El viejo, la pierna y la perra



En el patio del warehouse donde por orden del tapicero en jefe yo desarmaba y vestía butacas, sillas y sofás, un hombre de 79 años todavía vive en un tráiler construido por sus propias manos.

“Tráiler” es una manera amable de etiquetar a un montón de hierros, mallas metálicas, herramientas, toldos y un sinfín de objetos que conforman algo cuya definición aproximada sería “casa”, y en cuyo centro hay un hombre cuya vida transcurre bajo el ulular de las casuarinas.

A la distancia, ese paisaje medio bucólico frisa el tono del mundo post apocalíptico. Hay en él un hogar a lo Mad Max.

Frente al warehouse,en la breve calle que conecta dos avenidas fundidas un cuarto de milla más adelante en una ancha cinta de asfalto con un montón de carriles, van y vienen afroamericanos muy pobres rodeados por el áspero aroma de la mariguana; latinos indocumentados hablan de la desesperación, el dolor y el olvido y el trabajo y la juerga en su lengua materna; unos zombis blancos moteados de mugre trituran el inglés ablandando largas oraciones sin comas en litros de alcohol, hierba y sabe Dios qué más.

De cara al warehouse, en un butacón y un neumático a los que solo los gana la sombra al atardecer, parte de esa recua a ratos hace allí una parada. Sí, es una calle apenas transitada, y me cuesta imaginar cuál es el mood exacto que posee en las noches, aunque bajo el perro sol del verano he visto a hombres jóvenes caer fundidos por la droga y el alcohol, a hombres travestidos en espera de clientes, a homeless desquiciados.

Teniendo en la memoria cuanto allí sucede desde la mañana a la tarde, parafraseando a Jorge Enrique Lage (La Habana, 1979) en su novela alucinada y distópica La autopista: the movie, pienso en infinitos carriles que parten desde este continente en el que estoy, en la pesadilla de hormigón que, en el futuro post apocalíptico narrado por Lage, podría ir rugiendo sobre el mar y que pasaría por encima de una franja de tierra medio despoblada, desvencijada y pobrísima de la cual en enero de 2024 me largué, esa pesadilla de hormigón que seguiría rumbo al sur, rumbo al mar otra vez.  

Medio sordo, el viejo renquea y es hipertenso. Con las manos mugrientas del día anterior, desayunaba pan con tomate y una bebida energética enlatada. Me repetía que el tomate es medicinal, y el líquido cuyo nombre no recuerdo lo sacaba de la modorra nocturna, le regulaba los beats del corazón. Sin la bebida no podría dar un paso y quizá se podía desmayar, eso me dijo.

Siempre tenía las piernas hinchadísimas, se duchaba una vez a la semana con agua fría en un baño inmundo, medio anegado porque el caño no tragaba bien, cundido de mosquitos, donde había mil y un tarecos, mudas de ropa y zapatos en el suelo. Es dueño de una perra negra, arisca. También es propietario de una pierna blanca, una pierna de maniquí.




Sí, esto que describo es un hombre.

Desde el portal techado y sucio de la tapicería, y atestado de mil y una mierdas que el tapicero en jefe guardaba para darle uso en algún improbable día, pensé en una palabra que descubrí en Si esto es un hombre de Primo Levi: heimweh. Significa “dolor de hogar”.

Confinado en Auschwitz, de su experiencia en el lager Levi escribió: “cuando se está trabajando se sufre y no queda tiempo de pensar: nuestros hogares son menos que un recuerdo”.

No creo que el viejo sufriera, o no sufriera demasiado, cuando trabajaba en lo que fuera para tener ingresos. Pero va y no le quedaba tiempo de pensar en la casa y el país que dejó atrás a mediados de los 80 del siglo pasado, país y casa definibles solo en la memoria de ese hombre de 79 años.

Del barracón de madera del campo de exterminio donde dormía, Levi dijo que estaba “cargado de humanidad doliente”, “lleno de palabras, de recuerdos y de otro dolor. Heimweh se llama en alemán este dolor”.

