El afilado borde de un idioma que no es mi lengua materna
Son casi las cinco dentro de un aula y casi la noche en el frío campus de una universidad norteamericana. En el salón de clases donde se imparte Metodología de la enseñanza de una segunda lengua hay un estudiante de maestría contratado como profesor asistente. Yo estuve en ese salón, yo era ese graduate assistant.
En la mañana, en mi rol de profesor de español, me vi empleándome a fondo para responder las dudas de mis alumnos, e imaginándome dentro del grupo de chicos que se esfuerzan por aprehender algo que parece no responder a regla alguna.
La clase no era otra cosa que un repaso. Debía encontrar un recurso para que entendieran, desde los paradigmas de un angloparlante, el uso de los verbos “ser” y “estar”.
Más de una vez he pensado en la posibilidad de simplificar la explicación: “Se utiliza “ser” para lo permanente/inherente; se utiliza “estar” para lo temporal/cambiante o la ubicación”.
Una estudiante preguntó si podía decir, por ejemplo, “Ella es una enferma”. Otra, si estaba mal la oración “Ella está rica”. Sonreí, lo confieso. No debía pasar por alto los entrenamientos sobre ética, conducta…
En la primera oración hay una paciente con cáncer terminal, una situación permanente para un individuo. En la segunda se habla de mucho dinero, empoderamiento femenino y de la posibilidad de una fulminante bancarrota.
¿Era una insensatez adentrarse en la multiplicidad de significados, en la porosidad de las reglas, situar el español en una producción que va más allá del aula?
Sin embargo, sabiendo que debía hacerlo en inglés, lo que equivale al afilado borde de un idioma que no es mi lengua materna, me dispuse a explicar el significado de ambas oraciones y de otros ejemplos que ponían en crisis cualquier intento de reducción, de simplificaciones.
Camino a la oficina, repasé cuanto les dije a mis estudiantes. Ya no había vuelta atrás. Y lo pensé sin culpas, sin remordimientos.
Insensatez
“Yo no estoy completo de la mente”. Como un disparo en un galpón cerrado y oscuro en donde se filtran conos de luz, resuena la oración con la que Horacio Castellanos Moya inicia Insensatez (Tusquet, 2006).
El aserto se irá repitiendo a lo largo de esta novela en la que “un ateo vicioso” acepta trabajar “para la pérfida Iglesia católica”. Ese sujeto es el narrador-personaje. Para él han dispuesto una oficina en la sede del Arzobispado, “cuya única ventana que daba a la calle estaba tapiada para que ni los transeúntes ni quien estuviera dentro cayeran en tentación”.
La tentación de espiar, de dar por sentado más que de suponer algo.
“Yo no estoy completo de la mente”, la repetición actúa en la cabeza del “ateo vicioso” cual eco de un disparo. El sonido también se extiende a la testa del lector. Cabezas como galpones atestados y oscuros donde se filtran, a la manera de duros haces, el brillo de los mejores paisajes ordenados en la memoria y la luz negra que devuelve de la oscuridad cuanto se desea olvidar.
La frase en cuestión nos sitúa ante un dispositivo narrativo que necesita de la memoria para prosperar. En la novela, enfermedad y violencia devienen vectores o líneas de fuerza.
El editor y periodista editará por encargo un legajo de mil cien páginas. A través de testimonios, en él se documentan asesinatos ejecutados por militares y paramilitares sobre la población rural guatemalteca. La década de 1980 y 1990 bajo el mandato del general Ríos Mont reunida en mil cien páginas. El “ateo vicioso” no consigue olvidar la frase dicha por un “indígena cachiquel testigo del asesinato de su familia”: “Yo no estoy completo de la mente”.
Herido e impotente, el hombre vio alzarse varios machetes a manos de soldados. Hojas afiladas despedazaban la carne joven de cuatro niños. Luego destazarían el cuerpo en shock de su esposa, obligada a presenciar “cómo los soldados convertían a sus pequeños hijos en palpitantes trozos de carne humana”.
En el acto de recordar, el periodista y editor confiesa que, como el indígena cachiquel, él tampoco está completo de la mente. Además, concluye que tanto las víctimas como los victimarios padecen una perturbación generalizada, el factor común es el rol de cada cual en la masacre. Nadie o casi nadie está completo de la mente en esa Guatemala narrada por Castellanos Moya.
Repetida, la afirmación es la chispa provocadora de la combustión de un relato que nos revelará una performance: la de la escritura. Notas que el editor toma en un cuaderno y condensan la voz de ese indio azuzada por el horror, fragmentos de muy alto aliento vallejiano.
