsolable aullido del claxon.

El detective Jake Gittes se retuerce, esposado, y no puede hacer nada. Nosotros tampoco podemos hacer nada. Noah Cross, el viejo pedófilo, se abre paso hasta el carro. Es un poderoso magnate, tiene comprada a la policía, la gente le cree. Roman Polanski entiende que la justicia no existe, que el mundo es una mierda, que el destino está escrito en chino, que el universo es obra de Satán. Entonces Noah Cross le pone la mano encima a Katherin, que es su hija, y su nieta.

¿Qué cubano no ha sentido esa mano siniestra? ¿Qué europeo oriental no recuerda a Europa muerta y la garra del padre en el hombro? ¿Entendieron los americanos esta película malvada? Unos eventos que no ocurrieron en ninguna parte, ni a nadie en particular, nos ocurrieron a todos, en todas partes. Ocurrieron aquí, en Los Ángeles.

Es difícil determinar qué significa «aquí» en Los Ángeles, o qué significa «ocurrir» en una ciudad que pretende existir por todo el mundo. Porque Los Ángeles es el cielo, el lugar donde ocurren cosas universales. Hay una sapiencia hollywoodense, así como hay también una gnosis angelina. El nombre del astuto Ulises era Nadie. El nombre de la ciudad que comienza en California y termina en los ojos de un billón de cíclopes, debería ser Nada.

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PARA LLEGAR A HOLLYWOOD

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En mi reseña de Million Dollar Baby, aparecida hace tres años («Basura trascendente», www.cubaencuentro.com, marzo 30, 2005), y cuyo título pretendía traslucir mi adicción y desdén por el cine americano, adelantaba la tesis de que Hollywood —o más bien la comarca del mismo nombre— es un pueblo fantasma.

Decir que Hollywood está en todas partes y en ninguna es decir poco; que cuando arribamos a Los Ángeles esperando encontrarnos con los famosos estudios, los cines rutilantes, unos clichés reconocibles y, tal vez —¿por qué no?— hasta con una estrella, nos topamos con la nada. Hollywood nos juega cabeza.

¡Si al menos las huellas de Humphrey Bogart en el cemento del Mann’s Chinese Theater encerraran algún misterio! ¡Si las líneas de las manos marcadas en el piso revelaran un destino! Pero, nada. Sacrobosco, la jungla donde viven las deidades, es un perfecto vacío. Un auténtico no-lugar.

Es cierto que a veces los dioses celebran festivales, y que cada primavera, sobre una alfombra roja, se inclinan ante un rebaño de oro. Esas son sus, así llamadas, apariciones. Y allá vamos todos, en turba, a las gradas: cuarenta millones de ojos fijos en Leonardo DiCaprio, lo que nunca soñó ni el Zeus Agoraios.

Hollywood inventó la palabra sighting para designar un atisbo —primero de Elvis, después, de cualquier estrella. «Ver y ser visto» es la Gestalt hollywoodense. Pero antes de aparecérsenos, Hollywood deberá estar lista para su famoso close-up.

Nunca vemos a Hollywood porque en esta gigantesca conejera dispersa por un valle de lágrimas viven los debutantes y los eternos recién llegados; y pared con pared, una legión de editores, escenógrafos, costureras, electricistas, chóferes, camareros, maquillistas y luminotécnicos que aguardan, como escarabajos, por la bolita de estiércol que la vaca sagrada expulsa periódicamente. Sin embargo, Hollywood solo se hará visible cuando ellos se hayan eclipsado.

Las páginas que comienzo a escribir hoy son el trabajo sucio que Hollywood me ofrece. Como William Holden en Sunset Boulevard, me resistí a servir a una vieja venida a menos y terminé siendo el lacayo de otra. Mi Norma Desmond es la Revolución Cubana. Para ella seré como un espejo colocado en el fondo de una piscina al que apuntan las cámaras: flotaré bocabajo y hablaré desde un más allá fuera de foco.

¡Que bajen las luces y comience la próxima tanda! ¿A quién le importa el desenlace de una historia que empieza por el final? Billy Wilder me enseñó el truco de una crítica que contiene su propia película, y a su espíritu de contradicción encomiendo mi alma.

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(Del libro Para matar a Robin Hood. Escritos de cine, próximamente, en Hypermedia).