Cual barrena de tungsteno, penetraba en mi hocico el hedor de un animal más que muerto a los pies del barranco al fondo de mi casa.
Estaba parado en la ventana: arriba, un cielo brutalmente azul; debajo, el mar en calma. Alamar, cenotafio de poetas suicidas, cerraba el encuadre de aquella tarde.
¿Cómo deslizarte/surfear, sin perder el tono ni el tino un atardecer-COVID-19 cualquiera, mientras lees al poeta Juan Carlos Flores?
De su libro pequeño y verde, Premio Julián del Casal, titulado Distintos modos de cavar un túnel, frente al repositorio de agua salada y mierda que me separa de la Ciudad Cenotafio, leí:
“Entre Alamar y Cojímar ―sobre el paso del río― construyeron un puente. Siendo el día domingo, hacia el atardecer, encima de ese puente yo vi a un hombre gritar”.
Tomo los binoculares y veo el puente sobre el río.
“Los transeúntes pasaban, cada cual apurado, y aquel hombre gritaba”.
Cruzaban el puente motorinas eléctricas y un par de mujeres con mochilas y jabas. Cuando el puente quedó libre cruzaron cuatro vacas y, detrás, el equivalente a un pastor o un vaquero.
Por muy poco no escuché el grito.
El grito del anónimo hombre del poema.
Sí, el peor efecto colateral de aquella lectura.
Media hora antes, había revisado el parte diario del Ministerio de Salud Pública. Un resumen oficial (y variante de diario colectivo) de la Cuba COVID-19.
Por lo que había visto en el parte durante dos días consecutivos, advertí que la cartografía imaginada por mí se iba complejizando: en las estadísticas ya no solo aparecían mendigos y sus contactos.
Al apartado de los fallecidos había arribado un individuo con antecedentes de esquizofrenia paranoide.
En la entrega del día anterior: un individuo con tendencias suicidas. El coronavirus consiguió lo que el sujeto no pudo concretar.
Los malditos se reúnen, me dije. O uno mismo los reúne.
Entonces fui al librero a por el tomo Poesía completa, de Ángel Escobar. Lo cual equivalía a andar sobre muy malos pasos para una tarde-COVID-19.
Elegir una página.
Elegir un poema:
“Acuclillado, roto, en pie, voceando
duermo,
mas no encuentro tu voz. Tan solo se oyen
las sordas paletadas
que darán orden al ruido de los huesos”.
Conexiones.
¿Casualidades?
Había abierto el libro en el espacio dedicado al poemario Malos pasos, de 1991.
La conjunción de la poesía y la estadística de contagios y muertes: ¿una complicidad?
En la hoja de vida de los pacientes en estado crítico y grave, día tras día, veo hipertensión arterial, diabetes, obesidad, cardiopatías, enfermedades renales y respiratorias crónicas, variaciones del cáncer… Una serie matemática repitiéndose en cada parte del MINSAP.
El VIH/Sida solo apareció una vez.
A la lista de padecimientos, ahora debía agregar la insania, el cuadro mental.
Imaginaba el ingreso hospitalario y la atención médica al esquizofrénico y al suicida, y me vi de cara a ese escenario de poesía y delirio en grado sumo, erigido en la ribera opuesta de mi terraza: Alamar.
Poesía que se encaja en la masa encefálica como el acero puntiagudo en el corazón de Miguel Collazo.
Versos que se fijan en la cabeza. Que duran, que duelen. Y que, paradójicamente, ofrecen esplendor.
El dolor, o la permanencia del dolor, cifrado en un poema.
El amor, la inmanencia del amor, cualquiera que sea, contenido en el poema.
El grito de un hombre de ojos de un profundo azul sobre un puente; un hombre anónimo, un sujeto en el cual nadie repara.
Sordas paletadas que le darán orden al ruido de los huesos de un negro que fuma acuclillado, roto, en pie.
En resumen: las derrotas.
