Distancia de rescate
Ella y yo dormimos mal. Ciclos. Ella es mi esposa. Ciclos repartidos a partes desiguales, según transcurren las semanas y meses y la adaptación, o la segunda adaptación desde que llegamos a este país.
Cirenaica llegó primero. En 2024 llegué a Miami. Cirenaica y Ahmel ahora están en Willimantic, Connecticut, por un programa de maestría que obtuvo Ahmel a inicios de ese año, y que en 2025 acontece a veinticinco minutos de distancia del viejo apartamento inclinado, a lo largo de la mañana y la tarde, en un campus ubicado en Storrs.
Es la Universidad de Connecticut y ya es noviembre. El progresivo invierno ha hecho del paisaje una naturaleza muerta de gran formato, gris, con ardillas, cuervos y calles casi vacías.
Cambiar de estado es como volver a emigrar. Dejar atrás la comunidad cubana y la canícula y el sol es equivalente a emigrar al cuadrado, eso piensa Ahmel cuando en la madrugada acorta la distancia de rescate para salvar a su esposa de una pesadilla.
En el sueño, Cirenaica ha vuelto a Cuba; puede ser el escenario del bad dream la casa de sus abuelos en Santos Suárez o el solar en la Habana Vieja donde, de adulta, con una hija y un esposo que no es Ahmel, ella vivió; o puede ser algo todavía peor, donde el país y ciertas gentes muestran su peor rostro. Sujetos más o menos conocidos, roles deleznables e intercambiables, esos que también has soñado tú cuando el país natal queda del otro lado de una llamada o mensaje por WhatsApp.
Ella acorta la distancia de rescate cuando Cuba y ciertos cubanos le reservan el peor rostro a Ahmel. Cirenaica y yo, y ese país y ciertos sujetos medio transferibles en nuestras cabezas. Ella y yo solemos aparecer en los sueños de cada uno. “Ser” y “estar” en una extraña condición, como si el sueño de la razón produjera en nosotros una gavilla de monstruos.
¿Somos en una misma cama, y en nuestros sueños, narradores con una misma jerarquía, dos cabezas que desde un mismo espacio –el de la cama y el sueño– narran un devenir tan similar? ¿Acaso somos un mismo cuerpo con dos cabezas “bipolares” para narrar?
Ahmel no sabe que, en el último seminario de la clase de literatura latinoamericana del programa de maestría, donde hablarán sobre la novela Distancia de rescate (Penguin Random House, 2014) de Samanta Schewblin (Buenos Aires, 1978), propondrá una nueva categoría literaria. Sonreirá. Fue demasiado el delirio.
Extraña conjugación de los verbos “ser” y “estar” en una pequeña obra
“Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre” es el rotundo inicio de la novela Pedro Páramo de Juan Rulfo. Cual espíritus, los personajes transitan el libro de principio a fin. ¿Zombis?, digamos mejor, para establecer categorías nuevas en la Academia: suerte de extraña conjugación de los verbos “ser” y “estar” en una pequeña obra maestra tan parecida a una bala de plata.
Paternidad, filiación, búsqueda; la punta de una madeja que Juan Preciado desea recoger, hacerla ovillo en Comala, a donde ha ido tras la muerte de su madre. El preciado viaje de Juan: encontrar a su padre, “un tal Pedro Páramo”.
Entre el realismo árido del México rural y lo fantástico de una cultura que celebra sin tapujos la muerte, Pedro Páramo indaga en la soledad, en la propia muerte, y en los efectos de la violencia en un entorno ríspido durante “ese tiempo de la canícula, cuando el aire de agosto sopla caliente, envenenado por el olor podrido de las saponarias”.
Hay en Distancia de rescate de Samanta Schewblin un hilo invisible cual punta de madeja, el ovillo que una madre desea recoger con tal de mantener muy cerca y protegida a su hija.
Hebra que se alarga o disminuye según temores y deseos de una madre (Amanda) para con su hija (Nina). Es la “distancia de rescate”, la cota máxima de separación que puede permitirse una mujer situada al centro de la maternidad, y así “estar por delante de lo que pueda ocurrir”, aunque “tarde o temprano sucederá algo terrible”.
