#MeToo or not #MeToo

Enfrascado en la escritura de las memorias apócrifas de mi esposa, extrañamente pienso en la necesidad de llevar puesto un traje. De astronauta. Y tener la cabeza dentro de esa suerte de pecera que para mi asombro está llena de agua y oxígeno. 

El traje y el casco como sistema de resguardo, no para aterrizar en un planeta que creo conocer, al menos de oídas, sino para salir disparado. 

Es decir, disparada. 

The Morning Show (AppleTV, 2019), el #MeToo, los victimarios y víctimas, una enfermedad infecciosa viral… 

Lo anterior es algo más que escenario, environment, ecosistema. Es el planeta del que deseo, por ahora, escapar.

Recordar, tomar notas como una variante de exorcismo, o la posibilidad de meterse dentro de un traje de cosmonauta y partir hacia otra zona de la vida o la memoria. 

Rauda. Veloz. 

Como Cristo saliendo de Juanelo.


Dos astronautas en CDMX

En el apartamento de una amiga y su familia transcurrían las navidades de 2019. No era en La Roma, ni La Condesa… Bueno, da igual. Al menos en aquel sitio de CDMX las navidades fueron casi gélidas. 

Dentro del apartamento ya era 25 de diciembre y la temperatura seguía cayendo. La certeza de sentir en mis huesos el frío de cero grados, más la incertidumbre en mi marido por estar incubando una gripe. Que se me pegaría. A través del ventanal de la habitación que nos brindaron, la quietud, como la noche, era unánime. 

Vestidos como astronautas, cansados y con ideas tristes cual efecto colateral del resfriado, nos echamos en la cama. 

Sin nieve, pero con un frío cabrón en la mañana. En la avenida, una muchacha paseaba a su Schnauzer. 

Creo que era un Schnauzer. Legna Rodríguez tuvo uno, creo.

Hay una foto tomada en la escalinata del Museo de Bellas Artes donde Legna Rodríguez posa junto a su perro. Si mal no recuerdo es un día cálido y puedes ver los tatuajes. Los de Legna. Porque no tenía puesta una escafandra. Tatuajes que parecen tener vida propia. Si yo fuera mi esposa, fotógrafa, hablaría con Legna para que fuera la modelo en una serie de fotos.

Creo que fue en ese museo donde vi por primera vez el Cristo saliendo de Juanelo, de Antonia Eiriz.


Motherfucker, we are destroyed

¿Y si hubiéramos dormido con cascos? 

Quizá no habríamos pasado dos días de nuestras vacaciones en un butacón reclinable de cuero, tomando tisanas calientes y pastillas, viendo The Morning Show: la primera temporada, que mi marido copió del Paquete Semanal. 

Ante la imposibilidad de ir al Museo Frida Kahlo, sacaríamos provecho de la piratería cubana en un país de cárteles… 

Debería eliminar la oración anterior.

Ver The Morning Show fue idea de mi marido. Una mala decisión. Y si el catarro se resiste, la mejor alternativa es el latigazo de tequila con miel y limón. Eso dijo, la voz medio nasal. Después, cada media hora, un balazo de mezcal. 

La serie no es, o no parece ser, lo que sus creadores y desarrolladores suponen, ni lo que mi marido pensaba: una mirada crítica a un noticiario matutino sacudido por una denuncia de acoso sexual a su conductor estrella, y donde además entra en juego el movimiento #MeToo, sus víctimas y victimarios… 

La serie es entretenida, pero padece del mismo mal que Joker. ¿Qué es lo que no logro ver?

Hijo de la chingada, dije, y sonreí, estornudé y me soplé la nariz, de paso pensé en Octavio Paz y en El laberinto de la soledad, quizás por todo ese asunto del amor y la muerte y los mexicanos, la relación de los varones mexicanos con sus madres, y porque estábamos medio acatarrados en Coyoacán.            

En el gaznate el sabor a soga o saco de yute del mezcal; mientras, en la pantalla de la TV, yacía un hombre. Parecía un cadáver con los ojos abiertos. A su lado un móvil se encendió, vibrando. El muerto respondió a la llamada. 