La poesía como nicho ilusorio, o como lúcido e infructuoso acto de resistencia mientras campea la locura, el horror de la locura.
El poeta como un buen exorcista de sí mismo.
O mejor: ambos poetas como dos de los peores exorcistas del mundo. Porque sus demonios, de la vida o la cabeza, van transitando sin piedad a la página en blanco. La vida y la cabeza de Ángel Escobar y Juan Carlos Flores.
La viralidad, morbilidad y mortalidad de esos demonios, solo son traducidas al poema. Una cartografía poética del estado mental.
Entonces, con la memoria hecha una olla de presión, recordé la obra Taller de reparaciones (1997), de René Francisco Rodríguez, exhibida en el Museo Nacional de Bellas Artes durante la XIII Bienal de La Habana (2019).
Construido con tuberías conectadas por herrajes, ese taller de René Francisco es un enorme galpón con techo a dos aguas. Puedes caminar dentro de la obra. Las paredes están hechas con una malla metálica.
¿Un galpón-jaula? ¿Un taller donde se construye qué? ¿Un encierro de qué, y para quién?
La mirada puede circular en cualquier sentido: de afuera hacia adentro y desde el interior al exterior. Observas a la vez que te observan.
Hay de todo un poco en la jaula-taller: acumulación de objetos e interrelación de sujetos. Es el caos del ensamblaje, del reciclaje, de la creación.
Cuadros con los héroes del panteón patrio en la misma bañera de Marat, una cinta métrica, pinceles y brochas decorados con las cuentas coloridas de los collares que conectan con los Orishas, una brújula, una pluma y aquellos viejos cupones para comprar medias, calzoncillos, camisetas…
También hay cuanto guarda un hombre en un gaveta, a lo largo de su existencia, en un apartamento de Alamar o del Vedado, para nunca más usar. Lo que acorrala en un poema, o arroja en un vertedero, o lanza al vacío desde un respiradero.
Galería
Taller de reparaciones (1997), de René Francisco Rodríguez.
Parte de la vida y la obra del ángel Escobar, poeta caído desde una altura de varios metros, parecía contenida en la jaula-galpón de René Francisco. Vi un archivo, un buró, un retrato del negro con el cigarro en la boca estampado en la tapa de un bidón metálico. Vi libros escritos por Escobar y otros objetos suyos, medianamente mundanos.
La tapa del bidón es la imagen que ilustra la portada de su Poesía completa.
En el interior de aquel taller de (des)montaje tuve la sensación de observar al poeta en medio de su cotidianidad. En un día calmo, o en uno bien duro y frenético. Desde el escritorio hecho de tuberías y de la misma malla fijada a las paredes del galpón, acuclillado, roto, en pie, voceando junto al archivo, yo sentía que el poeta no me perdía de vista.
Buró-taller, escritorio-jaula.
Yo miraba dentro de la cabeza de Ángel Escobar y, de paso, él miraba dentro de la mía.
No debo apelar a la memoria para citar largo y corrido. Mi memoria, creo, funciona más o menos como un collar de santería: establece un link, me ampara y ayuda apelando a una entidad mayor. Mi cabeza ordena no hurgar en mi cerebro para encontrar la cita, sino ir por libros.
Acato la orden.
Tal parece que es puro azar. Cierro y abro nuevamente la Poesía completa de Escobar, y doy con este fragmento de un poema de Viejas palabras de uso (1978):
“El hermano mayor
pulsa las vigas, los mejores horcones
decisivos
y dice una vez más,
ante mi azoro,
que ya le queda chica nuestra senda.
Atrás quedan las yuntas
de los voceados bueyes infantiles,
los gallitos difíciles y altivos,
y la bulla a dos voces en la casa
empotrada,
más allá de la ley de las edades,
en la indeleble marca del no olvido”.
Tras leer lo anterior, recordé de súbito el poema “Tótem” de Juan Carlos Flores, también de Distintos modos de cavar un túnel:
“B-u-e-y
Su cansancio es político/ ya no se quiere levantar/ no se quiere desposar/ comido los bordes del poema/ con ojos de buey mira a la realidad/ desde el centro del poema”.