De una generación a otra, cual información genética se ha transmitido este saber, advertencia o noción de inevitable destino. Alta tensión transmitida por un cable también invisible conectado entre una abuela y su hija, y a su vez entre esa hija y la nieta, hasta conectar, o ubicar en el centro de lo fatídico, a Nina, la biznieta, en un entorno rural de Argentina donde no es poco el verdor que alterna con amplios terrenos cultivados, bajo el azote de la canícula.
De intentar algo veleidoso y poco propicio para la Academia, en la voz de Nina la primera oración de la novela de Schewblin podría ser una apropiación del inicio de Pedro Páramo: “Vine de vacaciones a este pueblo porque me dijeron que aquí moriría mi madre”.
En la página 21 de mi epub la Schewblin me deja este parlamento de Amanda: “Pero voy a morirme en pocas horas, va a pasar eso, ¿no?” Y además dice: “Es extraño que esté tan tranquila”.
Un narrador bicéfalo
Desde el comienzo del libro, el lector advierte la singular condición de dos personajes trenzados en un diálogo: el niño David y Amanda. Ambos guiarán al lector a lo largo de un relato que alterna dos planos temporales.
Uno es ese tempo “extraño” donde una madre sabe que va a morir en pocas horas y van transcurriendo, ella y el tempo, en un tenso e intenso diálogo con un niño que, por como habla, y desde donde suponemos que le habla a Amanda y nos habla, no debemos concebirlo como un sujeto común y corriente, un personaje corriente y común de una historia fijada en el realismo.
El otro plano es aquel narrado por Amanda, donde están ella, su hija y un padre ausente, más el pasado de ambas, que incluye un destino fatídico; y están Carla, el esposo y David, y otro destino fatídico.
David y Amanda dialogan en una suerte de presente continuado. No hay jerarquías establecidas en la conversación. Y desde ese plano temporal nos llevan al otro, que alterna desde una suerte de presente a un pasado.
¿Pero qué ha hecho Samanta con el relato y con nosotros, y con el tiempo del relato? Partir el presente y nuestro corazón en dos, y adelantar las manecillas al reloj que marca el (in)tenso transcurrir en la conversación entre David y Amanda.
Visto así, más que pensar en la presencia de dos narradores, digo, para la Academia, el porvenir y para mí, estamos en presencia de un narrador con una condición particular: el narrador bicéfalo.
Entre el realismo y lo fantástico, la singular conjugación de los verbos “ser” y “estar” nos habla de maternidad y filiación, deseo, muerte y vida, y también de obsesiones bajo el efecto de los agrotóxicos. ¿Pero exactamente dónde están esos dos sujetos que dialogan?, ¿en qué “plano físico”?
La ambigüedad y oscuridad de los parlamentos, así como las continuas interrogantes que posponen cualquier intento de exactitud o aclaración, unido al empleo de la conjugación en segunda persona y las mudas temporales, sitúan a ambos sujetos en una suerte de limbo tanto en el plano físico como el narrativo.
Para salvar a David de la muerte por intoxicación, Carla, la madre, lo llevó a “la casa verde”. Allí, una mujer “que puede ver la energía de la gente”, que “puede saber si alguien está enfermo y en qué parte del cuerpo está esa energía negativa”, ante la certeza del inminente fallecimiento del niño, le dijo a la madre que podían intentar una transmigración. ¿Se trata de una operación similar al cambio o rogación de cabeza (Koborí) en la religión Yoruba?
“La transmigración se había llevado parte de la intoxicación y, dividida ahora en dos cuerpos, perdería la batalla”.
Sí, David estaría “habitando” otro cuerpo. Es y está también en otro niño. Esa operación aritmética y energética sitúa a Carla y David en una condición filial muy (in)tensa, evidenciada en este diálogo entre la propia Carla y Amanda:
─Era mío. Ahora ya no.
La miré sin entender.
─Ya no me pertenece.
Carla además, dice:
─Así que este es mi nuevo David. Este monstruo.
