Vueltas alrededor del canon: Izuky Pérez y el desnudo

En el principio fue el cuerpo. Siempre un cuerpo. O los cuerpos. La percepción del otro, de los demás. Y, desde luego, la percepción de uno mismo en el otro.

Ya se sabe: en lo que concierne a la historia de la fotografía, el cuerpo desnudo (o desvestido, para aludir a una distinción antropológica subrayada por Lucian Freud en su pintura) pasa, inevitablemente, por la querella contra/desde/alrededor del canon. Este, más o menos grecolatino, más o menos reverenciador del realismo y la veracidad, contiene a su vez un ingrediente: el de la moralidad. 

Sin embargo, el asunto de la moral se analogiza constantemente (y lo comprobamos en las redes sociales todos los días) en el acto de obedecer o no un conjunto de normas. En la dinámica de vigilar y castigar, como diría Michel Foucault.


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Todo eso tiene que ver, claro, con algo que Giorgio Agamben explica: que la desnudez y el desnudo son inseparables de una fortísima marca de índole teológica. Es decir: lo crucial no es el hecho en sí de la desnudez, sino el darse cuenta de ella. Agamben nos recuerda cómo se afirma que, antes del Pecado Original y la Caída, la desnudez no existía como tal

Desde la invención de la fotografía y, desde mucho antes en la pintura, no es lo mismo una desnudez que muestra “zonas erógenas” (para usar una frase que siempre me ha parecido pacata y tonta) que una desnudez que no las muestra. Ni tampoco una desnudez masculina que una femenina, con “partes pudendas” (otra frase boba y medrosa) o sin ellas.

Dicho esto, y sobrevolando el umbral de los lugares comunes, al encontrarse uno con los desnudos de Izuky Pérez, se alzan ciertas interrogaciones. ¿Cuánto poder tiene el canon, dónde reside, en qué consiste?


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Lo primero que hay que tomar en cuenta es que Izuky no descree de la vigorosa seducción del canon, ni de esos poderes que el canon pone en funcionamiento para representar (o procurar representar) un tipo de belleza que, no por muy asediada, pasa de moda o envejece o se disipa en lo obvio. 

El canon sigue vivo, es una verdad del arte en general (y de los desnudos en particular) y su diálogo con el dilema de la representación se convierte, con naturalidad, en un duelo donde hay estocadas por todas partes. 

Como si dijéramos: sin armas, no puedes ir a entenderte con la belleza canónica. Por otra parte, ese dilema (el de la representación) continúa siendo un eje básico, una viga maestra. Y para representar lo bello del cuerpo es prácticamente inevitable la inmersión en la desnudez.




En las fotografías de Izuky el reforzamiento del canon ocurre cuando nos percatamos que allí el cuerpo deviene paisaje y, al mismo tiempo, atmósfera. En su diálogo inconsciente con antiguas (y modernas) concepciones como lo apolíneo y lo dionisíaco, casi diríamos que ese perfeccionismo ostensible en sus imágenes tiene que ver, en lo esencial, con el equilibrio de la luz, la belleza post-clásica, y el movimiento por medio del cual el cuerpo exhibe sus rendimientos como “cuerpo bello”. Aun así, cabe decir que hay un gesto dionisíaco muy indirecto: el acto de inscribir ese cuerpo en un ámbito que lo separa de la vida común.

Sus desnudos crean su propia aura (atmósfera de momentáneo aislamiento) al constituirse en paisajes. Y, al tiempo que son ellos mismos (con sus luces, sus sombras y sus líneas), apuntan constantemente hacia la creación de un espacio exclusivo. 

Tal vez por esa causa los desnudos de Izuky parecen, observados desde cierta perspectiva, pinturas hiperrealistas y no fotografías en sí mismas. Ya esto es algo a tomar en cuenta porque se trataría, en ese caso, de una complicada vuelta a la ilusión de lo real, pero en el cuerpo. La depuración con respecto al entorno es un acto que, aquí, inocula una condición aérea, por así denominarla, a los cuerpos.


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En la hiperconsciencia de lo real y del contexto, uno puede suponer que, al ser cuerpos de sujetos individuales, el contexto podría ser algo a lo que se le da la espalda por un momento. De ese modo, alcanzaríamos a pensar en una identidad corporal del individuo desnudo, transitoriamente despegado de la Historia (¿por qué no?) para adentrarse, también transitoriamente, en un paraje del escrutinio, la contemplación y la mirada, donde él pervive tan sólo para el canon y su reafirmación. Diríase que allí hay una alianza de la percepción con la autopercepción. 

“No estoy convencido de que la intimidad equivalga necesariamente a la fidelidad a lo real”, dice el fotógrafo Philip-Lorca DiCorcia, y así pone en tela de juicio, con su trabajo y desde determinados presupuestos teóricos, la armonización posible entre el modelo y la imagen. Introduce una dosis de ficción que pelea duro contra una dosis de testificación. 