El sujeto era el productor ejecutivo del noticiario The Morning Show (TMS). Su cara mutó de la somnolencia a la alarma: “¿Eso es todo?”, dijo. “Carajo, se acabó”. 

El parlamento original en inglés tiene un matiz más fuerte: “Motherfucker, we are destroyed”. 

En la serie, la denuncia por acoso sexual se propagará como un virus. Ébola, VIH, Coronavirus… No a la manera del catarrito que nos mantuvo condenados al reposo un par de días en un apartamento en Coyoacán. 

La denuncia rodará y crecerá cual bola de nieve. O de mierda. 

Imaginábamos que asistiríamos a la disección de un movimiento y una época donde salieron a la luz numerosos casos de infatigables predadores sexuales y miles de víctimas. El corte en canal, el manoseo de las vísceras, las conclusiones del patólogo. La serie parecía interesada, también, en mostrar el lado supuestamente oscuro del #MeToo, ese que muchos asocian con “la cacería de brujas”, el puritanismo, el extremismo religioso. 

En el ecosistema noticiario TMS, los miembros del staff llevan buen tiempo trabajando juntos. Más que esconder sus miserias, pasan buena parte del día vomitándolas en la cara del interlocutor de turno. 

Diálogos disparados en ráfagas, donde los personajes largan expresiones hoscas, más o menos ofensivas según el tono y el lugar. Parlamentos que marcan estatus y develan estrategias para posicionarse en esa batalla campal que es la jornada laboral en el noticiario, ya sea delante o detrás de las cámaras. Palabrería para situarse, verbal y físicamente, en relaciones personales que incluyen gestos eróticos y/o sexuales. 

Porque algunos terminan encamándose.

Son adultos, o al menos eso parece. Presencian, aceptan y consienten todo el tiempo las bromas y los piropos del presentador Mitch Kessler (Steve Carell). Subiditas de tono de contenido sexual. Eso es lo cotidiano allí, hasta que la denuncia provoca la sacudida del noticiario. Mitch se convierte entonces en la bestia negra. Poco a poco, se acudirá al pasado para armar el muñeco. Un muñeco diabólico. Y todo habrá cambiado para siempre en TMS. 

Mientras la narración va saltando del pasado al presente, los realizadores despliegan un zigzag en el cual se distancian del #MeToo para luego regresar a las directrices del #MeToo. No habrá incorrección, ni tampoco corrección, a lo largo de los diez capítulos.

Es el juego cruel del entretenimiento. 

Al llegar a la mitad de la botella de mezcal y a la mitad de la temporada, miré a mi marido. Queríamos seguir viendo la serie para ver cómo terminaba. Entonces pensé: Motherfucker, we are destroyed.


Disfrutar siendo el objeto sexual de un hombre

Dice el temba bien parecido, podrido en plata, el poderoso presentador Mitch Kessler: “¿Incidentes documentados de qué? ¿De que he tenido aventuras amorosas?”. 

Todos en el staff de TMS le ríen a Mitch la picardía de mujeriego, de picaflor exitoso; lo acontecido en sus relaciones extramatrimoniales tiene el consentimiento de la mujer de turno involucrada. 

Entonces, ¿qué tipo de conducta estamos presenciando? 

En pantalla se habla de acoso. Se habla muchísimo del acoso. La denuncia es como un nubarrón sobre los personajes. Pero, en realidad, ¿qué se ve? O, ¿qué es lo que no logro ver? 

Cuando la serie retorna al pasado, a Texas, específicamente a la noche de la matanza perpetrada por un tirador en un concierto, tiene lugar una violación. Aquí, como en el resto de la serie, también se difuminan ciertas fronteras, gestos, palabras, acciones…

Una fatídica noche en una habitación de hotel. 

La violación es un crimen. Pero el coqueteo insistente o torpe no es un crimen, ni la galantería es una agresión machista”, leo en la traducción del Manifiesto de las intelectuales francesas contra el #MeToo. A falta de claridad: cierta asesoría para entender qué sucede en The Morning Show, donde el personaje del productor ejecutivo le suelta a Mitch esta perla: 

“Todo el movimiento del #MeToo es probablemente una sobrecorrección causada por siglos de mal comportamiento en los que hombres más ilustrados como yo y como tú no hemos tenido nada que ver”.