Por todas las anécdotas que a la sombra de las casuarinas más de una vez me contó el hombre de 79 años, por algunos objetos que conservaba y me mostró, cuando desde el portal del warehouse lo veía desaparecer tras la puerta del tráiler yo imaginaba que su covacha podía estar anegada en el heimweh.

“Sabemos que es difícil que alguien pueda entenderlo, y está bien que sea así”, escribió Levi. “Pero pensad cuánto valor, cuánto significado se encierra aun en las más pequeñas de nuestras costumbres cotidianas, en los cien objetos nuestros que el más humilde mendigo posee: un pañuelo, una carta vieja, la foto de una persona querida. Estas cosas son parte de nosotros, casi como miembros de nuestro cuerpo; y es impensable que nos veamos privados de ellas, en nuestro mundo, sin que inmediatamente encontremos otras que las substituyan”.

El viejo tenía ahorros. Precisemos: bastante dinero, según él. Se lo guardaba una persona en la que decidió confiar, pero solo hasta el límite de lo posible. No puedo dar por sentado que por su cuenta y riesgo eligió la soledad y el tráiler, sino que es pura consecuencia de su pasado que en buena lid desconozco.

El viejo siempre tenía amarrada a la perra.

Desde la mesa donde me las arreglaba con los muebles a tapizar, lo veía cortar hierros en medio de un basural atestado de mojones eyectados por su mascota, y soldar, taladrar, atornillar chapas y vigas para un proyecto de casa rodante, una casa a la vez taller, un taller para una compañía de cercas y vallas, un negocio donde además viviría la perra que yo tendría de arisca mascota si me animaba a ser parte del negocio, el taller, la casa rodante, y del teléfono de la empresa y las redes sociales.

Casi un año después, tras haberme largado de la tapicería con casi cuatro salarios por cobrar a 12.5 dólares la hora, desde la 79 Street veo los hierros blancos de lo que todavía es solo un proyecto de empresa donde ya no cuento.

Hablábamos. O mejor: el viejo recapitulaba su vida y yo escuchaba. Mil y una anécdotas, algunas frisaban lo inverosímil y en una de ellas perpetra un atentado contra Ramiro Valdés; en la otra rescata a la única sobreviviente de un accidente aéreo en las cercanías del aeropuerto José Martí, un accidente que por los registros públicos no puedo ubicar en tiempo y espacio.

Sí, demasiadas vivencias para una sola persona.

Mientras me hablaba, en su verborrea y la sordera intentaba yo encontrar la falla, la mirada esquiva ante una súbita pregunta que le espetaba para detectar allí la mitomanía. Con la mano en la oreja sucia, buscando amplificar mis palabras, me gritaba: ¡Cuba, habla más alto que no te entiendo!

Semana sí y semana también, nunca a la vista del tapicero, me repetía las mismas historias, a las que iba sumando detalles quizá por la confianza entre nosotros.

Supe así del chip insertado en su cabeza durante un ingreso tras haber sobrevivido a una treintena de balas. Supe de las señales de radio que llegaban a su testa. Supe de las imágenes que la CIA o el FBI le hackeaban a distancia. Y no quise saber mucho más de aquella parte de su vida que el viejo quería dejar por escrito, y ahí entraba yo, y se lo dije, porque ese sería mi primer negocio en Miami: ghost writer de un libro de memorias, la vida de un hombre que nunca me esquivó la mirada al repetir cada una de las historias semana sí y semana también.




Me regalaba bolsas de comida. De cuanto compraba en Presidente Supermarket con sus food stamp me separaba un paquete de pollo en cuartos, camarones, una bandeja de picadillo, costillas de cerdo. Por alguna razón me recordaba a mi padre, un padre muerto casi de súbito en La Habana, un padre que a tiempo y guiado por mí escribió parte de sus memorias.