Creo que el trabajo de Izuky con los desnudos va por un camino similar: buscar una narrativa cuyo punto inicial esté en lo que aporta el modelo (un modelo ensimismado, lo aclaro: la autopercepción es meditativa y conlleva eso), más allá de sus formas, pasando por su afirmación personal, por su identidad, por su vitalidad, hasta despojarse de todo eso y entenderse no con las posibles interpretaciones de la foto (a las que, en última instancia, el modelo es más o menos ajeno), sino más bien con lo único realmente incontestable: los volúmenes y la luz. 


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A la calidad “ensoñada” (es una manera de decirlo) de la piel, se agrega algo que se revela sintomático: fotografiar el cuerpo desnudo deviene acumulación de experiencias sobre el significado del cuerpo desnudo. Parece simple. Pero, en rigor, el cuerpo que se recuerda ya no es el modelo o los modelos sino las imágenes que el modelo propone. Es un cuerpo mental.

En muchos de los desnudos de Izuky, prescindir del fondo es como decir que el fondo “estorba” o no hace falta. Sin embargo, esto subraya sólo una cuestión: el cuerpo detenido en la foto puede adquirir una dimensión transhistórica, a la vez que hace del momento una variación lúcida de lo “eterno”.

Equidistante, con pretensión de alejamiento tanto de la sexualización como del morbo, Izuky se acoge al drama de la sensualidad, que en su caso puede ser propositiva, insinuante, y que se encuentra en medio de una incoación, pues muchas veces una imagen funciona como la antesala de algo que va a ocurrir. Algo de naturaleza claramente sexual. Algo que preludia o se instala dentro de una caricia fuerte. Algo que quiere ocultársenos pero que también no quiere esconder ese anuncio, esa intención. Umbrales, simulación, escondrijo, placer sexual.




Otra cosa que Izuky quiere mostrarnos es la armonía del movimiento como construcción de la mente, a partir de ese ojo del que se vale la mente que observa y ficcionaliza la desnudez. El cuerpo dentro del paisaje social puede ser muy inarmónico y expresa, en lo esencial, un destino que muchas veces no logra desprenderse de lo trágico. 

Pero aquí esa tragedia se ausenta y la representación deviene presentación (esto es importante porque indica que algo se construye) de un tipo de reverencia ante el canon más difundido de la desnudez: fervor apolíneo + afirmación de una belleza “feliz”. 




Por suerte, no estamos ante una belleza de postín, de alarde, sino frente a una revisitación del canon desde la óptica de la placidez de la seducción, o de algo parecido a la seducción, sea esta directa o indirecta. No por casualidad en la genealogía probable de Izuky hay algunas huellas de fotógrafos como Jeanloup Sieff, Marc Lagrange o Bettina Rheims, y, en especial, de Waclaw Wantuch. 

Los cuatro son maestros de la desnudez, de la captación de esa multitud de vínculos anómalos entre el cuerpo libre y primigenio y los diversos paisajes donde impone su presencia, al inscribirse por medio de una predicación que invita a pensar, una presunción que instiga y estimula al observador, al público. 

Otra cuestión: la espiritualidad de lo anatómico, cómo cierto anatomismo (lo diré así) del encuadre y la iluminación se metamorfosea en explosión de la sobriedad, por medio de estados de ánimo como la calma, el ensueño, la paz interior o el deseo. Estados que anuncian una narrativa que no se ve, pero que se presiente.


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De entre varios referentes visibles en los desnudos de Izuky, capaces de instalar sus breves misterios (guiños) y que son como metáforas, aprecio en particular uno donde hay una bola de cristal sobre un pubis que parece soportar la frialdad del vidrio. O un Monte de Venus muy denso y bien recortado en vertical, alrededor del cual hay un sudor artificioso, como de rocío enérgico. O unos labios mayores de una vulva que se observa desde atrás, en un entorno submarino, o que pretende serlo. O una crucifixión simbólica en la Loma de la Cruz, enclave significativo de la ciudad natal de Izuky: Holguín. O el contraste entre el maquinismo y la piel desnuda, que es un tópico de la fragilidad y la humanización. O la vecindad cautelosa, pero resuelta, de unos labios masculinos con respecto a otros labios: los de una vulva. O la graficación, expedita e incontrovertible, de un cunnilingus, pero desde una perspectiva oclusiva, donde sólo se advierten los gestos (manos sujetadas, nalgas, una espalda que se inclina) de una tensión sexual muy fuerte.

Sobre esta última imagen diré algo en cubano clásico: Izuky reproduce en ella la mamada de bollo más rizomática, encubierta y, aun así, tenaz que he podido ver en la fotografía cubana.

Pensando en sus desnudos y viéndolos hoy, pondría yo un énfasis en el hecho de que hay muchas maneras de absorber un desnudo fotográfico. Empezando por la circunstancia de que la mirada que lo acoge está formada y deformada por una muchedumbre móvil de referencias culturales y vitales. 

Ese enjambre de referencias conforma una cepa muy ramificable, y entonces mirar-ver se convierte en un acto virtualmente corredizo y laberíntico. Un acto que nos nutre porque nos alecciona acerca del cuerpo y la infinitud de su riqueza.





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VI Premio de Periodismo “Editorial Hypermedia”

Por Hypermedia

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