Cómo no enarcar las cejas, si unos minutos después de este parlamento la serie recogerá pita, mucha pita… 

¿Acaso el #MeToo les puso la cabeza mala?

En el noticiario, luego de ser manipulada por la misma mujer que violó Mitch en Texas, una mujer accede a testificar ante las cámaras de TMS. Confiesa que su relación con Mitch transcurría en el plano de las miraditas, del intercambio de frases. De mutuo acuerdo. Se sentía halagada por la atención que le prestaba el poderoso presentador.

Pero el poderoso presentador le puso una mano sobre la rodilla en medio de una reunión. Ella, aunque se excitó, consideró que se pasaba de la raya. Y no solo eso: en esa mano sobre la rodilla había cifrado un ataque. 

Para las francesas que firmaron el Manifiesto, el impulso sexual es por naturaleza ofensivo, salvaje. Pero también somos, dicen ellas, y lo digo también yo, lo suficientemente clarividentes como para no confundir un coqueteo torpe con un ataque sexual.

¿De verdad hubo ataque? 

¿Qué pasa entonces con la otra parte de la confesión?

Mientras mi marido servía una nueva ronda de mezcal, decidí leerle un fragmento del Manifiesto.

Papi, le dije, escucha esto: 

“Una mujer puede, en el mismo día, dirigir un equipo profesional y disfrutar siendo el objeto sexual de un hombre, sin ser una puta ni una vil cómplice del patriarcado. Puede asegurarse de que su salario sea igual al de un hombre, pero no sentirse traumatizada para siempre por un manoseador en el metro, incluso si se considera un delito. Ella puede considerarlo incluso como la expresión de una gran miseria sexual, o como si no hubiera ocurrido”.

Mi marido me miró. Veo en su rostro que no está totalmente de acuerdo. Pero, ¿con qué parte? 

Seguro que no está totalmente de acuerdo con la parte de las víctimas y la duración del trauma. 


Un asunto de tamaños

Todavía no estábamos en nota cuando le dije: Papi, ¿tú eres machista? 

Se dio un trago. Hizo un gesto de negación antes de cogerme la boca. Saliva, mezcal, un poco de lengua. El olor de la baba y el del saco de yute en mi nariz luego de aquel beso. 

No, dijo, creo que soy micromachista.

Contrario a Mitch, mi marido pasó del modo Hombre-Jamonero al modo Hombre-Discursivo. Como hubiera dicho Cortázar: nos trenzamos en una charla. Fui más severa que él, debo confesarlo. Incluso eché mano del término “misógina” para calificar la serie. 

Desde su micromachismo, él me dijo: Mami, dale suave. 

Allí donde él vio la violación de una muchachita arribista en un hotel de Texas, yo solo vi a un personaje inconsistente, mal diseñado. 

Esa mulatica de cabeza torcida, de pico fino para engatusar; esa flaquita sumida en la soledad más atroz, capaz de mentir a sus amigos y dispuesta a establecer contacto no solo visual con el temba mujeriego, en la habitación del hotel dejaba de ser una máquina pérfida para convertirse en un juguete frágil. 

La verborrea de aquella mujer, más la supuesta fortaleza que iba supurando, la mostraba como un sujeto capaz de frenar lo que fuera necesario. Es cierto que en Texas está emocionalmente en baja. En la reconstrucción del pasado, le dice a Mitch algo así como: “Tú también me gustas”.

¿Debo suponer que esa escena reconstruye una forma de pensar de cierta mujer occidental cuya reacción negativa, buena parte de las veces, no es obvia ni clara; que espera a que otro proteste por ella, que la cuide, como si fuera incapaz de hacerlo por sí misma; esa mentalidad de víctima que debilita a las mujeres y fortalece a los hombres

Mi marido sostiene que Mitch la forzó. Algunos gestos lo delatan. 

Puse a un lado el iPhone con el Manifiesto; él sonrió y se agarró los cojones con la izquierda. Con la derecha, su mano hábil, tomó de una mesita su viejo Samsung Galaxy S2. Demoró muy poco en encontrar lo que quería. 