Va y ese punto de alta fusión en el que se unen el presente y el pasado de un hombre sobre la página en blanco activaba en mí un mecanismo de asociaciones, equivalencias, de ver en un desconocido el gesto paternal, que bien podría traer consigo segundas intenciones de aquel viejo que ataba del cuello a la perra en lugares diferentes, pero nunca dejaba por mucho tiempo y en un mismo lugar la pierna del maniquí. ¿Buscaba palear la soledad, la vulnerabilidad?

Cuando caía la tarde descansaba en una tumbona y les tiraba migas a dos palomitas rabiches; a una le faltaba media pata. Bajo el sol, enfundado en una muda de ropas inmunda, dormitaba o se embelesaba con los pájaros, quizá alguna lagartija a la caza de las moscas que pululaban en los mojones de la perra, o se abstraía con sus recuerdos.

Ex mecánico, ex actor porno, ex custodio de los detenidos enviados a la corte. Llevaba a la cintura una pistola y un cuchillo comando y en el resto del cuerpo las cicatrices de tres balazos.

Tenía en el tráiler un fusil, balas, cámaras de vigilancia. Antes de verlo empuñar el arma, me pidió ayudarlo a contactar familiares en Cuba, hacerse un pasaporte, entrar a la Embajada de España y asilarse allí, apostar por la Ley de Nietos española e irse a un pueblito, pasar en limpio unos documentos sobre el FBI o la CIA, terminar la casa rodante, escribir sus memorias, ponerse implantes dentales, contactar con un programa de radio y conseguir una indemnización, propuestas con las que me ganaría un muy buen dinero, según el viejo.

Entonces cargó el fusil, dejó de hablar, colimó las farolas y el equipo de aire acondicionado del negocio de un sujeto dispuesto a no pagarle un trabajo.

El disparo en la tarde de Little River a mediados de julio y 2024 se multiplicó sobre el patio, la basura y los mojones de la perra. Un segundo disparo rajó el silencio que antes había roto la estampida de los pájaros.

A lo lejos, algo explotó. En silencio, lo vi alejarse. Renqueaba.

Más de una vez le dio cobijo a un ex contratista asolado por las drogas. Puro pellejo y huesos, medio desdentado, salvadoreño. Al viejo lo llamaba Papá. Lo ayudaba con el proyecto de taller y casa rodante. El ex contratista alimentaba a la perra y el animal no lo soportaba.

El salvadoreño le quitaba y le ataba los zapatos al viejo, le masajeaba las patas, y le robaba comida, herramientas, dinero. Al menos eso creía el viejo, que además tenía muy mala memoria.

Antes de regresar a la habitación del apartamento donde estoy rentado, solía visitarlo. Incluso hablé con el ex contratista, preso más de una vez por robos, drogas y sabe Dios qué más.

Bajo el sol, con el ulular de las casuarinas y el aullido de las patrullas y el del rescue como banda sonora, a veces el viejo me invitaba a devorar camarones fríos y salsa roja. En medio del basural, el mosquerío y la mierda, comíamos, hablábamos. 

Tras mi despedida, luego de pedirle a mis orishas y al universo no enfermar, el viejo se quedaba en la tumbona surfeando en el lento transcurrir de la tarde, medio amodorrado por la digestión. Al anochecer, subía a ese tráiler que, casi un año después, todavía es un proyecto de taller, casa rodante, una empresa de cercas y vallas donde ya no tengo un puesto.

Dijo Primo Levi en Si esto es un hombre: “Pocos son los hombres que saben caminar a la muerte con dignidad, y muchas veces no aquellos de quienes lo esperaríamos. Pocos son los que saben callar y respetar el silencio ajeno”.

Desde el sucio portal del warehouse, mientras faenaba por orden del tapicero en jefe, traté de imaginar la vida del viejo en un futuro cercano, ese transitar indetenible a la muerte.

Tumbado en una cama que nunca vi, aquel hombre de 79 años escuchaba la radio o se entretenía con YouTube hasta la mañana siguiente. Pero al interior del tráiler nunca llevó consigo a la perra negra y arisca. Tampoco la blanca pierna del maniquí.





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