Notas que apelan al desplazamiento, a la inclusión de la voz de los testigos. Notas con la noción de verdad como horizonte político. Y literario.
Sí, notas que pueden convertirse en un libro futuro. ¿Acaso constituyen el núcleo o sencillamente la novela que estamos leyendo?
Avanzada la lectura, advertimos a nivel formal y estructural repeticiones de comentarios, acciones, situaciones. Con ese recurso, Castellanos Moya acentúa todavía más no solo la descripción psicológica del narrador-personaje, pues una transformación irá transcurriendo a lo largo de la novela.
El editor y periodista mutará de sujeto empático a despectivo, con los sobrevivientes de la masacre y con quienes lo contratan y con los facilitadores (el personal encargado de trabajar con las víctimas) ─en especial las mujeres─, incluso con quienes ha entablado amistad.
Lengua procaz. Este sujeto transita de la empatía al distanciamiento, hasta no verse reflejado en El Otro. ¿Verdaderamente le importa cómo es visto y entendido cuando temporalmente se atenúan o terminan los episodios de crisis?
Lengua viperina. Echa mano de la ironía para desmontar o criticar tomas de partido (los partidarios de la izquierda, las feministas, los vegetarianos, los cantautores de trova cubana, la iglesia). Mientras, va dejando “un testimonio” donde revela los efectos de un poder dictatorial, la vigilancia, el control y el castigo, en una sociedad donde antiguos torturadores ocupan cargos en instancias del gobierno.
Transcurriendo de la ironía a la descalificación, ya sea en solitario o públicamente, y unido a las repeticiones anteriormente citadas, este personaje no solo se nos muestra cual sujeto esquizo que repite porque se reprime. ¿O se reprime porque repite? ¿O verdaderamente se reprime cuando repite una inadmisible manera de hablar, que transita de la locuacidad a un lenguaje socialmente inaceptable, cuya incontinencia ejerce una violencia contra el interlocutor y contra ciertos lectores?
Estamos frente a alguien que podría padecer una compulsiva e involuntaria eyección de palabras obscenas o socialmente inapropiadas. La coprolalia, para más detalles. A diferencia de un TOC (Trastorno Obsesivo Compulsivo) se considera un tic complejo, difícil de controlar.
La coprolalia es un trastorno neurológico, no psiquiátrico. Se asocia principalmente con el Síndrome de Tourette. Llegados a este punto, miro hacia atrás, a cuanto he dicho en público y en privado. Y dentro de los signos de interrogación que abro y cierro para mí, para preguntarme a mí mismo, trato de entender con qué grado de cercanía debo ubicarme respecto a la coprolalia.
Según la descripción de la enfermedad, las frases proferidas no reflejan los pensamientos o intenciones de la persona, sino que son resultado de la disfunción neurológica. Sin embargo, cuanto enuncia el “ateo vicioso” lo hace participar de la espiral de violencia y dolor en la que, tras aceptar el trabajo, se ve envuelto.
Violencia en el plano mental. Y en el físico.
Ejecutando el acto de asociar, arribo a un ensayo de Roberto Bolaño: Literatura + Enfermedad = Enfermedad. En él se resumen conexiones entre enfermedad y literatura:
“En medio de un desierto de aburrimiento, un oasis de horror”, escribió. Al compás de un conteo regresivo marcado por su hígado, terminaría su opus magnum: 2666. En su ensayo, además, dijo: “Para salir del aburrimiento, para escapar del punto muerto, lo único que tenemos a mano (…) es el horror, es decir, el mal”.
A ratos, el editor y periodista, mientras edita testimonios atroces, pasa de ser un victimario para devenir víctima. Es la banalidad del mal, esa suerte de enfermedad del hombre moderno. Su condición de exiliado podría constituir un indicio de cuanto subyace “del otro lado” de la coprolalia de este sujeto que, tras aceptar el trabajo propuesto por la Iglesia, cae en la mira de los militares en Guatemala.
“Como si ya no tuviera suficientes problemas con los militares de mi país”, nos dice, “como si no me bastara con los enemigos en mi país, estaba a punto de meter mi hocico en este avispero ajeno, a cuidar que las católicas manos que se disponían a tocarle los huevos al tigre militar estuvieran limpias y con el manicure hecho, que de eso trataría mi labor”.
Su interés por la atroz belleza de algunos fragmentos de testimonio de las víctimas resulta elocuente para comprender la naturaleza de la enfermedad que campea en la cabeza del narrador. Justo allí acontece una fusión: el reconocimiento de un marco que reúne a los sobrevivientes de la masacre, el otorgamiento de una identidad, y la apropiación de una mirada y una voz y una futura enunciación muy cercana a la de las víctimas.