Coge mi micromachismo aquí, dijo, y leyó: 

“Se produce un acoso sexual cuando una persona ―hombre o mujer― realiza en forma indebida, por cualquier medio, requerimientos de carácter sexual, no consentidos por la persona afectada ―hombre o mujer― y que amenacen o perjudiquen su situación laboral o sus oportunidades en el empleo”.

Pero yo le recordé a que, independientemente de que el dudoso predador sexual no hubiera visto la cara de poema de la mulatica, ella dijo que él le gustaba. 

Y además, dejó escapar no pocos gemidos.


¿Cerdos, mojigatas, extremistas?

Si el #MeToo te pone la cabeza mala, ¿el falso feminismo también? 

¿O se trata de un puritanismo extremo, del totalitarismo de una militancia férrea y de una lucha con cuartel?

¿Dónde empieza y dónde acaba el coto de caza de un predador sexual? ¿Dónde empieza y dónde acaba el de un mujeriego?

¿Dónde comienza la cacería de brujas?

Hay una escena en la que Mitch comparte con un personaje del mundo del espectáculo caído en desgracia por un escándalo sexual. Según su récord, es un típico predador. El de toda la vida. Ambos traman un documental con el que Mitch pretende recuperar su trabajo y su vida. 

En un punto álgido de la conversación, Mitch trata de marcar distancia según la culpa que cada cual carga en sus espaldas. “No somos iguales”, le dice al otro. A diferencia de su interlocutor, Mitch no se considera ni acosador ni violador.

Entonces yo repasé la actitud de buena parte de las mujeres y hombres de la serie. Y vi a muchos seres con la cabeza mala. Seres torcidos. El efecto de la denuncia, el efecto de la investigación ordenada por el presidente corrupto de la cadena a la que pertenece TMS, más el efecto del #MeToo, había generado una confusión bien gorda en no pocos personajes, al punto de renegar de relaciones de pareja sin la sombra de una intimidación, el cobro o el pago de una “deuda” sexo mediante, etc. 

Seguí leyendo:

“Los incidentes que pueden tener relación con el cuerpo de una mujer no necesariamente comprometen su dignidad y no deben, por muy difíciles que sean, convertirla necesariamente en una víctima perpetua. Porque no somos reducibles a nuestro cuerpo. Nuestra libertad interior es inviolable. Y esta libertad que valoramos no está exenta de riesgos o responsabilidades”. 

Entonces pensé en mi noción de libertad.

En la serie, la vida de la muchacha vejada tiene un desenlace jodido. ¿Un suicidio con cara de homicidio? Su muerte no parece una consecuencia de la fatídica noche de hotel en Texas, ni de las presiones de quienes quieren catapultar imagen, carrera, y la noción de verdad en los medios; su muerte es puro capricho de los guionistas a favor del entretenimiento. 

Cuando mi marido me dijo que en el Manifiesto de las francesas no se tipificaba qué era acoso sexual, puse mi mano izquierda en la entrepierna. 

Me levanté, le cogí la boca y le dejé una marca de agua alrededor de sus labios: un poco de mi baba y trazas del alcohol extirpado del maguey. 


La libertad interior es mi libertad exterior

Una vez vi a una francesa negarse a que un fotógrafo cubano la ayudara a cargar un enorme portafolio con obras. Puedo sola, dijo la francesa, no necesito ayuda. 

Una jovencísima estudiante sueca no entendía por qué un escritor cubano, en la calle Reina, le abría la puerta de un almendrón y con un gesto la invitaba a subir, a ella primero. 

Un ensayista cubano se quedó bloqueado al bajar de una guagua en la parada de la Washington University de Saint Louis: detrás venía una estudiante cargando una mochila y libros; él no supo si debía extenderle la mano para ayudarla a bajar.

Si una mujer saca la pistola cuando escucha hablar de gentileza, eso que en Cuba hemos llamado caballerosidad, ¿se ha alcanzado un punto de no retorno? 

Detrás de cualquiera de esos gestos puede estar entreverada la “dictadura de género”. Pero la fragilidad que muchos suponen en el cuerpo de una mujer, no es tal fragilidad. Entonces, la “libertad exterior” comienza en la “libertad interior”. También sé que la “libertad exterior” implica una larga batalla.

Soy más débil que yo misma, pero soy más fuerte que yo misma. 