Sí, todo azar es aparente.
Dejé los libros y tomé los binoculares. Mientras miraba el puente sobre la desembocadura del quieto y mugriento río Cojímar, pensaba en el buey, en el lento paso, por ambos poemas, de aquel noble y casi mudo animal más o menos simbólico.
Pensé en los bolsones temporales y los estados de ánimo de cada texto.
El pasado y el presente a lomo de buey, un estado mental arando indetenible y hondo los surcos del cerebro.
Sorpresa, azoro, conformidad, agotamiento, hastío… Meditaba de cara al puente, al río, y tuve alucinaciones auditivas: escuché un grito arrastrado por el viento, el crujido de un montón de huesos.
A Ángel Escobar yo nunca lo vi, pero podría decir que “bajé al muerto” dentro del taller de René Francisco. A Juan Carlos Flores sí llegué a verlo.
Puesto que a Escobar lo encontré al interior de la obra de un artista visual, de Flores prefiero rememorar un performanceque realizó en la Torre de Letras del Instituto Cubano del Libro, por entonces en el Palacio del Segundo Cabo.
El poeta, cual jugador de básquet, hacía rebotar un balón en el piso. Con agilidad, con serenidad, con violencia. Decía, si no recuerdo mal, que la pelota era su libertad.
Aquellos ojos de un profundo azul encañonaban al auditorio distribuido en el salón. Mientras jugaba con su libertad, Flores desafiaba al público: preguntaba si alguien se atrevía a quitársela.
El salón era todo silencio. Solo se escuchaba la voz de Juan Carlos Flores y el sonido de su libertad repicando contra el suelo.
Vi el balón lanzado por el poeta pegando contra la cara de un lector. Vi cómo su libertad, cifrada en la pelota de básquet, era arrojada hacia un par de funcionarios de cierto rango del Instituto Cubano del Libro.
Arte contemporáneo, un breve bestiario al interior de un par de poemas, distintos modos de oficiar la poesía: locura, desafío, muerte.
En mi ventana, respirando el vaho que ascendía desde los pies del barranco mojado por el mar, comprendí que no puedes deslizarte/surfear sin perder el tono ni el tino un atardecer-COVID-19 mientras lees a dos de los peores exorcistas del planeta Cuba. Porque sus demonios se pueden mezclar con los tuyos.
Cuando el cielo se volvía un velo o telón muy turbio y sucio, la hora en que no es tarde ni noche, mi esposa se acercó a la ventana. La besé. Como un mal samaritano, quise compartir lectura y paisaje.
Le di los prismáticos, le indiqué dónde mirar, le leí los poemas.
Luego le pedí que mirara un poco más cerca, hacia la arena inmunda, llena de pomos plásticos, algas, cadáveres de aves y peces recalados en la playa: una infinidad de objetos que bien podrías encontrar ensamblados en el taller de René Francisco.
Y le leí un poema de Escobar titulado “Dibujo II”, que concluye de este modo:
“Allí besé tu dardo cuerpo absorto.
Luego ―contra tus ojos―
sigue el mar, la estampida mugrienta. La mar.
La mar, la misma de antes”.
Ella y yo hemos caminado en las mañanas y en las tardes alrededor de ese mar que navegó en El Pilar el también suicida Ernest Hemingway. Este repositorio salado de Cojímar que en sus mejores días se vuelve azul y traslúcido y que nos distancia de Alamar, cenotafio de poetas suicidas.
Notas pornográficas de mi aislamiento social
Richard Ford y yo vivimos junto al mar. Pero no somos vecinos. Parado frente a la ventana de su estudio, el mar que Richard Ford ve no es el mismo espejo de agua salada y boronillas de mierda, suspendidas o precipitadas, que veo yo desde mi cuarto. Días de encierro. Días sin lluvia. Días con muchísimo sol.