Es un niño monstruoso, está en dos cuerpos a un mismo tiempo. En esa suerte de diálogo telescópico con respecto a los sucesos narrados, la madre de Nina le dice a David “Te llamó ʻmonstruoʼ, y me quedé pensando también en eso. Debe ser muy triste ser lo que sea que sos ahora, y que además tu madre te llame ʻmonstruoʼ”. Sí, otra vez la ambigüedad, lo impreciso, lo no aclarado del todo.
Bipolaridad y jerarquías
¿Pero qué hay de esta mujer, a la postre narradora equisciente o deficiente, con relación al conocimiento de lo narrado por David, pero capaz de narrar el resto de la historia, esa parte donde David es deficiente o equisciente?
Las cabezas de este narrador bicéfalo se complementan. Cada una conoce al dedillo cuanto deben relatar / sugerir / indagar / dictaminar en el plano donde los saberes correspondientes tienen mayor calado. Esos saberes las igualan, o igualan a niño y mujer, en el orden de las jerarquías detentadas.
La edad no los ubica a una por encima del otro; Samanta y el destino fatídico no los iguala, sino que les otorga el don de la “bipolaridad” con relación al alcance de los saberes respecto del plano a narrar.
¿Pero exactamente qué es y dónde está esa mujer, desde dónde (nos) habla?
Tras un accidente que involucra a la madre y a la hija, la transmigración quedó reservada para Nina, víctima “casual” de los agrotóxicos en una visita a la finca donde trabaja Carla. Hay una mujer muy joven que no desear seguir en su huida con la hija sin antes despedirse de otra mujer; esa joven está casada y el marido la deja sola por mucho tiempo.
Esa mujer ha caído rendida ante la belleza y las maneras de Carla, que fuma y lleva el cabello recogido y se lo suelta y viste un bikini dorado, “que si fuera cinco años más grande podría ser la madre de las dos. Nina y yo podríamos tener la misma madre”.
La niña será llevada ante la mujer que sabe leer la energía. Si leer es crear, y crear es resistir, en el plano de lo fantástico de un ambiente agrícola, que es tan real como el cáncer, donde todos y todo estáimpregnado de sustancias químicas que atentan contra la salud, contra la vida ─muertes de aves silvestres, animales de corral, plantas e insectos no deseados en los cultivos, seres humanos, más abortos y malformaciones durante el proceso de gestación─, esta mujer, situada en su capacidad de agencia, abre un línea de fuga ─de vida─ en un contexto donde la explotación desmedida de los recursos naturales no tiene en su centro al ser humano.
Amanda nos habla en su tránsito a la muerte. También ha sido una víctima de los agroquímicos junto a su hija.
Aunque lo parece, el instante del envenenamiento de ambas no es exactamente una escena bucólica. Campesinos felices manipulan bidones de un líquido letal. Campesinos felices esparcen el contenido de esos recipientes sobre los cultivos. Una avioneta dibuja en el aire la huella blanca y letal de millones de finas gotas que serán arrastradas por el viento.
Todos sonríen. Todo es prístino. Y el dueño de la hacienda o finca donde todo transcurre no aparece de cuerpo presente. Pero es un sujeto que, como los agroquímicos, tiene un poder y alcance ubicuo y total.
Seres deformes en camino a la adultez están ubicados al centro de una considerable tensión: maternidad, filiación, agrotóxicos. ¿De qué manera conjugaríamos los verbos “ser” y “estar” tomando en cuenta sus habilidades limitadas? ¿Qué distancia de rescate ha sido diseñada para ellos?
De la distancia de rescate
En un intento de escape, fuga que acontece en la noche y donde en medio de la carretera aparecerá de súbito una gavilla de jóvenes y niños deformes, la madre de Nina no solo intenta escapar del pueblo con su hija por los miedos ante la ambivalente conducta de David y Carla.
Huye de su propia soledad. Huye del miedo al vaticinio transmitido de generación a generación, y entre mujeres, por su abuela. Es un destino ineludible y no hay distancia de rescate posible si la solución, para salvar a la hija, es la transmigración, el cambio de cabeza, o la operación aritmética y energética donde la intoxicación será repartida entre dos cuerpos, y tras la que Nina, como David, será conjugada en una extraña condición: “algo” inevitablemente monstruoso para su madre, para una madre muerta.