Y si yo lo pienso así, así lo tiene que pensar también mi marido desde su micromachismo.


Un 69, dos 69

Las manos y el rostro de Jennifer Aniston (Alex Levy en la serie) revelan las marcas del implacable paso de los años. Nació en 1969, como yo. Jennifer Aniston ya no es la rubita medio tonta de Friends. Ha sabido batirse. No es un cuerpo devastado.

Cada vez me interesa menos cómo acabará The Morning Show, casi todo lo que le sucede a la periodista Alex Levy parece un capricho de los guionistas, pero no le resto atención a ciertos detalles: la vestimenta de Alex y de Bradley Jackson (Reese Witherspoon). No las recuerdo usando saya o vestidos: cuando no llevan pantalones están medio desnudas. 

Además, ambas periodistas tienen nombres genéricamente neutros. Y cada una, a su manera, dirá la última palabra; hará lo que cree que tiene que hacer así se descojone el mundo.

Supongo que es el rostro feo de la corrección política.

La bola de mierda crece temporada abajo. Irá alcanzando a todos, y la bella Aniston no será inmune. Esta mujer en pantalones bebe una Redbull antes de subir a la escaladora en la madrugada, antes de salir en el noticiario. Tonifica con masajes el rostro y el cuello, comprueba la flaccidez de las mejillas… Ya tiene 50 años. 

No, no hay que rendirse ni en la vida ni en el arte. Los guionistas saben bien que el rostro y el cuerpo de Alex Levy no es exactamente el rostro del #MeToo, pero si lo fuera, en la pantalla no debería aparecer un rostro desvencijado.


Las muertas

México, país de cárteles, tiene un alto récord de feminicidios. Tras el cuarto balazo de mezcal recuerdo a las muertas de Juárez y a Roberto Bolaño

País de machos, tan violento que hasta hay cárteles que controlan el comercio del aguacate. País machista, donde se vivió un sonado jaleo cuando se hizo público el cuadro de un Emiliano Zapata super mortal combat gay

Ese mismo país donde vi chamacones de la mano en la calle, romanceando de lo lindo en un bulevar o en el metro. Y donde digo romance digo: muestras públicas de afecto. 

En ese mismo metro en el que dos hombres se besan en la boca, existen avisos impresos y dispositivos instalados en los vagones para pedir ayuda en caso de que alguien, una mujer por ejemplo, haya sido blanco de acoso sexual o abuso de cualquier tipo. Incluso hay vagones destinados solamente a mujeres y niños. 

Aunque no conozco el alcance de las medidas y las leyes, en México, país de cárteles, algo visible se implementa.

Cuba, país de carteles y no de cárteles, tiene un buen récord de feminicidios. En las guaguas no hay anuncios ni dispositivos instalados en ninguna parte para pedir ayuda si alguien, una mujer por ejemplo, es blanco de algún tipo de acoso o abuso. La Policía Nacional Revolucionaria no sabe qué hacer cuando llega una denuncia por violencia doméstica. 

En este país de carteles, el acoso, las violaciones, los crímenes sexuales parecen existir solo en las redes sociales, en Internet, en el marco de las investigaciones académicas. 

¿Entonces no existe? ¿Entonces no es necesario aprobar ninguna Ley Integral contra la Violencia de Género?

Una reina de la belleza conservadora

Bradley Jackson se describe como “una conservadora reina de belleza que más bien es libertaria”. Ella no es precisamente una one liner, pero basta esa línea suya para describirla. A ella, que habla hasta por los codos, y que también es víctima de las veleidades del guion. 

La manera en que se describe es “exactamente ambigua”. Como la serie. A toda la temporada se le puede aplicar, a manera de descripción, la frase “Donde dije digo, digo Diego”. The Morning Show es una reina de belleza, una beauty queen conservadora que más bien es libertaria.

Hundida en un cómodo butacón reclinable, griposa y no tan mezcaleada, miro a mi marido mezcaleado y griposo en su butaca. 

Miro a la bella Jennifer Aniston y sus rotundos 50 años. 

Entonces me doy otro balazo de mezcal. 

Apuntes desde Privada de Chimalistac
Colonia Copilco el Bajo
 CDMX
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